Las comunidades filosóficas en la antigüedad.
En una reunión dedicada a las formas de voto, las prácticas de asamblea y la toma de decisiones, las comunidades filosóficas de la antigüedad pueden parecer un objeto extraño. Sin embargo, quizá resulte de interés examinar la manera en que esas pequeñas colectividades se constituyeron al interior de la sociedad clásica, la forma en que se organizaron siguiendo ciertos principios y el modo de vida colectiva que proponían a las sociedades en las que se incrustaban. Quisiera pues, aferrarme a un pequeño hilo conductor ofrecido por los organizadores y plantear ante ustedes la manera en que esas pequeñas comunidades filosóficas se autoadministraron y se convirtieron, a su modo, en minúsculos objetos políticos.
No resulta sencillo responder a la pregunta, ¿qué es una escuela filosófica en la antigüedad? Ninguno de los referentes modernos se aproxima a ello. Quizá sea conveniente, para intentar una respuesta, diferenciar tres planos, que no son enteramente independientes: el primero relativo al consentimiento intelectual que el individuo otorgaba a determinado cuerpo doctrinal, consentimiento que lo introducía a una “corriente de pensamiento”; el segundo relativo a la forma institucional y al lugar en la pólis que pudieron adquirir las escuelas de filosofía; y uno último referido al vínculo afectivo que unía a los miembros de esas comunidades. Examinemos cada uno de esos planos.
De acuerdo con los testimonios de Diógenes Laercio y Sexto Empírico , la antigüedad parece haber reconocido dos concepciones de lo que era una “escuela de pensamiento”, haíresis, noción que debía estar asociada a una cierta definición de “sistema”, es decir a la existencia de un cuerpo de principios establecido. La primera de esas concepciones define un sistema como “la inclinación a muchos dogmas que tienen conexión entre sí y con los fenómenos”, entendiendo por “dogma” una afirmación en torno a cosas no evidentes. El asentimiento que el individuo otorga a uno o más dogmas implica en esta caso su pertenencia a una escuela de pensamiento. Por ejemplo, debido al asentimiento que otorgan a dogmas organizados en sistemas, los estoicos y los epicúreos constituyen “escuelas”, mientras que el escepticismo filosófico, que carece de dogmas, no tiene un sistema y por tanto la suma de individuos que adoptan una posición escéptica no constituyen una escuela de pensamiento. La segunda concepción, por su parte, define al sistema como “una orientación que obedece a un cierto razonamiento que enseña cómo es posible imaginar correctamente la vida”. Bajo esta nueva definición, que hace énfasis en el “modo de vida” y no en la existencia de dogmas, el escepticismo, que propone como norma general de conducta la suspención del juicio, posee un sistema y sí resulta, desde esta perspectiva, una escuela de pensamiento; los escépticos no poseen una doctrina dogmática, pero tienen un modo de vivir que les es propio.
Ninguna de las concepciones mencionadas por Sexto Empírico y Diógenes Laercio hace referencia a algún tipo de organización institucional; únicamente importa el asentimiento otorgado por un conjunto de hombres educados. Por lo tanto, aunque el término de haíresis puede ser traducido como “escuela de pensamiento”, un significado más próximo al original griego sería “estado de espíritu”, “opinión”, “disposición de carácter”, de manera que aquellos que adherían a una haíresis pertenecían a una corriente de pensamiento y podían ser llamados una “secta”, que es la forma en que el término haíresis fue traducido al latín. Haíresis es entonces un término muy abstracto que indica cierta disposición favorable a ciertos principios generales por la cual el individuo adopta una actitud o manifiesta una elección en cuestiones tales como respetar a los ancestros, a la pólis, o a un aliado político. En el contexto filosófico, haíresis significaba el asentimiento dado a cierto modo de vida, de manera que las razones para adoptar esa disposición podían oscilar entre el simple hecho de estar persuadido de algo, o una decisión largamente reflexionada. Desde este punto de vista, las “escuelas de pensamiento de la antigüedad se dividían entre aquellas que suponían el asentimiento a ciertos dogmas acerca de la realidad organizados de manera sistemática como sucedía con el platonismo, el aristotelismo, el estoicismo y el epicureismo, y aquellas otras “corrientes de opinión” que suponían la adopción de un modo de vida guiado por un razonamiento débilmente organizado en dogmas, como los cínicos, o carente por completo de ellos, como los escépticos. Debido a su carácter abstracto y no institucional, el término de haíresis fue utilizado para indicar en los libros de filosofía el origen de los principios en ellos contenidos o la corriente de pensamiento a la pertenecía el autor.
