Dr. Sergio Pérez Cortés
La siguiente afirmación dejará claro el papel que Hegel ha concedido a Dios en su filosofía: “Dios es el único objeto de la filosofía; (la tarea de esta) consiste en ocuparse de Él, en reconocerlo todo en Él, referirlo todo a Él, así como derivar de Él todo lo particular, y en justificarlo todo en la medida en que surge de Él, se mantiene en conexión con Él, vive de su irradiación, y tiene su alma ahí en Él. La filosofía es por tanto teología y ocuparse de ella o más bien en ella es para sí culto divino”. Como puede observarse, Hegel comparte con Herder y con otros contemporáneos suyos la convicción de que el saber de Dios, la religión, es el pináculo de la humanidad. Y sin embargo Hegel afirma igualmente que entre la religión y la filosofía hay una brecha permanente, pues aunque comparten el contenido, son diferentes en la forma. Tan próximas y tan lejanas una a la otra, es esta distancia la que me propongo examinar estableciendo que el contenido que las aproxima –la unidad de lo finito y lo infinito- es a la vez aquello que las separa definitivamente. La religión es representación de lo divino, la filosofía pensamiento del Absoluto, el primero es pensamiento que aún no alcanza la libertad, el segundo pensamiento enteramente libre.
Conviene, en primer lugar, hacer una precisión básica acerca del propósito del filósofo: Hegel –contra lo que sugiere la expresión citada- no se propuso hacer teología en el sentido tradicional, es decir una reflexión acerca de los atributos esenciales de Dios, sino una “filosofía de la religión”, término que contiene a la vez la idea de “conocimiento racional”, y de conocimiento de algo referido no únicamente a Dios, sino a la manera en que este se ve representado en los discursos y las prácticas de los hombres. En tiempos de Hegel la expresión “filosofía de la religión” era relativamente reciente, pues se la encuentra por vez primera hasta el siglo XVIII. Ella indicaba un examen crítico aplicado a la religión pues, de acuerdo a las palabras de Kant en la Critica de la razón Pura, la religión no podía quedar exenta del examen libre de la razón si quería obtener el respecto no meramente simulado de la humanidad. Hegel compartió esa vena ilustrada desde su juventud; entre sus escritos de la época se encuentra la siguiente afirmación: “si la religión y la iglesia enseñan a despreciar la libertad política y civil como si fuera humo en comparación con los bienes celestiales, la filosofía debe criticarlas. Si, por el contrario, la religión es una verdad liberadora, entonces la filosofía explicándola, no se explica sino a sí misma”.
Pero si el término “filosofía de la religión” era reciente, el impulso crítico era mucho más antiguo. De hecho, la filosofía nació de ese modo, como una crítica al mito –e indirectamente a la religión- en la que los filósofos pronto establecieron dos vías: o bien se trató de purificar a la religión de sus ideas falsas (como pretendía hacerlo Jenófanes), o bien se buscó destruirla como una forma de superstición y engaño (tal como quería Critias). Entre estas dos vías, Hegel eligió la primera, tratando de justificar la existencia de la religión, purificándola al punto de llegar a llamar al cristianismo una “religión de la libertad”. Hegel parece haber considerado siempre que la hostilidad que algunas filosofías guardan a la religión descansa en una incomprensión de la verdad esencial que ambas comparten.
Desde el punto de vista fenomenológico, la religión se presenta como un conjunto de creencias, sentimientos, discursos y ritos mediante los cuales los seres humanos pretenden ponerse en contacto con lo divino. Desde esta perspectiva la religión no es una suerte de revelación de una entidad suprasensible, sino una forma de la experiencia humana en la cual los medios utilizados: los símbolos, los signos, las figuras, las alegorías y los rituales buscan evocar alguna trascendencia sin apelar necesariamente a la razón humana. La religión es una meditación de la relación que las comunidades establecen con lo divino, o con aquello que perciben que las trasciende, la naturaleza, por ejemplo. Los seres humanos son seres naturales y finitos que, a través de los medios que les provee la religión, meditan acerca de si esos extremos, naturaleza y espíritu, pueden ser reconciliados. Los símbolos y los signos con los que la religión cuenta consiguen sin duda una representación de lo divino ante la conciencia. La cuestión será saber si esa representación de lo divino conviene a la filosofía. Lo significativo para Hegel por ahora es que la religión es conciencia de lo divino, expresión de lo sagrado en el lenguaje y el discurso humanos, de manera que en ella se tiene como objeto lo Absoluto, pero no meramente bajo la forma de pensamiento, sino también bajo la forma de la manifestación efectiva de ese Absoluto: “la religión –escribe Hegel- es el saber acerca de Dios y saber que Él existe”.
