Dr. Sergio Pérez Cortés
Noviembre del año 2012
Arqueología de dos hábitos intelectuales
Entre las facultades que han otorgado al homo sapiens, un lugar de excepción en la naturaleza, la facultad del habla es una de las más importantes. El homo sapiens es un ser simbólico, pero entre los sistemas de símbolos de los que hace uso, el lenguaje ocupa, con mucho, el lugar más importante. Por razones difíciles de precisar, el lenguaje es el mejor medio disponible de comunicación. El ser humano ha debido adquirirla en un proceso de selección natural que ha estado activo desde hace quizá cientos de miles de años. Por ello, los biólogos y los lingüistas aceptan sin dificultad que el ser humano es por definición un hablante y que el lenguaje forma parte de su arsenal genético.
Pero el ser humano no es, por su naturaleza, un lector o un escritor. En la historia del homo sapiens, la escritura y la lectura son “invenciones recientes”. La escritura es una invención que fue realizada varias veces de manera independiente en China, en Sumer y entre los mayas. Ella puede datar, en occidente, de hace unos 4 000 años, demasiado poco para que pueda haberse integrado al arsenal genético de nuestra especie. En un contexto no científico, sino “creacionista” como es el cristiano, san Agustín pensaba que la lectura y la escritura formaban parte de los trabajos impuestos por Dios a la primera pareja como resultado de la desobediencia, la curiosidad y el orgullo humanos. Antes de la caída, no había necesidad de tales instrumentos porque Dios hablaba directamente a Adán y Eva, lo mismo que lo había hecho con los profetas hebreos, o bien Él haría conocer su Voluntad sin necesidad de lenguaje. Según san Agustín, la lectura y la escritura surgieron en algún momento del tiempo y habrán de desaparecer, en el momento en que las almas restablezcan su unidad con Dios. Pero en el intervalo entre su origen y su eventual asimilación genética o su desaparición espiritual, los seres humanos han debido adoptar la escritura y la lectura, instrumentos imperfectos, y como a todo lo humano han debido integrarlos a su historia, en la cual, como todas las cosas mundanas sufren un desarrollo en que participan la pasión, el odio y la exclusión.
Es a detenernos en uno de esos momentos históricos a lo que les invito esta mañana, sobre todo en el marco de una feria destinada a los lectores más jóvenes. En nuestros días la lectura y la escritura han adquirido modalidades singulares: nos pasamos la vida leyendo y escribiendo, pero la sobre abundancia de textos, la velocidad a la que estamos obligados y el hecho de que, debido a los avances tecnológicos escribimos y leemos aun en medio de multitudes, provoca que el futuro de la lectura y la escritura sea impredecible. Todo ello se nos presenta con la fuerza de la evidencia y no lo cuestionamos. Lo que yo me propongo aquí es conducirlos a otras formas de experiencia de lectores y escritores para comprender que existen otras formas de libertad en la lectura y la escritura. A revivir esas formas pasadas es a lo que he llamado (de manera un tanto pomposa, lo reconozco), una “arqueología de los hábitos intelectuales”. La llamo “arqueología” para indicar que, si bien una historia de la escritura y la lectura debe detenerse en las condiciones técnicas de legibilidad y en las condiciones sociales en que se realizaban, el énfasis que yo deseo hacer por el momento está más bien en las actitudes, los gestos, los comportamientos, las emociones que conmovían a esos lectores y escritores. Como lo insistiré largamente, la escritura y la lectura acompañan las relaciones cambiantes del diálogo que los seres humanos están obligados a realizar entre sí y en diálogo que cada uno entabla consigo mismo. Para mostrarlo intentaré revivir, en pocas palabras la lectura y la escritura en la antigüedad y la alta edad media, un momento en que la escritura estaba bien implantada pero coexistía con la memoria y sobre todo con la voz viva creando un contexto espiritual lejano al nuestro pero cargado igualmente de intenso apego emocional para aquellos que ahí participaban. Me detendré pues, para confrontarlas, en dos pares de actitudes intelectuales y emocionales de la antigüedad: la lectura en voz alta frente a la lectura “espiritual” y la escritura en voz alta ante la escritura “espiritual”.
La lectura pública en voz alta
Apenas es necesario, creo yo, recordar ante ustedes el hecho de que no era el silencio el que reinaba en el hábito de leer en la antigüedad. La lectura vocalizada era un acto cotidiano que correspondía a diversas funciones sociales: ante todo, cumplía la tarea de poner en contacto con el escrito a un número mucho mayor de individuos de aquellos que poseían la habilidad de leerla. La evidencia del predominio de la lectura vocalizada es muy numerosa, empezando por el mundo griego, pero se intensifica en la civilización romana en la que se afirma una mayor presencia social del escrito. La lectura vocalizada era tan común que cualquier romano acomodado, aún si podía leer por sí mismo, contaba entre su servidumbre con uno o más lectores. Además, a medida que la edad avanzaba, cuando la vista se debilitaba, los aristócratas dependían más de su lector, pues como es sabido, ni Roma ni Bizancio conocieron los anteojos. En la plaza pública, los lectores eran utilizados para interpretar documentos oficiales, pero en casa, eran destinados a los propósitos más diversos. Así, ellos aparecían en los “momentos perdidos”, lo mismo que hoy ocupamos el radio y la televisión. Suetonio, por ejemplo, relata que cuando Augusto encontraba difícil dormir, mandaba llamar a su lector y cuando por fin conciliaba el sueño, dormía más tiempo de lo normal. En tiempos de Cicerón y luego mucho más tarde, los lectores aparecían entre las diversiones posteriores al banquete, a veces en compañía de espectáculos refinados, como la música o las obras teatrales, pero a veces al lado de espectáculos francamente vulgares como bailarinas, bufones o equilibristas.
Todos los autores latinos contaban, en el momento de su creación, con que su obra sería objeto de una lectura vocalizada, es decir que su apropiación no sería en una lectura silenciosa y solitaria sino en una lectura sonora y viril ante oyentes reales. En consecuencia, al inicio de sus obras, solían deslizar zalamerías dirigidas al sentido concernido, como lo hizo Apuleyo: “lector, quiero acariciar tu oído benévolo con un grato murmullo; sólo dígnate recorrer con la mirada este papiro egipcio”. La permanencia en el tiempo, que los autores modernos confían a la página impresa, los autores antiguos la encargaban a la voz y al recuerdo, como lo dice Ovidio: “donde quiera que Roma extienda su poder, labios de hombre de leerán, y gracias al sonido de mi nombre estaré vivo, por los siglos de los siglos”.