Si se observa la definición de la escuela filosófica ahora desde la perspectiva institucional se hacen presentes ciertas semejanzas, diferencias e intersecciones. Cuando las escuelas filosóficas empezaron a organizarse como comunidades de enseñanza, ellas fueron reconocidas con los términos scholé y diatribé. Durante un cierto tiempo ambos términos compartieron el significado de “institución educativa”, pero gradualmente el segundo, diatribé, se concentró en la actividad realizada en una clase o en un seminario, hasta adquirir el significado de “sermón”, “conversación” o “discurso” que hoy tiene la “diatriba”: Por su parte, el segundo término, scholé, en su sentido original significaba meramente “ocio”, pero no cualquier forma de pasar el tiempo libre, sino ese segmento en el que el aristócrata griego mostraba la mejor parte de su carácter, desplegaba su mejor disposición, manifestaba el tipo de hombre que quería ser. Aunque originalmente el término scholé indicaba un proyecto aristocrático de vida, paso a paso obtuvo el sentido de “institución educativa”, “actividad de educación”, mientras que en contextos filosóficos, scholázein llegó a significar “estudiar”, normalmente “estudiar bajo la dirección de alguien”. Hacia la época de Cicerón, scholé ya había adquirido un carácter institucional y podía ser usado en el sentido específico de “escuela filosófica”, mientras para Quintiliano el término podía designar diversas instituciones educativas: una escuela filosófica, una escuela retórica o incluso una escuela elemental. Entre las categorías de “escuela de pensamiento”, haíresis, y de “escuela institucional”, scholé, existían desde luego muchos aspectos compartidos: por ejemplo, la pertenencia a una institución no significaba que la doctrina practicada careciera de un “modo de vida” asociado, tal como sucedía entre los epicúreos. Por otra parte, las escuelas de pensamiento organizadas en torno a ciertos dogmas generalmente se concentraban en instituciones, pero podía suceder que algunas de ellas, careciendo de dogmas fijos, realizaran su actividad en ámbitos institucionales, como sucedía con los escépticos en la academia “media” y “nueva”. En sentido inverso, no hay duda de que algunas escuelas institucionales actuaron como sectas y buscaron ejercer su influjo más allá de los recintos escolares reclutando adherentes, convirtiendo a hombres y mujeres, difundiendo los dogmas de la comunidad por todos los rincones del mundo antiguo; en breve, se comportaron como “corrientes de pensamiento” con vocación universal, como sucedía con los estoicos y los epicúreos.
Las escuelas más importantes desde el punto de vista institucional fueron fundadas en Atenas, sin discusión la capital filosófica de la antigüedad. La Academia fue creada por Platón el año de 387 a. C.; el Liceo fue establecido por Aristóteles en el 355 a. C. (aunque se consolidó hasta el año 306 a. C., gracias a Demetrio de Faléreo); Epicuro fundó el Jardín el año 306 a. C., y Zenón estableció el Pórtico en el 301-300 a. C. El carácter institucional de esas escuelas filosóficas es sumamente difícil de establecer. La tesis defendida por el gran filólogo alemán Wilamowitz desde el siglo XIX, y largo tiempo aceptada que hacía de ellas organizaciones religiosas, thíasoi, dedicadas al culto de las musas, resulta hoy sujeta a controversia. Quizá algunos de sus miembros, especialmente en la Academia, realizaban actividades patrocinadas por las Musas, pero ello no las convertía en asociaciones religiosas. Los testamentos conservados de Platón, Aristóteles, Teofrasto, Estratón, Licón y Epicuro regularmente se refieren a las escuelas con los términos scholé y diatribé, que tienen implicaciones puramente seculares y deben ser comprendidos en contextos educativos más que religiosos.
Establecido su carácter secular, es necesario agregar algunas precisiones, la primera de las cuales es que en todos los casos, la creación de las escuelas filosóficas obedeció a iniciativas y fundaciones particulares. Los bienes pertenecientes a la escuela, cuando los hubo, fueron adquiridos con recursos privados, sea de los amigos de Platón , o de la fortuna personal de Epicuro, o bien, si no hubo adquisición de bienes, como en los casos de Aristóteles y Zenón,
las escuelas elegían para instalarse lugares públicos como un gimnasio o el Pórtico Pintado, donde era sencillo reunirse a filosofar. En los testamentos conservados, tanto las propiedades como los libros incluidos son considerados propiedad del jefe de la escuela, quien los distribuye como bienes propios. Teofrasto, por ejemplo, menciona en su testamento un jardín, un pórtico y algunas casas: dichos bienes son cedidos a aquellos que desean compartir la scholé y hacer juntos filosofía, symphilosophein. Las únicas restricciones que Teofrasto establece son: no vender el terreno o las casas, no servirse de ellos para el uso privado, conservarlos para los fines establecidos por el donador, y usarlos en común, como si se tratara de un templo. La transmisión de propiedades no posee un estatuto jurídico particular y está ligada mas bien a la buena voluntad de los receptores. En resumen, las escuelas filosóficas fueron instituciones seculares y no religiosas, pero no fueron instituciones públicas apoyadas financieramente por el estado, sino fundaciones de filósofos individuales inspiradas en un cierto modelo de vida y de virtud. Tampoco poseían un estatuto jurídico otorgado por la ciudad, porque la legislación relativa al derecho de asociación no exigía una categoría particular a las instituciones de enseñanza, lo que coincide con el hecho de que la educación antigua nunca tuvo un carácter público y permaneció siempre unida al tipo de instrucción que resultaba deseable para la joven aristocracia ateniense o romana. Las escuelas de filosofía eran producto de decisiones individuales, toleradas por el hábito y amparadas únicamente por la tradición. En consecuencia, ni ellas, ni los profesores, ni la enseñanza misma recibieron nunca la protección y el respeto del que gozaban las asociaciones vinculadas a la religión o a las instituciones cívicas; se trataba en suma, de una frágil situación que a la postre contribuyó a su extinción.