Pero esto es solo una descripción inmediata. Del hecho de que todos los pueblos parecen poseer algún tipo de religión, la filosofía no puede derivar su necesidad. La filosofía debe pues responder a la pregunta ¿qué clase de saber es este saber acerca de Dios? ¿es un saber meramente ilusorio y por tanto deshechable? ¿si lo tiene, cuál es su fundamento? Es para responder a estas preguntas que se requiere de la filosofía de la religión (o, en lenguaje hegeliano, de la búsqueda de aquello que posibilita la experiencia religiosa). En sus Lecciones sobre filosofía de la Religión, Hegel ofrece diversas variantes de respuesta ; entre ellas seguiremos el itinerario fenomenológico de la conciencia para alcanzar ese saber de Dios. De acuerdo con Hegel, para la conciencia el camino hacia el saber incluye: primero, la fe o creencia, luego el sentimiento y en tercer lugar la representación, pero no alcanza su verdadero fundamento sino hasta que se obtiene mediante el pensamiento puro. La religión establece una mediación con lo absoluto al que los hombres acceden mediante la fe, el sentimiento y la representación. Se trata de una mediación –escribe Hegel- porque es una relación entre dos seres diversos, uno de los cuales existe esencialmente en relación a otro. Tenemos pues, por un lado la conciencia humana finita y por el otro, Dios. Ambos son diferentes, pues si fueran una sola cosa no habría mediación sino una referencia inmediata de lo mismo a lo mismo, una unidad carente de diferencia y por tanto carente de mediación. Uno no es lo que es el otro, pero ambos están relacionados y guardan una identidad en la diversidad, identidad que recae en un tercero, un algo diverso a los dos, porque de otro modo no serían diversos. Esto tercero que sirve de mediación es la religión. Para la religión, el yo y Dios están indisolublemente unidos, pero también son diversos; son diferentes pero inseparables; inseparables, sin que ello elimine su diferencia. Ahora podemos decir que, como mediación, la religión le presenta a Dios a la conciencia mediante la fe y el sentimiento, a través de imágenes, símbolos y signos. Supone una actividad del pensamiento, un cierto saber, pero un saber que como mediación mantiene a ambos separados en la unidad.
Como mediación, la religión une dos extremos: la conciencia finita y Dios. Pero ¿por qué tendrían estos que unirse de manera necesaria? ¿basta con la inmediatez para determinar ese saber? Hegel piensa que no. En efecto Dios es lo absolutamente universal, en y para sí, entonces cabe preguntarse ¿qué aspecto de nuestras conciencias es capaz de responder a lo universal y estar a la vez determinado en sí en forma abstracta y concreta? . Es el pensar. Al saber verdadero de Dios se llega mediante el pensamiento: “el animal tiene sentimientos, pero meros sentimientos: el hombre es pensante y solamente el hombre posee religión” . Por eso la religión puede representarse esa relación, pero no puede probar su necesidad. Para fundamentar verdaderamente a la religión es necesario mostrar que su saber es realmente saber de algo, saber de Dios. Sólo que para ello no basta la intuición, sino que se requiere del pensamiento, porque como se ha señalado, sólo el pensamiento es suficientemente universal. De este modo el pensamiento, o mejor la filosofía, que fundamenta lógicamente el saber de Dios, fundamenta en última instancia a la religión, que no es más que la manifestación fenoménica de ese saber.
El problema consiste en mostrar la necesidad lógica de pasar de la conciencia finita, a la conciencia de lo infinito, de lo Absoluto. Hegel enfrenta ese problema en diversas ocasiones, en las Lecciones sobre filosofía de la religión, lo mismo que en la Lógica. De acuerdo con él, para comprender ese tránsito hay que evitar la vía de creer que del cambio permanente de los seres finitos se deriva la infinitud, como lo pensaba Heráclito. El verdadero pasaje consiste en afirmar que “lo verdaderamente Otro de lo finito es lo infinito y que este no es una mera negación de lo finito, sino afirmativamente el ser” . Con frecuencia, las pruebas de la existencia de Dios han buscado probar la existencia del Absoluto derivándola de la existencia de los seres finitos: puesto que lo finito existe, lo infinito, Dios, existe. El razonamiento de Hegel es justo el contrario: lo finito existe ciertamente, pero puesto que es finito no es verdadero en sí mismo sino que, siendo contradictorio en sí, se supera y esta superación intrínseca a lo finito es la afirmación de lo infinito. Tenemos por un lado la existencia de la conciencia finita, pasajera, pero justo porque es transitoria y contiene intrínsecamente su no-ser, entonces no encuentra su fundamento en sí misma, sino en la unidad de su ser y de su Otro, lo infinito. El único sentido del itinerario hegeliano consiste pues en afirmar que lo finito no posee ningún ser verdadero y solamente lo Absoluto, Dios, posee un ser verdadero. Por ello suele llamársele “Prueba ontológica del Absoluto”. Bajo esta concepción, ya no hay relación entre dos, cada uno de los cuales existe por separado, sino un punto de partida, lo finito, que se supera a sí mismo, dando como resultado la afirmación positiva de lo infinito.
En la Lógica, el procedimiento de derivación del fundamento de lo finito es muy similar. Durante la Doctrina de la esencia, en el momento en que examina la categoría de contradicción, la cual introduce la negatividad en el núcleo mismo del ser, Hegel escribe: “la verdad es que se debe a que lo finito está en la oposición contradictoria en sí mismo, porque él no es, que lo Absoluto es”. Esto es lo que hace posible sostener que solo Dios, la totalidad de lo finito y lo infinito, existe verdaderamente. La conciencia humana finita es “ciertamente el punto de partida, pero el espíritu no la deja subsistir. Tal es el desarrollo más preciso de eso que se llama saber acerca de Dios. El saber acerca de Dios consiste precisamente en esa elevación” . Ahora bien, el saber que consiste en disolver esas diferencias supuestas permitiendo la unificación de ambas en una unidad superior se llama filosofía especulativa. Esta significa un punto de vista enteramente distinto al saber representativo, punto de vista que Hegel llama “Razón”. Los que afirman que de Dios la razón no puede asegurar nada, se equivocan: “Dios sólo es asequible en el puro saber especulativo, y sólo es en él y solo es este saber mismo, pues es el espíritu” . Así se muestra que la filosofía y la religión comparten este único contenido –el Absoluto- pero difieren en su forma: mientras la filosofía lo demuestra especulativamente a la razón, la religión lo representa ante la fe y el sentimiento.