Durante la época del Imperio se adueño de la cultura romana un verdadero furor por la lectura. Tal diluvio de verbosidad condujo a extremos y provocó reacciones airadas. La costumbre de escuchar leer después del banquete debió ser obligatoria porque Marcial se permite ironizar diciendo que la mejor invitación a cenar es aquella que no incluye versos del anfitrión. La lectura vocalizada era una necesidad funcional, además de una tradición venerable y prestigiosa, pero las convenciones sociales la convirtieron en una obsesión: Horacio, por ejemplo, sugiere que no se deje de leer, ni aún en los baños, porque en estos la resonancia es espléndida y Marcial, mucho más procaz, reprocha a un poeta amigo suyo que le recita versos en toda ocasión, propicia o no: “currenti legis (me lees constantemente), cacanti legis”.
Los autores latinos solían encontrar a su auditorio básicamente en dos contextos: en un medio “privado” en el que el autor reunía un grupo selecto de amigos cercanos, o bien en una lectura pública ante auditorios muy numerosos. En ninguno de los dos casos la lectura era un acto intrascendente. Primero, tal lectura era la prueba de que el aristócrata dominaba el arte del lenguaje, arte tan importante que en Roma venía apenas detrás del arte de gobernar y el arte de la guerra. En segundo lugar, la lectura pública le aseguraba su lugar entre la aristocracia, su sitio entre una comunidad de iguales, el reconocimiento mutuo otorgado a través del arte de la palabra o del arte de escuchar. En tercer lugar, la visibilidad del autor dependía por completo de esta lectura. No había otra presencia y ningún renombre que el otorgado por esta ejecución vocalizada. A ello se refiere Marcial cuando le dice a un colega: “Nada recitas Mamerco y quieres parecer poeta”. El autor taciturno, lejano y solitario de la modernidad, que asombra al mundo únicamente con sus escritos, no tenía ninguna posibilidad de existencia en la antigüedad.
Se comprende entonces el estado emocional del autor en ese momento. La incertidumbre dominaba a todos, incluso a un personaje de la importancia de Plinio el joven, como lo deja ver una carta que envió a su amigo el historiador Suetonio, a propósito de una lectura: “Por favor, sácame de dudas. Se dice que leo mal, quiero decir cuando leo versos porque en los discurso lo hago mejor (lo que hace aún peor mi lectura de versos). Ahora estoy planeando ofrecer una lectura a mis amigos cercanos y estoy pensado hacer uso como lector de uno de mis libertos. Esto es seguramente tratarlos sin formalidad porque el hombre que he escogido no es realmente un buen lector, sino apenas un lector mejor que yo, y eso en la medida que no se atemorice en el momento. Él es tan inexperimentado como lector como yo lo soy como poeta. Ahora bien, no sé qué hacer yo mismo mientras él esté leyendo. ¿Debo sentarme y permanecer en silencio como un simple espectador, o bien debo acompañar su lectura en voz baja, con la mirada o con los gestos? Pero pienso que soy tan malo como mimo que como lector. Te repito, sácame de dudas y dime una respuesta sincera acerca de que es mejor: que yo lea, no importa qué tan mal, o es mejor que haga –o que no haga- lo que te dicho. Vale”.
Las palabras de Plinio reflejan bien las emociones que reinaban en tales declamaciones: por parte del autor, el miedo a fracasar en público; por eso Plinio acechaba cualquier gesto de su auditorio: un bostezo o un sueño incontenible eran suficientes para desmoralizar al autor: “Lo que dice Cicerón del trabajo escrito yo lo pienso del miedo. Si, el miedo es el más exigente de los correctores”. En segundo lugar, en el lector, el hecho de que la lectura antigua nunca era improvisada. No es sólo que el lector era un muscular, sino que toda la educación gramatical estaba orientada a la interpretación del escrito: desde la segmentación hasta la introducción de signos de puntuación de los que la página original carecía por completo. Todo ello debía conducir a la “declamación”, a la expresión verbal llamada “pronuntiatio” o pronunciación.
La presencia de la pronuntiatio es el mejor índice de que un texto antiguo es la suma de lo escrito, con el agregado de la voz. La página antigua estaba impregnada de esta necesidad de la vocalización. Naturalmente, resultado de la pronuntiatio era una cierta “teatralización” de la lectura. Pero los gramáticos antiguos advertían al futuro lector que su deseo de ser expresivo no debía llevarlo a extralimitarse en los gestos o en la expresión facial, “o tratar de imitar el tono vacilante de los viejos, los desórdenes de los borrachos o las afeminadas modulaciones que están de moda hoy en día”. En contrapartida a esta teatralización, la lectura en voz alta podía ser maravillosamente efectiva, como sucedía con Virgilio, quien despertaba la envidia de sus colegas por el valor de su voz, su expresión y su fuerza dramática. Tuvo ocasión de probarlo cuando se vio obligado a leer el libro VI de su Eneida ante Augusto y su familia: en el momento en que interpretó esa parte del texto en que aparecía Marcelo, recientemente fallecido, en el inframundo al lado de su abuelo, Octavia, la madre del joven, quien escuchaba la lectura, cayó desmayada.
La lectura antigua estaba siempre cargada de emoción. Y es esto lo que deseo reconstruir. No importa qué tan grande fuera el valor literario del escrito, el texto era un eco de la actividad verbal. Con su voz, el lector debía reanimar los valores que yacían silenciosos en la página muda, convirtiéndose en su instrumento musical, por lo cual se ha comparado al lector antiguo con un solista de nuestros días. Los antiguos usaban la fórmula correcta de que el lector “le prestaba la voz” al autor. Este, había creado una obra para el oído porque si escrito había sido compuesto “para sonar”. Esperaba entonces que el lector reproduciría no solamente las palabras sino también el ritmo y el carácter de la composición, las cadencias y las emociones que él mismo había resentido en su fuero interno en el momento de componerla y dictarla. No debe pues extrañar que el autor viera en la voz del lector una prolongación de su propia voz como lo dice la Antología Palatina: “Cuando lees, soy yo quien habla, porque tu voz es la mía” Todos los que participaban en una lectura pública podían alcanzar ese sentimiento: si se suscitaba la atmósfera propicia, si toda esa conjunción emocional se lograba, el lector presente y la página desaparecían y el auditorio creía escuchar la voz de aquel que había compuesto la obra, como le sucedía a Posidio, quien creía percibir la voz de san Agustín, su amigo, cuando escuchaba leer alguna de las obras del santo. Solo así se comprende esta expresión de Quintiliano, que a nuestros ojos es enigmática: “La voz de un lector –dice Quintiliano- no es como una comida que alcanza para un número limitado de personas: la voz del lector es como el sol, que distribuye una cantidad de luz y calor a todos nosotros”.