Sin embargo, el que fuesen iniciativas individuales no impedía que las escuelas filosóficas mantuviesen vínculos importantes con la sociedad ateniense, el más visible de los cuales es que estaban instaladas en lugares públicos. De hecho, los tres gimnasios existentes en Atenas estaban ocupados por comunidades de filósofos: la Academia por los discípulos de Platón, el Liceo por los alumnos de Aristóteles y el Cinocargo por los discípulos de Antístenes, mientras Zenón y sus seguidores se refugiaban en el Pórtico Pintado, situado en una de las esquinas del Ágora. Todos eran lugares cívicos de reunión. El gimnasio público era un edificio a cielo abierto dedicado al entrenamiento físico y espiritual, compuesto de una o más salas independientes equipadas con bancos y asientos, salas que solían estar abiertas hacia una columnata cubierta, localizada bajo un pórtico. Pertenecía a una larga tradición de la pólis, probablemente desde los tiempos arcaicos y mucho antes de la aparición de las escuelas filosóficas ya tenía una larga historia como lugar de enseñanza y de lecturas públicas. Se trataba de un lugar de reunión que, aún antes de las escuelas, tenía una larga tradición como lugar de enseñanza y de lecturas públicas. Los sofistas habían frecuentado los gimnasios para ofrecer sus brillantes ejecuciones públicas, las epideixis mediante las cuales intentaban atraer eventuales discípulos. Sócrates, quien era adversario de los sofistas, también frecuentaba los gimnasios. Es verdad que las voces que resonaban en los gimnasios no eran únicamente de filósofos: pensadores de la naturaleza como Asclepiades o literatos como Zózimo también ofrecían ahí sus audiciones. Sin embargo, el gimnasio mantuvo su reputación de lugar de enseñanza filosófica durante largo tiempo: todavía en el siglo I d. C., cuando Cicerón estudió en Atenas, debió asistir a un gimnasio para escuchar las lecciones del filósofo ecléctico Antíoco de Ascalón. Las escuelas de filosofía eran iniciativas privadas situadas en espacios públicos, por eso una parte de su destino quedó ligado a la suerte del gimnasio: los gimnasios florecieron durante el tiempo en que prevaleció en Grecia el ideal educativo y fue la gradual declinación de este ideal la que trajo consigo la paulatina extinción de ese espacio cívico de instrucción.
Las escuelas filosóficas tenían un segundo aspecto público aún más importante: ellas nacieron de la necesidad de ofrecer educación superior a la juventud ateniense primero, y luego griega. En efecto, hasta la época de los sofistas, no existía en Grecia ninguna formación educativa más allá de la enseñanza básica. Una vez cumplida ésta, la educación de los jóvenes era dejada a la vida de la ciudad, de acuerdo al modelo tradicional. Fueron los sofistas los primeros en encargarse de esa educación superior ofreciendo, a cambio de paga, una serie de habilidades retóricas que de hecho constituía una parte de la formación espiritual, aunque lo hacían de manera itinerante, instalándose temporalmente en cada ciudad. Los sofistas supieron detectar la importancia creciente de la palabra persuasiva como vía de acceso al prestigio y al poder, pero no intentaron dar a ese diagnóstico una forma institucional. La continuación provino de Sócrates quien reaccionó vivamente contra esta tendencia de los sofistas a establecerse en un sitio determinado aunque no fuera permanente: aquél deambulaba por toda la ciudad, pero no abandonó nunca Atenas, no perseguía ávidamente alumnos mediante espectaculares exhibiciones retóricas y no recibía retribución alguna. Aunque el círculo cercano a Sócrates se mantenía unido por intensos lazos espirituales y afectivos, el filósofo no buscó constituir nada semejante a una escuela que poseyera alguna regularidad o alguna estructura como proceso educativo. Fueron sin embargo algunos de sus seguidores quienes realizaron los primeros intentos por crear establecimientos permanentes de enseñanza: Antístenes, quien fue discípulo de Gorgias y también de Sócrates, estableció sus lecciones de forma constante en el gimnasio llamado Cinosargo, y Arístipo de Cirene otro sofista que también fue seguidor de Sócrates fundó una escuela en Atenas convirtiéndose, de acuerdo con Diógenes Laercio “en el primero de los socráticos en exigir un pago por su enseñanza”. A esos intentos por fundar instituciones permanentes de educación pertenece la prestigiosa escuela de retórica y oratoria de Isócrates. Éste también había abandonado los hábitos itinerantes de los sofistas, estableciéndose permanentemente en la ciudad, pero a cambio, lo mismo que hacían los sofistas, se identificó enteramente con su escuela y no tomo ninguna previsión que le diera continuidad más allá de él mismo: la escuela de Isócrates murió con él. Todos estos ensayos tuvieron un futuro limitado pero fueron antecesores de las escuelas institucionales y bastan para mostrar que la Academia de Platón participa de la serie de esfuerzos de la época por establecer instituciones permanentes de educación en Atenas.