Digamos las cosas de manera menos abstracta: el saber de Dios, de lo Absoluto, es lo que resulta necesariamente cuando la conciencia humana finita, reflexionando sobre su propia experiencia, encuentra que no puede fundarse a sí misma y que requiere de un punto de vista más alto, una trama de relaciones que la fundamenta pero que la desborda con mucho, y que acaba insertándola en un proceso interminable del que la conciencia es sólo una parte. Esa totalidad es para Hegel, lo Absoluto, lo infinito, Dios. Respecto a Dios, Hegel no desea probar la existencia de un ser venerable pero idéntico a nosotros, que estaría en las alturas. Esta es una representación apta para espíritus más simples. El desea probar en cambio la necesidad lógica de la existencia de lo Absoluto, necesidad que hace imposible separar a la conciencia humana finita, de Dios. De ello resultan dos cuestiones que deben ser subrayadas: primero, ello aporta la prueba de que para Hegel la religión no es una mera ilusión, una trampa puesta a la credulidad de los hombres, sino el resultado obligatorio de la experiencia de la finitud de la conciencia humana. Segundo, que en la filosofía de Hegel, Dios no es un ropaje metafísico que podría retirarse a voluntad para encontrar debajo al filósofo secular. Hegel creyó que era la misma Lógica la que funda la filosofía de la religión, lo mismo que cualquier otro aspecto del sistema. Es una metafísica ciertamente, pero de la inmanencia, de la presencia de lo infinito en toda experiencia. A Hegel se le acepta o se le rechaza, pero debe hacerse bajo la premisa del pensamiento especulativo, es decir, partiendo de su afirmación de la presencia de la negatividad inherente al ser finito, de su rechazo a la idea de que la conciencia finita puede fundarse a sí misma. En el plano filosófico lo especulativo se presenta como una demostración lógica, pero en el plano fenomenológico la conciencia lo vive como una mediación realizada en la religión. Esta puede entonces afirmar legítimamente que, aún siendo diferentes, la conciencia finita y Dios son inseparables y ninguno puede subsistir sin el otro. Tal mediación implica reciprocidad: no solamente nosotros estamos orientados hacia Dios, sino que también Dios está orientado hacia nosotros; no es solamente el hombre quien está en relación con Dios, sino también Dios quien está en relación con el hombre. La religión no puede otorgarse un fundamento con sus propios medios, pero el pensamiento especulativo, sí puede probar tal fundamento como la unidad necesaria de lo finito y lo infinito. La religión no es otra cosa que la percepción por la fe, la aprehensión bajo la forma de representaciones simbólicas, de ese saber de Dios. Así hemos pasado de la simple presencia de la religión, al concepto de religión: “la religión –escribe Hegel- es la esfera del espíritu en la que el contenido especulativo en general se manifiesta a la conciencia. Ella no es la conciencia de esta o aquella verdad en los objetos particulares, sino de lo absolutamente verdadero en cuanto universal, como aquello que lo abarca todo y fuera de lo cual no hay nada".
La relación de reciprocidad entre lo finito y lo infinito exige un doble movimiento: para la conciencia humana supone una elevación, una universalización –porque “pensar” es lo universal para la conciencia-; para Dios ello significa hacerse patente, presentarse en la existencia. A ese movimiento por el cual lo finito que se universaliza y lo infinito que se manifiesta se encuentran, Hegel lo llama “Espíritu”. Por eso insiste que Dios es espíritu. “Dios es espíritu”, significa que la esencia de Dios no consiste en quedarse en un más allá inalcanzable, sino por el contrario en darse presencia. La esencia de Dios como espíritu consiste en que Él devenga otro y se determine en el mundo real. Dios es una entidad metafísica (es decir diferente a los objetos inmediatos), pero para el pensamiento especulativo es enteramente inmanente a lo finito. Hegel llama a Dios “lo absoluto”, “espíritu absoluto”, “esencia”, “Idea” o “concepto”, expresiones todas que en la Lógica designan grados en el proceso por el cual Dios se auto-determina. De este modo, Hegel establece una relación real entre Dios y el mundo finito. A su juicio, concebir a Dios sin relación con lo finito significa no concebirlo como verdaderamente infinito, porque lo finito -que le sería exterior- sería su límite: “un Dios que no existe es algo finito y no es verdaderamente Dios”. Tomando a Dios por esencia, “si la esencia divina no fuese la esencia del hombre y de la naturaleza, ella sería una esencia de nada”. La esencia de Dios en tanto que espíritu es la actividad de ponerse a sí mismo en la existencia. Para esta metafísica de la inmanencia, Hegel no admite el término de “panteísmo” –porque no está afirmando que Dios se encuentra en este lápiz o en este libro- y considera que más bien debe llamarse “representación de la sustancialidad”. Implica una singular concepción de Dios, ajena a la teología tradicional: un Dios inmutable, imperturbable, como lo era el Dios medieval, no puede agregar nunca nada a su perfección, mientras que por el contrario, el dios hegeliano en su efectuación real alcanza una realización superior de sí mismo. Por eso, para Hegel, Dios no es un ser en reposo. Pero cuando Dios se inserta en una relación real con lo finito debe haber, consecuentemente, una historia de Dios. Y así es. De acuerdo con Hegel, Dios se ha desplegado y se ha convertido en un sistema de la naturaleza, del derecho y de las costumbres, en el sistema de la historia mundial para atraer el espíritu del hombre hacia Él”. Por eso Hegel va tan lejos como afirmar que, sin el mundo, Dios no sería Dios.