Este es el buen aspecto de la lectura pública en voz alta. Pero había un segundo contexto que también forma parte de la lectura en la antigüedad: son las llamadas recitationes ante públicos muy numerosos. Como hemos visto en tiempos de Cicerón se aprovechaban las invitaciones a cenar para escuchar la lectura de composiciones en verso o en prosa. Pero ahora se trataba de un público mucho mayor. Según Séneca, la invención de las recitationes se debió a Asinio Polión, notable romano partidario de César. Aunque originalmente estas tuvieron lugar en salas privadas, pronto los odeones se convirtieron en los sitios usuales de esas declamaciones. Siendo más pequeños que los teatros, su capacidad no era desdeñable y por ejemplo el Odeón de Pompeya disponía de 800 asientos.
Los autores que promovían esas recitationes se diferenciaban de acuerdo a su jerarquía social. Primero, naturalmente, los aristócratas, a veces talentosos, pero a veces simples aficionados quienes encontraban fácilmente un público complaciente que, por compromiso o por genuino interés asistían a sus lecturas. Venían luego los escritores de “clase media” que se consideraban afortunados si su patrón les prestaba o rentaba un pobre lugar desaliñado dejándoles el compromiso de costear la renta de las bancas y las invitaciones. Estos autores lograban reunir a sus auditorios solo a costa de incontables humillaciones y a veces debían recurrir a los esclavos y los libertos de su patrón para constituir un público artificial. Venían por último los autores más pobres quienes recitaban en cualquier sitio, por ejemplo en las esquinas de las calles, expuestos al escarnio y a la burla de cualquiera.
Lo mismo que los autores, el público que asistía a las recitationes estaba jerarquizado. En Bizancio, Miguel Psellos distinguía entre “virtuosos” (perittoi, los peritos) que poseían una educación sofisticada, normalmente aristócratas sentados en las sillas delanteras llamadas cathedrae. Luego venían los auditores “instruidos” (elogimoi acroasai) es decir un público serio, capaz de reconocer por su valor la obra que escuchaban; y finalmente dice Miguel Psellos los auditores llamados “orejas incultas” que no comprendían el texto sino a condición de que fuese “simple y accesible”. En la actualidad un público moderno debe mostrar su educación permaneciendo en silencio e inmóvil durante la lectura, reservándose para el final la expresión de sus emociones. En la antigüedad, salvo en algunos géneros como la filosofía, la reacción del público era, y se esperaba que fuese, diferente. El público antiguo expresaba señales de alabanza o descontento, gesticulaba y daba signos de estar conmovido y arrebatado por el encanto y el ritmo de las palabras, o bien expresaba claramente su turbación. Manifestaba su satisfacción mediante el aplauso que solía prodigar varias veces durante la interpretación, o bien se expresaba mediante un murmullo, una especie de zumbido continuo. El éxito de la obra se medía por el número de veces que la lectura era interrumpida con aplausos. Seguramente en muchas ocasiones tales manifestaciones de júbilo fueron un reconocimiento justificado y sincero al valor de la obra, pero en las recitationes, debido al aspecto mundano de esas lecturas, esas expresiones podían no ser sinceras y hasta degenerar en verdaderas francachelas. Plinio el joven, por ejemplo, señala la existencia de un mercado de empresarios quienes, mediante una retribución, reclutaban un cierto número de personas dispuestas a aplaudir o a rabiar a cambio de un poco de comida. Justificadamente estos eran llamados laudiceni, un término compuesto de las palabras latinas laudare, alabar y cena. Y aún era posible y algunas veces incluso necesario dispersar entre el auditorio de “orejas incultas” a un cierto número de “directores de coro”, mesochorus, quienes indicando los pasajes más sobresalientes daban la señal que desataba los aplausos frenéticos. Plinio responsabilizaba a Larcius Licinius, un abogado, de la invención de esta farsa, pero él mismo no imaginaba que lo peor vendría más tarde, cuando se generalizó la costumbre de remunerar a esos auditorios.
Entre los críticos modernos existe la convicción de que estas ejecuciones declamatorias provocaron un severo daño a la calidad de la literatura latina. No la he evocado aquí por su baja calidad, sino porque con ellas se cierra el ciclo de la obra antigua: estos textos no fueron concebidos para lectores que, en la quietud de su reclusión reconocen los valores estilísticos y formales; estas eran obras que iban a ser leídas ante un público atento y comprometido, que en la mayor parte de los casos no tendría ningún acceso visual al escrito. Ello otorga su carácter a la lectura pública en la antigüedad: una ejecución lenta, vigorosa y cultivada en que la pasión del autor sería transmitida por la voz vibrante de un lector hacia un público expectante y expresivo.
La lectura espiritual en la antigüedad
Abandonemos el mundo bullicioso y a veces turbulento de la lectura pública en voz alta, para desplazarnos a una lectura que me permitiré llamar “espiritual”. Como ustedes ven, no enfrento la lectura vocalizada a la lectura silenciosa porque deseo subrayar un conjunto de comportamientos, actitudes y gestos que van más allá de lo meramente taciturno. Cuando se piensa en la lectura espiritual de la antigüedad inmediatamente se viene a la cabeza la lectura hecha en los monasterios medievales por unos pocos hombres cultivados. Pero no es ahí donde deseo conducirlos sino a otro lugar privilegiado: las escuelas de filosofía, la lectura de los filósofos.