Las escuelas filosóficas formaban parte de esa corriente educativa propia de la Atenas del siglo IV a. C. en la que estaban acompañadas por el entrenamiento sofístico y las escuelas de retórica. Poseían, con todo, rasgos distintivos: sus objetivos pedagógicos (que no estaban orientados a enseñar una serie de habilidades prácticas sino a conducir a la virtud), su instalación de manera permanente en un sitio, y finalmente el hecho de que se dotaron de cierta estructura interna que les aseguró continuidad. El elemento más sobresaliente de esta estructura nos interesa aquí particularmente: cada escuela filosófica estaba dirigida por un escolarca, originalmente su fundador. En consecuencia, la elección del escolarca se convirtió en uno de los momentos más representativos de la vida interna de cada escuela, porque aseguraba su continuidad institucional y hacía del designado sucesor en línea directa del filósofo fundador. En algunos caos, como el de la Academia o el Jardín de Epicuro, la identidad de la escuela se afirmó largo tiempo mediante ese procedimiento fundamentalmente simbólico. En la Academia, por ejemplo, la elección de escolarca se perpetuó, probablemente no hasta la clausura de la escuela en la época de Justiniano, sino hasta el año 88 a. C., cuando Filón de Larisa, escolarca en turno y sucesor de Clitómaco, abandonó Atenas huyendo de la guerra de Mitríades para refugiarse en Roma y no volver más. Cierta organización igualitaria permitía a las escuelas utilizar diversos procedimientos en la designación de su director, tales como el voto directo de todos y cada uno de sus miembros. Un caso semejante lo representó la elección de Jenócrates como sucesor de Espeusipo, la cual suscitó un intenso debate al interior de la escuela debido a que Jenócrates era meteco.: la cuestión se resolvió favorablemente a él gracias al voto de los jóvenes de la escuela. eran una prolongación en la educación de la juventud griega, pero no tenían carácter oficial, no otorgaban grados y no ofrecían propiamente una técnica inmediatamente útil para la vida práctica. Conviene preguntarse entonces, ¿qué era entonces lo que aseguraba su cohesión interna? ¿Qué valores aseguraban su permanencia como instituciones voluntarias? Para responder acerquémonos a los pocos datos que poseemos de su organización interna. Probablemente el rasgo más sobresaliente de su estructura es que cada escuela estaba dirigida por un escolarca, comenzando desde luego por el fundador. La elección del escolarca era sin duda uno de los momentos más representativos de la vida de la escuela filosófica, porque aseguraba continuidad a la comunidad, y hacía del designado un sucesor en línea directa del fundador. En algunos casos como la Academia, la identidad de la escuela, (que como se ha visto no poseía un estatuto jurídico particular y que no legaba bienes significativos), se establecía mediante ese acto profundamente simbólico: la elección del escolarca. En la elección de los escolarcas podían utilizarse diversos métodos, por ejemplo, podía ser ejercido el voto colectivo de los miembros de la escuela. Un caso así fue la elección de Jenócrates, como sucesor de Espeusipo a la cabeza de la Academia la cual suscitó un notable debate acerca del estatuto de la escuela, debido a que Jenócrates era meteco. Fue finalmente electo gracias al voto de los jóvenes de la academia.
Pero el voto no era el único procedimiento disponible en las escuelas: el escolarca en turno podía designar a su sucesor en su testamento como lo hizo Estratón el peripatético al designar a Lycon, “porque los demás, o son demasiado mayores o están indispuestos”. La práctica común era , sin embargo, que los miembros de la escuela expresaran su punto de vista, aunque la opinión del escolarca sliente fuese considerada especialmente relevante. El puesto de dirección era vitalicio, pero podía suceder que en caso de incapacidad física, un escolarca se viera en la necesidad de dejar su lugar a otro miembro de la escuela, como le sucedió a Carnéades de Cirene. Naturalmente, la elección de un escolarca tenía el inconveniente de que podía provocar profundas escisiones en la comunidad. El caso más conocido es el Aristóteles quien, después de la designación de Espeusipo, abandonó la Academia para fundar unos años después su propia escuela en Assos, pero no era un caso único y un poco antes Menedemo y Heráclides Póntico habían abandonado la escuela debido a la elección de Jenócrates como escolarca. Ninguna escuela escapó a este fenómeno de deserción y rebeldía por diversos motivos, incluido el apacible Jardín de los epicúreos en el que Timócrates, hermano de Metrodoro no solo abandonó indignado la escuela sino que se libro a una verdadera guerra de difamación contra Epicuro, campaña que se reveló muy dañina a la comunidad.