Todo está pues en comprender a Dios como concepto, pero este es una de las nociones cruciales de la filosofía especulativa. En efecto, lo primero es abandonar la opinión de que se trata de un ente ideal, de que “el concepto sería algo que solamente nosotros tenemos y formamos en nosotros”. En las Lecciones sobre filosofía de la religión, Hegel señala que “captar el movimiento del concepto como actividad es un desarrollo que pertenece a la Lógica”, pero ofrece una forma de representárselo que permite comprender su significado: en el concepto son inseparables lo subjetivo y lo objetivo. El “yo”, por ejemplo, es el concepto en su realidad subjetiva, pero ningún “yo” se siente satisfecho con esta mera subjetividad: el “yo” es activo, posee eso que denominamos “impulso” y esa actividad consiste en objetivarse, darse realidad y ser ahí. Cierto, el “yo” aislado con sus impulsos es aún una realidad deficiente, “pero es concepto y por ello busca actuar en el mundo, superar lo subjetivo, poner lo objetivo y producir la unidad de ambos”. El concepto consiste en ponerse tanto subjetiva, como objetivamente. Entender a Dios como concepto significa entonces que Él es lo viviente que se media consigo mismo, particularizándose, determinándose, poniendo su finitud, negando esa finitud suya y siendo idéntico consigo en la negación de su finitud. Para el concepto, el ser es solo una de sus determinaciones, la más abstracta puesto que es únicamente inmediatez, referencia a sí mismo: “ser es lo inmediato...e inversamente lo inmediato es ser“. –escribe Hegel-. Ser es una determinación del concepto, pero el ser y el concepto no son idénticos: el ser “es diverso del concepto en cuanto no es el concepto entero...sino solamente esta simplicidad del concepto en sí, la identidad consigo, la mera referencia a sí mismo”. A su vez, el concepto es diverso al ser puesto que es la totalidad de la que el ser es una parte, él es la vuelta hacia sí, reflexión y no la inmediatez: “y esta diversidad es de tal índole que es el concepto el que la supera”. En estas páginas, que involucran una verdadera comprensión especulativa se encierra todo el proyecto hegeliano: lo único verdadero es la actividad incesante e infinita que unifica lo subjetivo y lo objetivo, el ser y el pensamiento, la naturaleza y el espíritu: “por consiguiente, el concepto posee en sí mismo, por un lado, esta determinación pobre y abstracta del ser. Pero en cuanto es diferente de ella – y debe serlo, porque él es viviente- él, en cuanto viviente, consiste en negar lo subjetivo y ponerlo como objetivo”.
De modo que, si se ponen uno al lado del otro el proceso de elevación de la conciencia finita al absoluto y el proceso de manifestación de Dios, entonces se justifica la acusación de que Hegel ha divinizado al hombre y humanizado a Dios. Lo que es seguro es que de ningún modo los confunde: no somos Dios y Dios no es simplemente nosotros; las proposiciones “el hombre es Dios” y “Dios es el hombre” tomadas individualmente son falsas; entre Dios y el yo hay una diferencia insalvable, pero esa diferencia existe dentro de una unidad: “Dios no es un extraño a nosotros pero aún es otro que nosotros siendo, en esencia, uno con nosotros”. Esa es la relación adecuada entre la conciencia y Dios: “Se trata –escribe Hegel- de una unión en la que la diferencia no ha sido extinguida, sino que ha sido más bien superada”.
Pero si la religión tiene el mismo contenido que la filosofía y se encuentra por debajo de esta, ¿podrían los hombres renunciar a ella? Existen diversas razones por las cuales los seres humanos no pueden desprenderse de la religión: una de ellas es que, en algunos períodos, la religión ha precedido a la filosofía al ofrecer una forma de verdad más adecuada; así, el cristianismo primitivo enseñaba la fundamental igualdad de todos los hombres (así fuese una democracia en la vergüenza, pues todos somos hijos del pecado original); luego, porque la religión ofrece lo divino a la imaginación y al sentimiento, y con ello educa a un número mucho mayor de personas que aquellos que pueden acceder al saber de Dios a través de la filosofía; en tercer lugar, porque –de acuerdo con Hegel- la religión ha jugado un papel formativo en la idea secular de la vida comunitaria moderna, sirviendo de algún modo al orden político y moral. Pero hay dos razones adicionales mucho más importantes para justificar la presencia ineludible de la religión: la primera, desde luego, es que sin la religión la humanidad ignoraría –o tendría una pobre percepción- de la existencia del Absoluto, viviría a ras de suelo “como el gusano –dice la Fenomenología- alimentándose de cieno y agua” . Solos con nosotros mismos, sin Dios, no tendríamos la totalidad y la concepción del Absoluto. Pero, aún más significativo, la conciencia no solo ignoraría lo Absoluto sino que en gran medida se ignoraría a sí misma. Para Hegel, la religión no es una experiencia divina sino una experiencia humana y por ello la conciencia religiosa es indispensable en la marcha hacia la autoconciencia del yo. Ella es a la vez conciencia de lo divino y conciencia que, para ser adecuadamente conciencia del yo, debe ser conciencia de lo infinito. Dicho en otros términos: el espíritu humano adecuadamente consciente de sí mismo es a la vez consciente de un objeto que es divino; entonces, el espíritu humano se hace consciente de una dimensión indispensable de su propio yo. Una conciencia que se queda corta en la conciencia del Absoluto, no es una conciencia del yo completa. Quien no puede levantar la mirada a lo infinito y se cree y se sabe nada, nada merece. Es cierto que la subjetividad humana debe ser diferenciada y mantenida en la diferencia, sin perderse en Dios, pero ella también debe ser situada en una transparente unidad con Él: “El espíritu humano no puede ser perfectamente consciente de sí mismo como Espíritu, hasta que es consciente del Espíritu como un todo”.