Desde su aparición, los filósofos debieron tener una relación particular con la lectura pues estaban obligados a conocer las opiniones de sus colegas a fin de exponer las suyas propias. Es de este modo, recabando mediante la lectura las opiniones ajenas que se pudieron construir las primeras doxografías por parte de Aristóteles y Teofrasto. Numerosos pasajes de los diálogos de Platón presentan a los filósofos leyendo: solos o acompañados. En el diálogo Parménides, un grupo de filósofos se acerca a casa de Pitodoro pues desean escuchar la lectura de un lirbo de Zenón. En el diálogo Teeteto, Euclides y Terpsión escuchan leer a un esclavo el debate en el que había participado Sócrates y que había sido reconstruido paso a paso por Euclides. En el diálogo Fredo, Sócrates pide a Fedro que lea, “no una sino varias veces” el discurso que Lisias había pronunciado y que aquel reproducía “maravillosamente”, afirma Sócrates.
La lectura debió ser práctica cotidiana en las comunidades que, a falta de un mejor nombre llamamos “escuelas de filosofía”. En el Liceo de Aristóteles, donde prevalecía la vida teorética se suscitaban problemas como este que el mismo filósofo estagirita busca responder: “¿por qué razón algunos, cuando comienzan a leer, son presas de sueño aún si no lo desean, mientras que otros, aún si quieren dormir permanecen despiertos cuando toman un libro en las manos”? Hacia el siglo I d. C., cuando la cultura escrita había cobrado mayor relevancia, se instaló el hábito de que la clase diaria de filosofía se iniciara con la lectura de un fragmento de algún texto clásico seleccionado por el profesor, pero llevada a cabo por un alumno escogido. El estudiante debía prepararla con antelación, porque una lectura correcta era ya parte de la explicación y a la inversa, una lectura incorrecta o indecisa era un obstáculo para la comprensión de todos, y por tanto objeto de burla e indignación.
Los filósofos, pero también los aspirantes a filósofos debieron ser personajes sumamente librescos. Luciano, quien no pierde ocasión de ridiculizarlos, presenta uno de esos estudiantes, un tal Hermótimo “siempre pálido y con el cuerpo enjuto, portando siempre un libro en la mano y murmurando suavemente mientras camina, probablemente planteando uno de esos problemas enrevesados típicos de los sofistas”, escribe Luciano. Los filósofos no eran, desde luego, los únicos profesionales de las letras en el mundo antiguo, pero ciertos signos los distinguían de los demás, entre ellos la lectura, tanto en el contenido como en la intensidad. Primero, desde el punto de vista del contenido. Los filósofos debían leer textos llenos de silogismos, principios y dogmas destinados a transformar su vida moral. Por eso condenaban la lectura de obras superficiales o literatura de diversión. Según Ateneo, el mismo Aristóteles había afirmado que no era posible participar en ninguna discusión pública, si sólo se había leído una obra tan banal como el Banquete escrita por Filoxeno. Esta reprobación de la lectura ocasional se convirtió en verdadera condena. Nuevamente según Ateneo, el peripatético Clearco se lamentaba de “aquellos que viven inmersos en los escritos de Filénide y Arquistrato”, en lugar de ocupar su tiempo en discusiones serias. Filénide era una cortesana que había escrito libros eróticos muy populares por aquel tiempo y Arquístrato era autor del libro más leído sobre gastronomía en la época helenística. Crísipo el filósofo estoico también se había ocupado de condenar esa literatura menor en su libro Sobre el bien y el placer, afirmando que “no hay que aprenderse las obras de Filénide y Arquistrato bajo la idea de que aportan algo para vivir mejor”. No es que los filósofos ignoraran la existencia de literatura erótica y aparentemente ellos mismos habían compuesto algunos de esos libros pornográficos, pero normalmente exhortaban a los aspirantes a filósofos a dirigir su pasión por la lectura a una poesía de mejor calidad como la de Píndaro o la de Homero, o bien hacia los escritos fundamentales de los filósofos fundadores de cada una de las escuelas.
Esto nos conduce a la segunda cuestión acerca de la lectura de los filósofos: su calidad, su intensidad. En efecto, los filósofos antiguos leían con un propósito específico: transformar radicalmente la disposición interior de su alma. En su sentido original, la filosofía antigua no tenía como objetivo construir un castillo de conceptos abstractos, como hoy, sino que era un método de formación hacia una nueva manera de vivir y de ver al mundo, un esfuerzo de transformación interior que debía conducir a una nueva clase de individuo. Para todas las filosofías helenísticas, el individuo, antes de su conversión filosófica, se encuentra en un estado de inquietud desdichada, es víctima de sus preocupaciones, vive desgarrado por las pasiones que lo dominan y no vive verdaderamente, porque no es él mismo. La filosofía consiste en pasar de ese estado de desdicha a una vida virtuosa mediante una profunda transformación de sí mismo, mediante una modificación radical de su punto de vista, de sus actitudes, de sus convicciones a través de una serie de prácticas sobre sí mismo que el filósofo actual Pierre Hadot ha llamado bellamente “ejercicios espirituales”. Y entre estos ejercicios espirituales que debían conducir a un hombre nuevo se encuentra la lectura.
Según Filón de Alejandría, entre los ejercicios espirituales, al lado de la lectura se encuentran: el celo al buscar, la investigación, el examen en profundidad, la atención y el dominio de sí. En otra lista del mismo Filón, la lectura está acompañada por la meditación, la memorización, la terapia de las pasiones y los recuerdos de aquello que está bien. La memorización, la meditación y la lectura forman en realidad una unidad inseparable. Es porque la lectura debe proveer al aspirante de los principios fundamentales de la doctrina, principios concentrados en pocas palabras, sencillos de retener en la memoria y que por tanto pueden ser aplicados en los problemas de la vida diaria con la seguridad y la constancia de un reflejo: “No debes separarte de esos principios –le dice Epicteto a sus alumnos- ni en tu sueño, ni al despertar, ni cuando comes o bebes o conversas con otros hombres”. Entendamos bien: la lectura no era una práctica neutra que debía proveer principios los cuales, luego, serían desarrollados en el espíritu. La lectura era ya una práctica espiritual en sí misma, una actitud de concentración hacia el escrito mediante la cual el alumno dialoga con el filósofo que ha sido su autor, se deja transformar por las palabras de este, sigue el itinerario al que aquel le invita e inicia, mediante esos principios, un diálogo consigo mismo. El objetivo de la lectura no era retener en el entendimiento una serie de dogmas, su fin no era “saber algo”, sino que tenía como propósito aprender a vivir de un cierto modo, ser de una cierta manera. Filósofo, escribe P. Hadot, no era aquel que sabía tal o cual principio, tal o cual doctrina, sino aquel que vivía filosóficamente, porque había transformado su disposición interior, su concepción de sí mismo y del mundo. Y la lectura había contribuido a ello, impregnando gradualmente al alma con esa intuición fundamental.