Si se penetra en la organización interna de las escuelas filosóficas en la antigüedad se encuentra una imagen enteramente distinta de la concepción actual de la educación superior: aquellas no ofrecían grados, ni diplomas, ni reconocimientos, no tenían planes de estudio preestablecidos, ni duración predeterminada y no exigían una edad particular a los alumnos. No se conocen procedimientos de admisión, aunque Pitágoras solía examinar cuidadosamente el aspecto físico de los aspirantes. En principio las escuelas estaban abiertas para todo aquel, hombre o mujer de cualquier edad que deseara filosofar, con la única condición de que el candidato tuviera los medios para proveer a su propia subsistencia durante el tiempo que permaneciera en la institución. A diferencia del hábito impuesto por los sofistas y las escuelas de retórica, las escuelas de filosofía no cobraban ninguna cuota. Para su sostenimiento, ellas eventualmente podían recibir dinero de sus benefactores como sucedía en le jardín de Epicuro o como lo señala Platón en su carta número XIII a propósito de Dionisio, Dión y otros amigos. Las escuelas de filosofía eran pues asociaciones voluntarias. Aunque se encontraban alojadas en espacios públicos, eran asociaciones enteramente privadas cuyo mantenimiento dependía exclusivamente de sus miembros o simpatizantes. Sus condiciones, inasimilables a cualquier concepto moderno de universidad, les permitían en cambio responder a las condiciones cambiantes que exigía la educación de la juventud en la Atenas democrática del siglo IV a. C.
Desde su fundación en el siglo IV a. C. y hasta el siglo I a.C. permanecieron en Atenas cuatro escuelas de filosofía que revestían en mayor o menor grado una forma institucional similar a la anteriormente descrita: académicos, peripatéticos, estoicos y epicúreos. Ellas sufrieron un golpe casi mortal con la ocupación de Atenas por las tropas de Sila el año 87 a. C., lo que provocó transformaciones profundas en la enseñanza de la filosofía. La nueva situación profundizó un fenómeno que se había presentado desde tiempo atrás. Por diversas razones, una serie de filósofos se había visto obligado a emigrar de Atenas a diversos sitios del mundo helénico, fundando pequeñas escuelas donde enseñaban bajo su propia responsabilidad. Así lo hicieron, entre muchos otros, Epicteto, quien se estableció en Nicópolis, Menedemo, quien enseñó en Eetria, su patria, Calvenio Tauro, el esoico Apolonio de Calcedonia, Aidesio de Capadocia, Sosícrates quien se transladó a Pérgamo, Proclo de Naúcratis (profesor de Filostrato en Atenas) y desde luego Plotino, quien en el siglo III d.C. estableció su escuela en Roma. Los casos de Epicteto y particularmente de Plotino muestran que la enseñanza de esas escuelas no era necesariamente de bajo nivel y que en ellas podía producirse investigación a la vez poderosa y original. La dispersión de filósofos no era un movimiento nuevo y algunas escuelas que nos resultan poco conocidas, como la megárica y la eretríaca, ya habían sido fundadas en lugares distantes. Pero esta vez se alteró el mapa geográfico de la filosofía. Por sus dimensiones, estas iniciativas individuales reanimaron el sentido de “corriente de pensamiento” para la educación filosófica. Al lado de las grandes instituciones, estas pequeñas comunidades, mas algunos filósofos que actuaban como pedagogos en las casas de las grandes familias y los filósofos itinerantes, completaron en lo sucesivo el cuadro de la enseñanza de la filosofía en la antigüedad. Obviamente, en estas pequeñas comunidades los estudios no estaban guiados por la búsqueda de una habilidad inmediatamente práctica como la retórica, tampoco estaban animadas por la adquisición de un estatus social para sus participantes y no otorgaban diplomas ni reconocimientos de ninguna clase. Por eso que el principio de cohesión de esas comunidades debe buscarse en otro sitio. Desde esta óptica, esas comunidades minúsculas tienen la ventaja de dejar entrever con mayor nitidez el medio espiritual en el que los filósofos se desenvolvían. Por ejemplo, del relato biográfico ofrecido por Porfirio resulta posible extraer la imagen de Plotino ofreciendo sus lecciones en casa de Gémina, su benefactora, rodeado no solamente de un círculo de intelectuales capaces de comprender sus elaborados análisis filosóficos, sino de toda una comunidad en la que participaban mujeres y niños, todos ellos unidos íntimamente en una búsqueda espiritual común bajo la conducción del filósofo. En esas pequeñas comunidades la enseñanza se desarrollaba en una especie de asociación entre maestro y discípulos basada en hábitos y normas de conducta comunes. En la escuela de Plotino no se llegaba a los extremos de la secta pitagórica, pero según Porfirio existían hábitos colectivos que incluían el vegetarianismo, la reducción del tiempo de sueño, la tendencia a evitar el baño personal y de un modo implícito, el celibato. Los lazos afectivos en estas comunidades no eran distintos a los que habían prevalecido en las escuelas más numerosas, pero quizá eran más intensos. En cambio, su vida institucional, que dependía de la presencia insustituible del maestro era tan frágil, que la escuela de Plotino, lo mismo que había sucedido con la Epicteto, se desintegró inmediatamente después de la muerte de sus fundadores.