La importancia crucial de la religión es –de acuerdo con Hegel- que cuando el espíritu humano se conoce a sí mismo y conoce a Dios, entonces la distinción entre el espíritu como objeto de la conciencia y el espíritu como objeto de la autoconciencia se borra. Su conciencia –ante los objetos- y su autoconciencia –ante sus semejantes y ante sí mismo- se igualan. Se ha disipado así la barrera entre fenómeno y noúmeno, entre lo pensado y lo real. La esencia y la existencia están unidas, y la sustancia y la conciencia finita viven juntas. La reconciliación con el Otro es experimentada, no porque el yo haya desaparecido, sino porque el Otro ya no es un extraño. Mediante la elevación de la conciencia finita y la manifestación del Absoluto se puede decir que por fin el Espíritu le habla al Espíritu.
Está claro sin embargo que no cualquier religión, ni cualquier forma de vivir la religión, revela a los hombres lo que es ser espíritu enteramente autoconsciente. Sólo puede lograrlo aquella religión que unifique lo humano y lo divino, en la que lo divino se manifieste a lo humano y vea en esa revelación el sentido más profundo de su mensaje. Según Hegel, el cristianismo es la creencia que permite descubrir mejor esa dignidad que la religión puede aportar al hombre. Si se le retira toda superstición, queda su núcleo racional: Dios ha enviado a Su Hijo entre los hombres y este ha aceptado todo, incluidas las pasiones y la mortalidad. Entre todos los dogmas cristianos, la Encarnación se convierte así en algo excepcionalmente relevante. A su vez el cristianismo se convierte en la religión revelada, en la que se hace manifiesto ese vínculo entre lo finito y lo infinito encarnado por el Hijo de Dios. Por ello Hegel encuentra en Jesucristo la simiente de toda posible reconciliación con lo infinito: Él es el único ser simultáneamente “Absoluto” y “humano”, quien con ello revela al hombre lo más alto de su potencialidad y su dignidad, exhibiendo “el valor infinito del individuo”: “En Jesucristo, Hegel encuentra un Dios que es espíritu autoconsciente y un hombre que es consciente de sí mismo como divino”. La reconciliación existe y Jesucristo la personifica: a la vez uno con la esencia de Dios y humano, autoconciencia infinita y conciencia de su finitud, por eso Hegel escribe en la Fenomenología: “que tiene una madre real (pues es un ser natural) y un padre virtual o en sí (pues su Padre es lo Absoluto)”. Como divino, la relación de Jesucristo con el Padre es metafórica, como humano, su relación con la naturaleza es real como lo prueban los sucesos de Pascua.
Conocer a Dios a través de Jesucristo es conocer al hombre. Nuevamente, no quiere esto decir que Dios y el hombre son lo mismo, sino que el proceso por el cual el hombre adquirió conciencia de su valor universal y el proceso mediante el cual el espíritu se ha hecho manifiesto, son el mismo. “Dios y el hombre no son uno y el mismo ser, pero ellos son uno y el mismo proceso”. La progresión mediante el cual el hombre adquirió conciencia de su libertad, autoconciencia de su valor infinito, y el desarrollo en el que Dios aprendió a manifestarse a lo largo de la historia humana son, desde el punto de vista del espíritu, un único despliegue. Hegel piensa que en el cristianismo lo Absoluto se revela a quien quiera que desee verlo. Lejos del tono violentamente anticristiano de su escritos juveniles, Hegel asegura que: “después de la religión cristiana ya no existe ningún secreto –hay sin duda un misterio, pero no en el sentido de que no se lo sepa”. Es así, porque la esencia de la religión es, como se ha visto, el espíritu, y con su idea de la Encarnación el cristianismo ha convertido ese mismo espíritu en su contenido. Es para Hegel la Religión Absoluta, porque en ella el concepto de religión es el mismo que el contenido de la religión misma.
Es importante sin embargo subrayar que Hegel no considera al cristianismo como una suerte de cumplimiento de un significado que estaría oculto en la historia. El sostiene más bien que solo una religión revelada que hiciera manifiesto a lo divino habría podido satisfacer las necesidades humanas después de la quiebra de la certidumbre representada por la tragedia y la comedia griegas. La satisfacción vacía provocada por la risa en las obras de Aristófanes había abierto un campo de posibilidades para la conciencia humana cuya satisfacción dependía de que lo divino ya no se encontrara en un más allá inaccesible y sin embargo similar en las pasiones al mundo humano (como los dioses paganos). La importancia decisiva del cristianismo es que fue la forma de conciencia adecuada a la experiencia de su tiempo. Por tanto, al reconocer su ascendiente, el filósofo no venera una revelación divina sino reconoce un fragmento de la razón humana.