Se comprende ahora por qué Epicteto, el estoico, hace una distinción entre dos clases de lecturas: aquella que se realizaba al inicio de la clase de filosofía (que Epicteto llama “lectura de los gramáticos”), destinada a retirar ambigüedades, explicar lo que el autor ha querido decir, y una lectura muy diferente, la del filósofo, que pretende modificar la facultad rectora del individuo: “¿para qué quieres leer, dime? Si lo haces para entretenerte o para enterarte de algo eres un simple y un miserable”. Una opinión similar se encuentra en Filodemo de Gadara, un epicúreo: “Aquel que dice ser un buen lector…ha aprendido simplemente muchos extractos pero es un inexperto en las cuestiones particulares y luego, en lo que concierne a las cosas que debe hacer, se pone a consultar los sumarios de los escritos, como aquel que, según el proverbio, quiere conducir el timón de un barco, con el saber de los libros”. La lectura no debe reducirse a retener ciertos principios, limitándose a su sentido literal, sino que debe ser una experiencia dirigida a la transformación espiritual: “Si el leer no te procura serenidad, ¿de qué te sirve?, dice Epicteto. “No diremos pues, escribe él mismo, hoy leí tantas y tantas líneas y escribí tantas otras sino diremos hoy me serví del impulso como mandan los filósofos… hoy no perdí la calma ante fulano,…, hoy ejercité la paciencia, la abstinencia, la cooperación y así estaremos agradecidos a la divinidad de lo que hay que agradecerle”.
Los filósofos antiguos practicaban pues lo que hoy llamamos una “lectura intensiva”, pero en una escala que hoy ignoramos. Un escritor Bizantino, Constantino, explica así la palabra “ejercicio”: “Se dice cuando se lee un libro, del inicio hasta el final, por ejemplo 20 o 30 veces”. Esto es comprensible sólo porque la lectura de los filósofos era un momento de retorno hacia sí mismo que libera al yo de la alienación a la que le han conducido sus preocupaciones, sus pasiones, sus deseos. Ante esta lectura intensiva, nosotros contemporáneos podemos quizá hacer nuestra una reflexión del mismo P. Hadot: pasamos la vida leyendo, pero ya no sabemos leer. Es decir, ya no sabemos detenernos ante un texto, liberarnos de nuestras preocupaciones para volver a nosotros mismo, dejar por un momento las búsquedas de originalidad y todas nuestras sutilezas, meditar con calma el texto, rumiarlo, dejar que el escrito nos hable, nos afecte y nos transforme. Normalmente, sobre todo los filósofos adoptamos ante los textos la actitud arrogante de probar que somos más inteligentes que el autor que leemos, con el resultado de que la lectura ya no es un verdadero encuentro, sino una simple proyección de nosotros mismos, esto es un subjetivismo en el peor sentido del término. En la antigüedad por el contrario, aprender a leer era aprender a vivir. Quizá hoy para nosotros sea necesario re-aprender a leer, dejando que la lectura ponga en contacto realmente dos experiencias, la del lector y la del autor, dos esfuerzos del “trabajo sobre sí mismo” que cada uno cumple, comprendiendo que la vida es una relación así y al todo, cambiando la manera de verse a sí mismo y ver a los demás.
La escritura en voz alta y la escritura espiritual
En nuestros días, en los que predomina la figura del escritor silencioso recluido en su estudio, resulta difícil imaginar que la composición de una obra y su escritura sean procesos separados. Peor este era el caso en la antigüedad en la que, como es posible demostrar, la mayoría de los autores no escribían sus obras sino que las dictaban a secretarios. Entre aquellos que componían mentalmente sus obras se encuentran, por ejemplo, Cicerón, el apóstol Pablo, san Jerónimo o san Agustín. Muchos de ellos afirman en al algún momento que están “escribiendo”, pero esta es una expresión metafórica que recubre el hecho de que pronuncian un mensaje verbal a un secretario como lo muestra esta carta del siglo II atribuida al filósofo Espeusipo: “haz de saber que mi salud es pobre, pero aún soy capaz de escribir, porque mi lengua y las facultades de mi cabeza están intactas”. El autor y el escritor eran personas distintas porque “escribir” era una tarea muscular, física y servil que muy pronto se consideró incompatible con el acto de “componer”.
Para acercase a la cuestión es preciso ante todo hay que tener presente que “dictar” no tenía el sentido de que “el jefe pronuncie lo primero que se le viene a la cabeza”. Dictare era una acción elaborada y compleja que realizaba un hombre después de haber adquirido una sólida formación retórica. Como toda acción compleja, ella estaba compuesta de varios pasos que quisiera recorrer con ustedes: primero la invención, luego, la composición, y finalmente la verbalización y el embellecimiento fonético. Veamos paso a paso.
El primer paso, la invención, era la definición de la materia, el problema sobre la cual se reflexionaba. Los autores antiguos también ejercían un pensamiento creativo, pero esos pensamientos no eran creados de la nada, sino de los conocimientos adquiridos. Por ello era necesaria alguna clase de recopilación. Para ello existían dos vías: por la primera, el autor antiguo leía o escuchaba leer las obras que le precedían de las cuales extraía notas que los secretarios asentaban en rollos llamados hypomnena, es decir, “recordatorios”. Este era el modo de proceder en las grandes obras enciclopédicas como la Historia Natural de Plinio el viejo. Con el nombre de hypomnema, los autores deseaban señalar que esas notas no poseían orden alguno y solían disculparse cuando las publicaban es ese estado, como lo hizo Clemente de Alejandría.