Pequeñas o grandes, cualquiera que fuese la talla, al interior de cada una de las escuelas de filosofía reinaba un vínculo que unía a profesores y discípulos y a éstos entre sí: era la amistad, a la que conviene valorar como la relación afectiva esencial que, al lado de su estructura interna, completa el marco espiritual de las comunidades filosóficas. La amistad se destaca de cualquier otra motivación porque los miembros de esas comunidades no estaban impulsados por la adquisición de una téchne útil en la vida; tampoco los movía la obtención de grados o calificaciones para la vida práctica, no los atraía la esperanza de movilidad social o de un mejor nivel de vida y a diferencia del entrenamiento ofrecido por los sofistas o los rétores, las escuelas de filosofía no buscaban formar individuos disponibles para los cargos públicos, sino hombres y mujeres concebidos bajo un cierto modelo de vida. Las escuelas de filosofía eran para una minoría, pero en ellas la adquisición de esa forma de sabiduría tenía como premisa el intenso amor espiritual entre aquellos que debían compartirlo todo, especialmente las ideas. Esas comunidades descansaban en la amistad, ese vínculo afectivo tan importante en el mundo griego que se ha llegado a afirmar que ocupa en las teorías morales de la antigüedad un lugar equivalente al que hoy le concedemos al amor. Y aún en ese contexto las escuelas filosóficas eran excepcionales. Es una exageración, pero no carece de sentido el aforismo de Harnack según el cual “la historia de la filosofía es al mismo tiempo la historia de la amistad” entendiendo, por supuesto, que cada escuela modelaba la amistad de una manera particular.
Hacia la época de Platón y Aristóteles, las escuelas habían ya perdido el carácter hermético de las comunidades pitagóricas, repletas de obligaciones sagradas, juramentos, dietas y secretos, pero habían colocado en su lugar al vínculo propio de la aristocracia griega: la amistad. Para el aspirante a filósofo la elección de una escuela le suponía la decisión de iniciar una profunda conversión espiritual. Suponía, en primer lugar, elegir la amistad de un filósofo, quien a través de sus palabras y su ejemplo actuaría no sólo como un maestro, sino como un compañero de destino, un guía espiritual. En segundo lugar, suponía incorporarse a una comunidad de individuos estrechamente unidos por el afecto a su maestro y por un cierto modo de vida compartido y por la decisión de ajustar todos los aspectos de su conducta individual a los dogmas colectivos. Era la situación que prevalecía en cada una de las escuelas institucionales. En Platón la amistad como fundamento de la escuela filosófica está presente desde la convicción de que le verdadero filosofar solo era posible entre amigos. Es cierto que el propósito declarado de la Academia era formar individuos que, mediante el conocimiento, fuesen aptos para la acción política, pero ese objetivo requería de la amistad puesto que, según el diálogo Alcibiades, la amistad y la concordia son las premisas y no el resultado de la virtud de la justicia. En efecto, si el camino a la verdad era el diálogo, ¿cómo podría tener éxito esa búsqueda si no por el afecto recíproco que unía al discípulo y al maestro? Debía existir una devoción del maestro hacia los alumnos que había elegido, y en reciprocidad, debía existir una fidelidad de los alumnos hacia aquel que los guiaba hacia su florecimiento. En el Liceo existía probablemente una visión más circunstanciada de la amistad, porque en el modelo de enseñanza de Aristóteles se privilegiaba la búsqueda intelectual, y esta podía llevarse a cabo en los textos y en las actividades prácticas, con menor presencia personal del maestro. Pero aún así, en su Ética a Nicómaco, Aristóteles deja claro que la relación adecuada entre los miembros de la scholé es la amistad. Las relaciones existentes en la escuela ofrecían las condiciones en las que, de acuerdo con las éticas a Nicómaco y Eudemo, puede descansar la amistad: el placer, la utilidad y el carácter o respeto por la virtud. Tal fundamento afectivo prevaleció en la historia del Liceo. En su testamento, Teofrasto, el segundo escolarca llama amigos, philoi a los miembros de la comunidad, y prescribe relaciones de amistad y paridad entre ellos “como es conveniente que lo hagan”. Sin embargo, es preciso reconocer que nadie fue tan lejos en la valoración de la amistad como los epicúreos. Con Epicuro, la amistad designa una relación ética y un comportamiento libremente escogido por aquellos que frecuentan el Jardín, hombres y mujeres que se reconocían entre sí como iguales, igualdad que descansaba en su ser individual y en su condición humana que les es común. No es casual que el Jardín pudiera ser llamado “la primera sociedad de amigos de occidente”. Mucho más que las otras escuelas, el Jardín fue una comunidad.