El cristianismo tuvo como consecuencia elevar la dignidad humana. Hegel estima que con ello debe modificarse no únicamente la concepción, sino también las expresiones con las que habría que referirse a las obras de los hombres. En efecto, toda religión es, de hecho, una meditación hecha por la comunidad de la relación que esta guarda con lo divino. En algunos casos, esta meditación conduce a la aflicción de que lo divino se encuentra en un más allá inalcanzable, produciendo una conciencia desdichada. Pero en otros casos conduce a la reconciliación, a la convicción liberadora de que no hay distanciamiento con lo sagrado. Debido a su concepción de que lo divino es inmanente a la vida finita, Hegel puede legítimamente afirmar que mediante la religión las comunidades reflexionan sobre aquello que fundamenta los valores y las prácticas reales, valores a los que, por esa mediación, otorga rango de sagradas. Es que -piensa Hegel- los seres humanos no simplemente actúan en la vida de todos los días, sino que necesitan algún tipo de justificación y legitimación para su acción. La religión les provee el marco de esa justificación. Ella es una práctica social mediante la cual la comunidad reflexiona acerca de lo que fundamenta lo que considera sus principios básicos, aquello que existe en y para sí, y que por tanto merece el rango de “divino”. La religión ofrece pues un distanciamiento mediante el cual la comunidad puede interrogar a los principios que legitiman la vida humana. Como se ve, es la misma metafísica la que permite una teología racional y una reflexión enteramente laica de la historia de la conciencia humana. La serie de representaciones de lo divino, las formas específicas de religiosidad, se convierten así, sin dificultad, en una historia de la sucesión de las formas de auto-comprensión humana.
En su carácter de mediación entre lo finito y lo infinito, la religión está implícita en cualquier forma de vida. En sus formas primitivas, la religión exigía una completa alienación del hombre respecto a lo divino. Ello muestra que, en primera instancia, una representación de lo divino no tiene por qué ser idéntica a la idea de una comunidad consciente de sí. Pero a medida que la comunidad ha alcanzando una cierta conciencia de sí, ya no pueden subsistir sino aquellas religiones acordes con la dignidad que la conciencia se reconoce. Esto es exactamente lo que sucedió con el advenimiento del cristianismo. En su representación de la Encarnación el cristianismo ofreció, en forma simbólica, la convicción de que lo divino ya no debía ser buscado fuera de la vida y de las prácticas de la comunidad humana misma. Para Hegel, esta representación simbólica está acorde con la convicción moderna del sujeto como de un agente que se auto-determina y que crea todos los significados de su mundo a través de su acción. El cristianismo surgió de y simultáneamente creó, la posibilidad de que los hombres se sintieran representados en aquello que los trasciende. No es que el cristianismo sea el responsable de esa historia de la conciencia, pero tuvo un desarrollo paralelo a la historia efectiva que sin duda –piensa Hegel- contribuyó a ello El cristianismo enuncia que los seres humanos están vinculados a lo infinito, pero este no es otra cosa que el proceso en que ellos mismos se auto-determinan. Sigue siendo cierto que ese Absoluto es más que cada uno de esos seres por separado, pero ya no les resulta extraño ni ajeno. El cristianismo lo hizo tangible en una serie de ritos, símbolos y prácticas en los que la comunidad moderna podía verse reflejada. Él triunfó y subsistió, no como verdad revelada sino porque ofreció un marco simbólico que permitía a la humanidad reconciliarse consigo misma. Según Hegel, la comprensión cristiana es la representación simbólica de la idea conceptual de que el Espíritu se conoce a sí mismo como Espíritu, es decir que mediante la autoconciencia de sí, la comunidad puede examinar de manera distanciada los fundamentos que respeta, otorgándoles una base suficiente de justificación, puesto que los considera divinos.
El reverso exacto de la humanización de Dios es entonces la divinización de la obra humana. Todo ello no proviene de otro fundamento que la convicción de que lo divino y lo humano, lo finito y lo infinito son inseparables. La metafísica de la inmanencia es entonces responsable de una serie de afirmaciones que no han hecho más que provocar el descrédito del filósofo. En efecto, Hegel aplicó en su concepción política y en su terminología esta “divinización” de la autoconciencia humana. Estimó que el Estado, como construcción humana, es lo sagrado en la tierra, no porque reflejara una entidad suprasensible, sino porque lo auténticamente divino es el espíritu humano reflexionando sobre sí mismo y estableciendo las premisas de su acción. Según Hegel, los seres humanos deben considerar “sagrada” esa vida racional y autoconsciente, y le deben reverencia y respeto, pues es su obra colectiva. Pero esta concepción política de sí como lo sagrado únicamente puede surgir cuando se ha llegado a aceptar que la humanidad se fundamenta a sí misma como obra colectiva y que en tal fundamento puede descansar toda legitimación de sus prácticas y de sus creencias. Solo una humanidad consciente de sí puede creer en ella misma, sin ninguna trascendencia: el reino de Dios es de este mundo. Si en Hegel no hay ni rastro de un acuerdo voluntario de los hombres detrás de esta idea del estado, es porque a su juicio sólo una concepción del estado como algo infinito y auto-subsistente en y para sí, puede hacer posible la vida humana moderna como una forma coherente de autoconciencia. Únicamente bajo una concepción similar de lo divino puede la humanidad reconciliarse consigo misma, tanto como fenómeno natural –pues la humanidad vive bajo un sistema de la naturaleza- como en tanto que fenómeno espiritual –la humanidad que se comprende a sí misma en el plano moral y social-. Solo de este modo, con una conciencia “religiosa” si se la quiere llamar así, podrá la humanidad llegar a una reconciliación de la naturaleza y del espíritu.