Pero su recurso principal no eran tales notas, sino su memoria. La educación antigua los conducía a retener de manera ordenada en la memoria aquello que habían leído o simplemente escuchado. La memoria era una parte indispensable de las habilidades intelectuales por eso abundaban las metáforas acerca de la recolección: los autores debían actuar como las abejas, absorbiendo la miel de todas las cosas importantes que leía. Retener un gran volumen de información escuchada era una práctica tan común que la creencia de la mayoría de las personas en la antigüedad era que la sede de la memoria no era el cerebro sino las orejas. Por ejemplo, san Cirilo el Fileota, un santo bizantino no había podido aprender de memoria más que la mitad de los Salmos hasta el momento en que entregó su libro como limosna a un necesitado. Una voz divina le enseñó la otra mitad de los Salmos, recitándoselos en voz alta todas las noches mientras san Cirilo dormía. En el momento de la invención se agitaban en el interior del autor un sinnúmero de voces anteriores a él que había debido retener y organizar. Incluso llegado el siglo XI d. C. san Bernardo caracterizó de este modo el interior de autor que compone: “qué grande es el tumulto de aquellos que componen. En su espíritu resuenan una infinidad de expresiones”. Por eso el autor antiguo no actuaba como lo hacemos nosotros: consultando decenas de libros, borroneando esquemas escritos. Su primer impulso psicológico y emocional era distinto: era consultar la serie de ideas e imágenes provenientes de distintos lugares de la memoria. La consulta de este archivo memorístico era una necesidad pero podía no ser placentera pues conducía a un estado de verdadera angustia: Quintiliano, por ejemplo, cuando describía a un estudiante en esta situación, lo representa postrado de espaldas en el suelo, murmurando, buscando a través del murmullo estimular en sí mismo todos los recursos espirituales de que le habían provisto sus lecturas o lo que había escuchado leer. Estaba luchando, diríamos nosotros, por “tener una idea”.
A ese primer momento llamado “inventio” seguía la composición mental propiamente dicha, antes de proceder al dictado. La composición consistía en el ordenamiento de aquella materia prima recolectado en una secuencia lógica tan precisa que, según Quintiliano, ya no requería posteriormente sino de unos pocos retoques de ornamentación y ritmo. La obra que salía de los labios era prácticamente definitiva. Nuevamente, los autores podían recurrir a la escritura, elaborando esquemas o esbozos. Se han conservado signos de la existencia de estos esbozos escritos que permitían a los autores una exposición más sistemática. Horacio, el poeta latino, por ejemplo, señala que el autor debe ser sistemático pues una composición mal ordenada es, “como una monstruosidad que surgiera de una cabeza humana”. Aunque podían ser escritos tales esbozos también estaban destinados ser retenidos en la memoria para servir de guía en la ejecución verbal o en el dictado de la obra. Se aconsejaba a los autores que la escritura de estos esbozos no fuera tan detallada como para acabar con la espontaneidad, que era un valor insustituible de la ejecución verbal. Los bosquejos escritos eran meros esquemas esqueléticos y sin vida que solo se reanimaban en el momento del dictado, cuando el autor inyectaba a esos huesos áridos el espíritu que los animaba, el torrente que los haría resonar con la música de las frases, con el brillo de las imágenes.
Esta ordenación lógica llamada “meditare”, meditar, era lo que los autores antiguos tenían en la memoria en el momento de dictar. El autor que dictaba una obra nunca estaba improvisando: él poseía en la mente una secuencia ordenada de temas que seguía para evitar que la composición se desbordara en direcciones insospechadas. El autor seguía paso a paso esa estructura mental y sólo agregaba variaciones a medida que la situación o el contexto se lo permitían. De este modo se elaboraron grandes obras como las Disertaciones de Arriano o las composiciones de san Bernardo. Es por ello que la composición de la obra es simultánea a su ejecución, otorgando al dictado o a la ejecución verbal la apariencia de un milagro. La existencia de esta estructura mental es lo que explica que cada ejecución verbal sea, a la vez, una repetición de la estructura básica y una improvisación de los detalles. Pero si el autor lo deseaba, esta estructura le permitía realizar dos ejecuciones idénticas. Esto se percibe en el caso de Proairesios, el sofista. En efecto, Proairesios había sido injustamente expulsado de Atenas, pero tuvo la ocasión de volver invitado a participar en un concurso de oratoria donde encontraría a sus antiguos enemigos. Proairesios pidió que sus palabras fueran recogidas por taquígrafos. Su ejecución fue memorable: mantuvo en suspenso constante al público, el cual apenas podía soportar quedarse callado, como Proairesios lo había pedido. De improviso, en medio de sus innumerables piruetas argumentativas, Proairesios se detuvo y advirtió así al público y a los taquígrafos: “observad si recuerdo todos los argumentos que he usado”. Y acto seguido, sin olvidar una sola palabra, comenzó a declarar nuevamente, idéntico, el discurso. Esta vez, el público no pudo contenerse y su reacción también fue memorable: Eunapio nos cuenta que los presentes lamieron el pecho del sofista como si fuera la estatua de un dios; algunos le besaron los pies y otros las manos, y todos declararon que era el dios de la elocuencia.
La intensa actividad espiritual conducía a los autores antiguos a actitudes que, sin haber desaparecido del todo, poseían una intensidad que se ha extinguido. Cuando el autor antiguo componía, no luchaba como nosotros, con centenares de libros y notas, sino que luchaba consigo mismo y con sus recursos espirituales. Plinio el joven, por ejemplo, despertaba temprano, pero no abandonaba el lecho enseguida. Prefería quedarse en la cama, en la oscuridad de las cortinas cerradas, meditando el poema que iba a dictar. Cuando el verso estaba listo, mandaba llamar al secretario para dictar lo que había preparado en la cabeza. Hecho esto, lo despedía nuevamente y quedándose solo, meditaba las correcciones a los dictados y así sucesivamente, hasta quedar satisfecho. Unos siglos más tarde, San Anselmo actuó de modo semejante. Su biógrafo, Eadmer, cuenta que durante la composición de su obra el Monologuion, el santo encontró obstáculos que le arrebataron el sueño y el deseo de comer. No lograba resolver el problema a través de la meditación y por ello llegó a pensar que esa línea de pensamiento era una tentación enviada por el diablo. Durante un tiempo, ni los ayunos ni las mortificaciones tuvieron éxito, pero sucedió que, súbitamente, “una noche, al iniciar el alba, la Gracia de Dios iluminó su corazón, la cuestión se resolvió en su pensamiento y una gran alegría invadió su ser interno”. Un caso interesante y extremo se presentó dos siglos más tarde, con santo Tomás de Aquino. Sus secretarios relatan que cuando santo Tomás encontraba una dificultad mientras dictaba, se retiraba a una esquina de la habitación, caía de rodillas y así, entre las plegarias y las lágrimas permanecía hasta encontrar la solución. En una ocasión, mientras dictaba el tratado De Trinitate, santo Tomás se encontraba tan absorto que una veladora de cera se consumía completamente en su mano, sin que sintiera ningún mal; nadie se atrevió a señalárselo porque el santo había prohibido a sus secretarios que lo distrajeran, pasara lo que pasara.