Hemos destacado la importancia de la amistad, porque explorar las motivaciones que impulsaban a esas comunidades de hombres y mujeres es encontrar los fundamentos de sus formas de representación y participación. Son esas motivaciones las que justifican que las escuelas filosóficas constituyan un capítulo específico dentro de las formas de representación del mundo antiguo. Un ejemplo de lo anterior lo constituyen la Academia y el Liceo de Platón y Aristóteles respectivamente. En efecto, detrás de su actividad de enseñanza y de su excepcional valor intelectual y científico, existían motivaciones que los hacen inasimilables a la imagen moderna de un académico. En efecto, ni Platón ni Aristóteles perseguían una carrera universitaria, no deseaban ganar prestigio en el mundo académico a través de sus escritos y no se proponían ni los beneficios económicos, ni los honores, ni los vínculos sociales que son propios de los académicos actuales. Ninguna de esas motivaciones pertenece a su mundo. Ambos eran sencillamente hombres que hacían un uso contemplativo, theorie de esa parte del tiempo libre, scholé, en que los aristócratas griegos proyectaban el sentido que deseaban dar a sus vidas. Sus testamentos muestran que Platón y Aristóteles eran hombres adinerados, capaces de pasar la vida dependiendo únicamente de su propios medios. Es por eso que ni en la Academia, ni en el Liceose recibía pago alguno por parte de los alumnos y por ello mismo, no se veían obligados a realizar los actos de proselitismo a los que habían debido recurrir los sofistas. Ambas instituciones descansaban más bien en un proyecto de “filosofar juntos” que involucraba al maestro y a una serie de discípulos que habían logrado un mayor o menor grado de desarrollo espiritual. Tampoco era inusual que ese círculo de amigos estuviera además ligado por lazos familiares. En efecto, aunque el acceso a esas escuelas no estaba impedido a ningún ciudadano, hombre o mujer, en muchos casos se constatan relaciones de parentesco entre los miembros. Por ejemplo, el sucesor de Platón como escolarca de la Academia fue su sobrino Espeusipo, lo que provocó el disgusto de Aristóteles. En su ya mencionado testamento, Teofrasto menciona a diez personas del Perípatos, todas ellas ligadas a él mismo por antiguas relaciones de amistad, familiares o de parentesco. La composición de ese grupo no es casual. La elección de la vida filosófica era una determinación personal, pero con frecuencia era adoptada y quizá motivada por un medio familiar o de amigos próximos, de modo que la comunidad filosófica parece tomar los rasgos típicos de una familias o de un grupo de familias aristocráticas. A eso se refiere Aristóteles cuando afirma que una de las condiciones de la theoría es justamente la existencia de una comunidad libre de apremios y unida por el afecto mutuo.
Nuevamente, es este carácter afectivo y solidario, la filosofía como “modo de vida” el que permite explicar algunos rasgos, como el igualitarismo o la tolerancia, que caracterizan a la organización interna de las escuelas. La Academia, por ejemplo, parece haber sido una comunidad muy abierta cuya distinción principal se establecía entre los “mayores”, presbyteroi, dedicados a la enseñanza y la investigación, y los “jóvenes”, neaniskoi, cuya categoría era ser más bien estudiantes. Pero la relación entre ellos no tenía el carácter de un adoctrinamiento filosófico, o la transmisión de un conocimiento “oficial” del maestro. Platón mismo no parece haber ocupado el lugar de un líder académico al cual los alumnos deberían a seguir en sus convicciones asimilando su doctrina y sus principios establecidos: “el rol de Platón no parece haber sido el de un rector, o el director de seminario que distribuye temas o premios por los trabajos, sino el de un pensador individual que predominaba justamente por su talento, pero que se encontraba entre hombres que se consideraban valiosos por sí mismos”. Debido a ese carácter no dogmático, para ser miembro de la Academia no era necesario ser platónico, como lo muestra el caso del matemático Eudoxo, y tampoco era necesario otorgar un asentimiento a los principios básicos de la doctrina, como lo muestra el caso de Espeusipo.
Aristóteles actúa en el Liceo de manera similar. Según Aristóteles, aún siendo autosuficiente, el filósofo tiene necesidad de amigos bien escogidos con los cuales dedicarse a la contemplación y a las discusiones intelectuales. El carácter de esa comunidad puede ser apreciado en la colaboración de todos ellos. En efecto, por su naturaleza y por su extensión, las amplias investigaciones empíricas llevadas a cabo en la escuela exigían una cierta forma de colaboración entre el filósofo y sus colegas. A las lecturas realizadas por el mismo Aristóteles ante un público advertido de discípulos, podían seguir una serie de correcciones y añadidos a cargo del maestro, pero también realizados por sus colegas, pues Aristóteles puede haberlos considerado como asociados a los trabajos colectivos del Perípatos. El Liceo debió haber sido un sitio de lectura y discusión comunes, en el que surgían todo tipo de cuestiones entre esos individuos dedicados a la vida teórica. El carácter de los escritos aristotélicos conservados corresponde bastante bien con esta naturaleza de la institución. Sin duda, el talento de Aristóteles lo hacía sobresalir de los demás, y aún le permitía establecer el sentido general de la escuela. Pero el Perípatos parece haber poseído una escuela sin ningún dogmatismo. Teofrasto, el sucesor de Aristóteles, por ejemplo, era considerado un espíritu bastante independiente y es notable que fuera designado escolarca sobre Eudemo quien era considerado el más genuino seguidor del fundador de la escuela. El sudecor de Teofrasto, Estratón de Lampsaco coincidía con Aristóteles en muy pocos puntos. Con toda evidencia, el vínculo que unía a los integrantes del Perípatos no era la ortodoxia.