Y sin embargo, a pesar de su contenido especulativo, la religión –incluso la religión revelada- no supera la forma de la representación, porque está en su misma naturaleza ofrecerse bajo la forma de símbolos, signos, alegorías, figuras y misterios y ritos. Para Hegel, representar algo es tratar de hacerlo pasar a la conciencia de alguna forma intuitiva de manera que pueda ser visto, imaginado o sentido. La religión cuenta historias, ofrece imágenes, objetos y rituales para mediar la reflexión de lo que somos realmente. De hecho, “representar” quiere decir justamente “ocupar el lugar de otro”, reemplazar una presencia mediante signos o índices que la evoquen. De manera que “representación” lleva implícita la idea de separación: un pensamiento representacional expresa, refleja, deja entrever, pero sobre todo deja en su independencia al objeto al que se refiere. La religión dice “Dios es y nosotros somos, también”, pero esa es una unificación insuficiente. Resulta entonces que, a pesar de todo, en la religión subsiste la alienación. Cierto, ella propone una alienación “neutra”, pues la vuelta a Dios incluye reconciliarse con Él, pero no eso excluye la separación y quien dice separación, dice extrañamiento. La religión sigue siendo un laberinto de signos, indicios y metáforas y la conciencia religiosa aún no es libre. De manera que, según Hegel, la fe y el sentimiento nos aproximan de algún modo al absoluto, pero en definitiva terminan impidiéndonos una identificación con él. Esta fue la razón de que la religión no pudiera declarar por si misma la verdad, de que necesitara un fundamento adicional ofrecido por la filosofía. Naturalmente, la conciencia representacional jamás aceptará su ignorancia de lo infinito: afirmará que lo reconoce de diversas maneras, pero de hecho no hace más que invocarlo mediante signos externos sin llegar a pensarlo, porque pensarlo significa dar a la negatividad una presencia indiscutible, aceptando que lo infinito no solo es una suerte de idea normativa, sino una afirmación específica. Y esto es imposible de superar para la metafísica tradicional .
Aquí se encuentra precisamente el punto de separación de la religión con la filosofía. Quiere decir que lo infinito, para ser adecuadamente comprendido por el espíritu humano, requiere trascender la forma de la representación hasta que lo divino sea aprehendido según su concepto. En la religión, el proceso no está completo porque la comunidad unida a Dios no es consciente de que ella se une a sí misma en Dios, y por tanto, la unión en la fe permanece externa. El movimiento por el cual esa forma de alienación, tan tenue como parezca, es superada, solo se alcanza con la filosofía, es decir con un pensamiento verdaderamente libre. Tiene la apariencia de un paso menor y sin embargo, según Hegel ha sido el principal obstáculo para alcanzar el verdadero pensamiento filosófico, obstáculo cuya remoción ha requerido toda la historia humana para realizarse. Tan cerca y tan lejos se encuentra la religión de la filosofía. Volvamos entonces a lo que aportó la filosofía bajo la pregunta: ¿qué es entonces el pensamiento libre?
El pensamiento es una de las facultades del ser humano, al lado de la sensibilidad o los sentimientos, pero se caracteriza por ser la facultad de lo universal, de lo abstracto en general, el medio por el cual el individuo trasciende su finitud. Hegel agrega que el pensamiento es también actividad, una actividad singular porque, orientada hacia un objeto, tiene la capacidad adicional de tomarse a sí misma como objeto. Pensar es entonces una actividad al alcance de todos y cada uno. Es por eso que resulta preciso erradicar ante todo la idea de que “pensamiento libre” significa “pensamiento librado a sí mismo”. “Pensar por sí mismo” no es pensar libremente, porque renunciar a los prejuicios de los demás de ningún modo garantiza que se ha renunciado a los prejuicios propios. Por definición el ser humano piensa y su pensamiento es un índice de su libertad, pero aún tiene que alcanzar la conciencia de lo que esa actividad pensante produce cuando la ejerce en el mundo.
De manera que, para Hegel, “pensar libremente” no significa recluirse en la soledad interior, sino reconocer la necesaria unidad con su Otro. Pensar la unidad con su Otro significa a su vez dos cosas: primero, que mediante el pensamiento el Otro pierde completamente su otredad: al pensar al objeto lo hago mío, puesto que mediante mis categorías me lo he apropiado convirtiéndolo en “objeto pensado”, y enseguida me puesto a mí mismo en él, puesto que esas categorías son las que hacen inteligible su presencia. Pensar es entonces eliminar la otredad. Pero, y esto es el segundo rasgo muy notable en el idealismo de Hegel, significa igualmente reconocer esa otredad como verdaderamente independiente del pensamiento. A diferencia de Berkeley, para quien toda la verdad reside en mí representación de objeto, y a diferencia de Kant, para quien existe un mundo objetivo que sin embargo resulta desconocido, pues lo único conocido son las representaciones organizadas por las estructuras racionales del intelecto, para Hegel existe un mundo objetivo y el conocimiento que de este se tiene es conocimiento de las estructuras esenciales del mundo tal como efectivamente es. Este es el primer sentido del hecho de que el pensamiento es libre cuando es auto-determinado. Un pensamiento no es libre cuando se entrega a sus propias figuraciones, y un pensamiento tampoco es libre cuando depende de la sensibilidad o de la imaginación, porque “dependencia” significa justamente “carencia de autodeterminación”.
La cuestión es de la mayor importancia: un pensamiento solo es libre cuando se sabe a sí mismo en su otro, es decir en el momento en que, reconociendo la existencia de objetos que él mismo no ha puesto, alcanza sin embargo la certeza de que esos objetos han sido enteramente subsumidos, los ha reconstruido en su verdad mediante el pensamiento y la acción, sin dejar ningún rastro inaccesible. Afirmar que el pensamiento es libre en su Otro implica pues dos movimientos inseparables y necesarios: primero, afirmar la verdad del pensamiento requiere que se reconozca la unidad lograda por la reflexión entre el objeto de conocimiento y el objeto real; pero luego, asegurar la objetividad de ese pensamiento requiere que también sea mantenida la distinción entre ambos, entre el ser objetivo y el pensamiento de ese ser. En Hegel pues, la naturaleza es, Dios es y el pensamiento es, pero afirma que ni el pensamiento es, ni el ser es, cada uno en su independencia, sino que cada uno es libre mediante su Otro, en la unión de la diferencia y la identidad que sustenta a cada uno de ellos. Por tanto, la solución de Hegel a los problemas de la metafísica consiste en afirmar que ni las cosas son como el pensamiento, ni el pensamiento es como las cosas: lo único verdadero es el encuentro del ser objetivo con el pensamiento y la incesante conversión de ambos: de esos seres reales en objetos pensados, en conocimiento del ser, conocimiento que, a la vez que transforma al pensamiento, permite toda apropiación teórica y práctica del mundo.