Estas actitudes reflejan el intenso esfuerzo de interiorización del autor antiguo en el momento de la composición. Si cada uno de ellos se refugia en la oscuridad o en la oración, es porque saben que toda distracción visual o auditiva es un obstáculo a la actualización del recuerdo, una ruptura en la tensión del fuero interno. Sin embargo, el temperamento podía llevar a los autores al extremo opuesto. Quintiliano, por ejemplo, quien recomienda serenidad a los autores, acepta sin embargo que, cuando la creación desfallece, es posible entregarse a gesticulaciones que estimulen la creatividad como elevar los brazos al cielo, hacer gestos, pegar sobre la madera de la cama o morderse las unas. Un caso límite de esto era el orador Servio Galba, el orador romano. Galba tenía la costumbre de encerrarse en una habitación con sus secretarios para preparar la defensa ante el jurado de algún caso. En cierta ocasión, con motivo de un juicio especialmente complejo, actuó del mismo modo. Rutilio relata que Galba salió de esa habitación con tal mirada y tal expresión en el rostro que parecía haber defendido ya el caso y añadía que tras él, salieron los secretarios con signos de haber sido duramente golpeados, de lo cual se deducía que Galba no sólo era violento y fogoso cuando pronunciaba sus discurso sino también cuando los “meditaba”.
Si nos parecen actitudes más emocionales que intelectuales es porque asumimos equivocadamente que el escritor silencioso en su estudio es el paradigma de la racionalidad, olvidando que esa colaboración entre la voz y la memoria también satisfacía todas las expectativas espirituales de la antigüedad. Puesto que la recepción de su obra iba a ser aural y no visual, el autor buscaba sobre todo la musicalidad y la sonoridad; y temía, por sobre todas las cosas lo que los gramáticos llamaban “el severo juicio del oído”. La cuidadosa atención prestada al sonido provocar que “dictar” no tuviera el sentido de simple “enunciación” sino el significado más elaborado de “declamación”. A diferencia del autor moderno, que piensa en lectores anónimos, reclusos y silenciosos, el dictator imaginaba auditorios cuyo compromiso emocional dependía de los valores sonoros de la obra y que expresarían ruidosamente su aprobación o abandonarían la audición de un escrito que ofendiera a sus oídos. Photius, por ejemplo, un gramático bizantino, pensaba que un texto compuesto con dificultad, con sonoridades discordantes, con sonidos cacofónicos y construcciones gramaticales forzadas y rudas, obligaban al lector “a hendir el aire con los labios violentamente”, mientras que una escritura armoniosa, “gracias a la voz que lee, penetra dulcemente en los odios que lo escuchaban”, y que todo ello debía ser interpretado en la lectura. Por ello sugería que las palabras de Néstor en la Odisea fuesen interpretadas con suavidad, mientras que, para las palabras de Cíclope, el lector adoptara una modalidad diferente, “algo así como mugidos”.
“Escribir es obra de la mano; componer es obra del corazón”, decía Pedro el Venerable. La página antigua contiene sin duda los pensamientos de sus autores, pero contiene algo más: su voz y sus emociones, el registro de esa parte prosódica que ningún signo puede expresar pero que debía reaparecer en el momento de ser interpretada. En la página escrita resonaban una o varias voces, por eso deben ser tomadas al pie de la letra expresiones antiguas como “la múltiples voces de la página”, de Pablo Diácono, o bien “la página locuaz” de Pablo Capella, o bien las “voces de la página” de san Agustín, expresiones todas que en nuestro mundo se han disipado. En síntesis, el dictado, la composición memorística a la que se entregaban la mayoría de los autores en la antigüedad muestra un contexto espiritual muy lejano al nuestro. Desde luego, cuando las páginas antiguas pasaron a la escritura, toda esa actividad retórica y memorística quedó acallada. Solo quedaron entrelazados, entre las páginas, pequeños rastros de estas grandes emociones. Afortunadamente esos signos de aprecio y emoción quedaron depositados en textos. Sabemos de su presencia del mismo modo que conocemos la existencia de pequeños insectos prehistóricos por las impresiones que sus cuerpos dejaron en las rocas. Tan fugaces como esos insectos diminutos, las palabras y la emoción también fueron congeladas y vueltas imperecederas en el momento en que fueron tocadas por la sustancia permanente que es la escritura. Quedó en relieve la impresión de esas pasiones, y al igual que para aquellos pequeños seres fosilizados, basta en poco de imaginación para verlas agitarse, mover los músculos y emprender un nuevo viaje, como lo he intentado ahora ante ustedes.
La escritura espiritual
Abandonemos ahora el mundo sonoro y pasional de la escritura en voz alta para desplazarnos a otra experiencia del escrito caracterizada esta vez por el recogimiento y el diálogo interior. La he llamado “escritura espiritual” cuyo mejor ejemplo se encuentra nuevamente en las escuelas de filosofía de la antigüedad y en particular en el libro escrito por el emperador romano Marco Aurelio: las Meditaciones.
En efecto, con las Meditaciones de Marco Aurelio ha llegado hasta nosotros un ejemplo de cierto género practicado en la antigüedad: el diálogo consigo mismo mediante la escritura. Debido a que es diálogo que el emperador realizaba consigo mismo, el libro ofrece un aspecto sorprendente: compuesto de 12 libros, cada uno de los cuales contiene una serie de expresiones más o menos extensas, cada una de las cuales ofrece un significado completo, la serie misma no parece organizada por ninguna ilación lógica reconocible. Sus expresiones adoptan por momentos el aspecto de aforismos como: “recibir sin orgullo, desprenderse sin apego”, o bien, citando al filósofo estoico Epicteto: “eres una pequeña alma que sustenta un cadáver”. El hecho de que esta serie de expresiones no tenga un hilo conductor lógico aparente ha provocado que esta obra haya sido mal comprendida y se le haya asimilado a una suerte de “diario personal”, de expresión de efluvios sentimentales del emperador, o incluso que se haya llegado a pensar que debió ser un escrito que accidentalmente cayó en desorden, en piezas que nunca nadie más pudo reunir con la coherencia lógica original.