La Academia y el Liceo eran lugares de realización de la vida teorética y representaban un cierto modo de vivir aristocrático. Las escuelas restantes, la Stoa, el Jardín y la filosofía cínica también significaban la elección de un cierto modo de vida, pero tenían el propósito de ofrecer lecciones diferentes. En primer lugar, se caracterizaron por su afán proselitista, su deseo de alcanzar públicos más amplios. En las escuelas de Zenón y Epicuro eran admitidas personal de orígenes sociales muy variados y la instrucción cínica siempre estuvo dirigida especialmente a los grupos más marginales e iletrados. Conocemos poco de la vida interna de la Stoa, que parece haberse orientado más hacia la dirección espiritual privada que a la vida institucional, pero Diógenes Laercio señala que se podía encontrar a Zenón en el Pórtico rodeado de individuos miserables y andrajosos. Por su parte, debido a las convicciones de Epicuro la comunidad del Jardín estaba compuesta por las clases sociales más heterogéneas, en abierta oposición al jerarquizado mundo antiguo. Esta heterogeneidad no era resentida como un obstáculo y más bien obedecía a tres concepciones defendidas por Epicuro: que era posible iniciarse a la filosofía a cualquier edad, que resultaba posible filosofar en cualquier situación de la vida y que para ello era indiferente el grado de educación que se poseyera. El Jardín se pobló muy pronto con personas del origen más diverso: hombres libres y no libres, de buena cuna y de baja extracción, jóvenes de todas clases, esclavos y prostitutas. Finalmente, la filosofía cínica pretendía ofrecer un atajo a al virtud, un camino más breve que permitía evadir la pesada carga intelectual que era obligatoria para otras escuelas en su camino hacia el Bien. Adoptar una vida filosófica dentro del cinismo parecía al alcance de todos: bastaba renunciar a cualquier atadura y buscar con la fuerza de la voluntad y del cuerpo aquel estado de renuncia e imperturbabilidad que aportaría al individuo la felicidad. Un mismo principio parece unificar a estas escuelas: deseaban poner al alcance de todos, sin importar edad, sexo o condición social los dogmas y los principios de su enseñanza.
La razón de esta semejanza es que entre los principios de estas escuelas se encontraba una norma que aún tardaría siglos en convertirse en regla de convivencia: nos referimos a la esencial igualdad de todos los seres humanos. Los estoicos, por ejemplo, consideraron que por su propia naturaleza, los hombres buscan preservar su propio ser y amarse a sí mismos. Pero este instinto primordial no tiene razón de ser únicamente en el individuo sino que debe extenderse, primero a los próximos, luego a los ancestros y por último a todos los seres humanos en una pólis cósmica en la que también están incluidos los dioses, debido a que comparten con aquellos el ser racionales. Para los estoicos son inexistentes los antiguos mitos de la nobleza de sangre, la superioridad de la raza o la inferioridad de la esclavitud: sólo es noble aquel que por la filosofía es sabio y sólo es inferior aquel que por negligencia es ignorante. Los epicúreos, por su parte, intentaron practicar entre sus adeptos principios radicalmente igualitarios: todos los seres humanos son iguales porque todos aspiran a la paz del espíritu, todos tienen derecho a ello y poseen los medios de alcanzarlo. El lazo que unía a los epicúreos no era ni religioso, ni político y no suponía la pertenencia a una clase social o a un grupo de edad, sino simplemente el reconocimiento del otro como apoyo necesario en la realización de la propia vida plena. Mucho más que las otras escuelas, el Jardín fue una comunidad donde todos, sin distinción, buscaban la felicidad y el placer sin turbaciones y sin miedo bajo la guía de un maestro poseedor de una sabiduría incomparable. Por último, los filósofos cínicos no fundaron comunidad ninguna, pero con su convicción de no tener arraigo en ningún sitio, de carecer de hogar y de patria, acabaron declarándose ciudadanos de todo el mundo, cosmo-polites, anunciando así, aunque fuera de manera negativa la esencial unidad del género humano. Un fragmento escrito por Diógenes de Sínope dice: “mi patria no tiene torre y no tiene techo, sino que en cualquier sitio en el que es posible vivir bien, en cualquier lugar del universo, ahí está mi ciudad, ahí está mi casa”.
Fue la vida filosófica la que mostró en la antigüedad que hay un rasgo que pertenece a todo ser humano, más allá de su condición civil o social y este rasgo distintivo dignifica y hace valiosa la vida y los objetivos de cada uno. Llamaron cosmopolitismo a ese principio universal que hicieron funcionar en sus propias organizaciones y que se convertiría mucho más tarde en el principio de gobernabilidad de las sociedades contemporáneas. En cierto modo, las comunidades filosóficas eran como modelos en miniatura que desafiaban las jerarquías sociales y de género fuertemente implantadas en el mundo antiguo. Lo que las hace reconocibles es que, sea bajo la forma de una vida teorética como en la Academia o el Liceo, sea bajo la guía de ciertos principios universales, las escuelas de filosofía se dieron a sí mismas ciertas formas de organización y representación desde las cuales pudieron proponer un modelo de hombre y un modelo de comunidad.
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Diógenes Laercio relata que Aníceris de Cirene pagó una suma de dinero por Platón cuando éste fue puesto en venta en Egina, luego de su desafortunado viaje a Sicilia. Después del retorno de Platón a Atrenas, Dión y otros discípulos decidieron reembolsar el dinero a Aníceris, que este rehusó recibir. Dión decidió entonces adquirir con esa suma los jardines anexos a la Academia, ofreciéndolos a Platón, en los cuales el filósofo pasó el resto de su vida. Diógenes Laertius; Lifes…, III, 19-20. Según Damasius, Platón mismo habría adquirido esa propiedad por tres piezas de oro. Véase Goulet, R. (ed); Dictionnaire des philosophes antiques, vol. I; p. 784.
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