Entre otros, es el filósofo Pierre Hadot el que ha mostrado que las Meditaciones corresponden a uno de los ejercicios espirituales que el filósofo estoico que era Marco Aurelio realizaba para intentar dominar su disposición interior. En su escrito, Marco Aurelio no buscaba escribir un libro para un auditorio, y tampoco trataba de exponer de manera sistemática los dogmas de la filosofía estoica: lo que intentaba era dominar su “discurso interior”, reanimando mediante la escritura esos principios que le permitían vivir diariamente una vida filosófica. Esta acción de escribir para sí mismo se comprende bien si se tiene en mente que la filosofía antigua se proponía una transformación radical de las concepciones que el individuo tenía de sí mismo y de su lugar en el cosmos. Podemos pues razonablemente imaginar a marco Aurelio escribiendo por sí mismo y no dictando para evitar la presencia del secretario en esa intimidad, buscando reactualizar los dogmas estoicos que ya conoce de sobra pero que corren el riesgo de marchitarse en su fuero interno, asfixiados por la rutina cotidiana. Con ello, Marco Aurelio no hacía sino seguir los consejos de Epicteto, quien exigía al aspirante que recordara día y noche los principios esenciales: “he aquí lo que deben meditar los filósofos, he aquí lo que deben escribir todos los días, lo que debe ser material de su ejercicio”.
La escritura, como ejercicio espiritual formativo tenía amplios antecedentes en la antigüedad. Mucha gente parece haber tenido el hábito de tomar notas personales escritas en esas pequeñas tablillas llamadas “pugilares”, de todo aquello que escuchaba o leía y que pensaba que le sería provechoso en algún otro momento posterior. Así actuaron, entre otros, Plutarco, Aulo Gelio y Pánfila, una mujer romana que escribió durante trece años la vida que llevaba al lado de su marido. En ciertos casos, se trataba de un registro de los progresos espirituales: según su biógrafo Atanasio, san Antonio, el gran fundador cristiano del movimiento anacoreta en el desierto, acostumbraba recomendar a sus discípulos tomar nota por escrito de las acciones y de los movimientos de su alma. Para Antonio, lo importante no era el registro escrito sino el valor terapéutico de la escritura, como lo señala aquí: “dejemos a cada uno de nosotros anotar y registrar nuestras acciones y los movimientos de nuestra alma, como si quisiéramos ofrecernos mutuamente uno a otro un registro de ello…seguramente así, no nos atreveremos a cometer pecados en público, ante la mirada completa de los demás”. Aquí, el registro escrito es una suerte de exhibición ante los demás, ante otros anacoretas. El acto de escribir, según san Antonio, nos ofrece la impresión de estar en público, frente a una audiencia, porque el escrito puede denunciar dejando al descubierto su fuero interior.
Aunque pertenecen al género de los ejercicios espirituales, las Meditaciones tienen rasgos que las hacen originales. De hecho, Marco Aurelio se dirige permanentemente a sí mismo y a nadie más: a veces lo hace en su calidad de emperador de Roma, a veces se refiere a su actitud ante la corte, o bien a la manera en que debe dirigirse al Senado. En ocasiones se amonesta a sí mismo por sus propias faltas. Pero cuando decimos que se dirige a sí mismo deseamos significar que no lo hace como un mero individuo; en ese diálogo, la subjetividad de Marco Aurelio prácticamente nunca aparece. Las exhortaciones están dirigidas más bien a su persona moral como en el siguiente caso: “Borra la imaginación. Detén el impulso de marioneta”. O bien, él habla con su interior, como si se dirigiera a una tercera persona como en lo siguiente: “Te afrentas, te afrentas alma mía…”. Puesto que no está escribiendo un libro, sino educando su fuero interior, en las Meditaciones aparecen varias veces los mismos dogmas, en repeticiones que apenas tienen ligeras variantes. Pero esta aparente repetición se explica porque los principios de la vida moral no son como los axiomas matemáticos que se aprenden una vez de memoria y luego se aplican mecánicamente a muchos casos; los dogmas morales son principios que luchan con nuestras pasiones y emociones, las cuales son difíciles de domesticar, por eso es que aquellos no son eficaces sino a condición de renovarse constantemente, de presentarse frescas, revestidas de nuevas expresiones, deslumbrantes e impactantes. Por eso no es suficiente con leer lo escrito previamente. Las páginas escritas son ya productos muertos –dice P. Hadot- ; lo que cuenta es formular esos dogmas de nuevo, es el acto de escribirlos, de hablarse a sí mismo y decirse algo preciso en ese instante, en el instante en que el espíritu reclama que se escriba algo preciso y no otra cosa. Todo está pues en la acción de escribir.
Podemos pues asistir al momento en que Marco Aurelio escribe para sí mismo. Lo hace, no como un escolar que repite mecánicamente un enunciado, sino que lo hace como una necesidad espiritual. Él utiliza una técnica precisa, un procedimiento, la escritura, con el fin de influir en sí mismo, reanimando en su interior unos dogmas que conoce de sobra, pero que corren el riesgo de marchitarse casi instantáneamente. Desde luego, Marco Aurelio cuida escrupulosamente su expresión escrita, pero no es por razones literarias sino porque la perfección forma parte importante de su eficacia psicológica, de su fuerza persuasiva. Aquí, la escritura es un momento del esfuerzo permanente que los filósofos antiguos realizaban para modificarse a sí mismos, poniendo por escrito la imagen perfecta del hombre que se esforzaban por alcanzar. En la vida del filósofo antiguo, todo depende de la manera en que se representa las cosas y en este caso de la manera en que, escribiendo, se las dice a sí mismo.
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Concluyo ahora. Al presentar ante ustedes estas formas de experiencia de la lectura en voz alta y la lectura espiritual y luego de la escritura en voz alta y la escritura espiritual, no he querido otra cosa sino recordar algo que en fondo es sencillo pero debe estar siempre presente: la lectura y la escritura, como hábitos mentales e intelectuales no son entes sin vida, fijos e inmutables, sino que han debido transformarse, porque siguen las alteraciones en el diálogo que los seres humanos están obligados a realizar permanentemente, diálogo ante los demás y diálogo ante sí mismos. Gracias.