Pensamiento libre significa pues vivir con el Otro (naturaleza o Dios) como en casa consigo mismo. Se comprende por qué para Hegel, el saber de Dios no es una mera representación subjetiva. A ese conocimiento no le convienen las categorías de “representación”, “reproducción”, “imagen” o “copia”, porque todas ellas suponen un algo exterior que ha quedado intacto. En la Razón, por el contrario, la unidad con Dios ha sido enteramente explicitada ante el pensamiento.
Pero enunciada de este modo, la unidad en la diferencia entre ser y pensamiento es únicamente una tesis metafísica más. Tiene un contenido, pero aún carece de forma. Ella sólo puede justificarse si ofrece la demostración de que su despliegue a través de todos los momentos en que se manifiesta obedece a un impulso propio, a una necesidad interna. Como se ha dicho, el pensamiento sólo es libre si es auto-determinado, pero determinarse significa darse existencia efectiva en la historia, para luego comprender que ese aprendizaje es la obtención de su completa conciencia de sí. Es decir, que para probar su libertad, el pensamiento, o la razón, tiene que mostrar que ha alcanzado conciencia de su propia libertad en el proceso auto-crítico de su propio desarrollo, en su propia progresión que no debe nada a un ente ajeno. Por eso la razón humana tiene una historia y Dios, como fragmento de la razón humana también tiene una historia. El pensamiento no nació libre: se ha ganado esa libertad en la serie de figuras que ha adoptado y en la crítica que ha debido hacer de sus propias figuras pasadas. No basta pues con afirmar que el pensamiento es libre: es preciso probar cómo conquistó esa libertad, por qué el pensamiento es como es, es decir la forma misma del despliegue del pensamiento que condujo a la razón. Se ha reconocido, sin duda, la trama que narran la Fenomenología del Espíritu y las Lecciones de historia de la filosofía. Quiere decir que aunque pensar es una facultad individual, alcanzar la razón tal como hoy existe ha sido una obra colectiva, una obra en la sustancia común, porque el pensamiento es la verdadera universalización del individuo. El “pensamiento libre” es pues correlativo a la gradual adquisición de la libertad humana. Por eso es que el pensamiento libre, aunque anunciado por el cristianismo, es una adquisición de la modernidad, pues ese saber no podía aparecer sino hasta que el espíritu alcanzara un cierto grado de desarrollo. Un pensamiento es realmente libre –o auto-determinado- cuando está plenamente consciente de que ha transformado totalmente al Otro en el momento de subsumirlo, y cuando es plenamente consciente de que es él mismo quien expresa su necesidad interna en su desarrollo y en sus transformaciones.
Completa transmutación que significa el paso de la “representación” al conocimiento, del sentimiento al concepto, de la religión a la filosofía de la religión. La religión posee el mismo contenido especulativo, pero a modo de un estado de conciencia, es decir que los dos extremos de lo finito y lo infinito cuya unidad es representada mediante signos, siguen poseyendo cada uno, una plenitud concreta. Los momentos que se presentan en la religión no pueden ser otros que el momento del pensamiento –en tanto que universalidad activa- y la realidad en tanto que conciencia inmediata particular. Una se representa en la otra mediante símbolos, alegorías e imágenes. Y mientras la conciencia siga pensado únicamente desde su finitud, no importa que contorsiones realice, vivirá enajenada de su Otro. Pero en la filosofía, esos dos momentos opuestos se desvanecen por obra de la reconciliación del pensamiento, hasta alcanzar la Idea, pues ambos son pensamiento. La filosofía es la reconciliación absoluta de ambos, pensada enteramente, y por ello la verdadera libertad: “La filosofía especulativa es la conciencia de la Idea, pero la Idea es la verdad en el pensamiento, no en la simple intuición en cuanto representación. Lo verdadero en el ámbito del pensamiento consiste más precisamente en algo concreto el que es puesto como escindido en sí y ciertamente de forma que las dos partes son en ella determinaciones opuestas del pensamiento y la Idea ha de ser concebida como la unidad de ambas”. La religión es un cierto saber de Dios; la filosofía el verdadero conocimiento de Dios. En la religión, Dios se revela sólo para ocultarse inmediatamente entre los símbolos; en la filosofía Dios se hace transparente a la Razón. Tiene que ser en la transparencia de la Razón, porque lo infinito únicamente se revela a lo infinito. En breve, para Hegel la crítica a la religión no conduce a desterrarla de la vida humana, sino a localizarla en la experiencia y a comprender su presencia necesaria. Pero la crítica filosófica tampoco induce a entregarse a la religión, porque hay un punto de vista más alto que comprende que, tanto el yo como el saber de Dios pertenecen a un movimiento incesante e infinito del que ambos forman parte. Entonces, ni Dios ni el hombre estarán solos, sino que compartirán el mismo destino. Entonces se habrá acabado el dualismo y la reconciliación de la forma –la historia humana- y del contenido –la unidad del ser y del pensamiento, de la naturaleza y del espíritu- serán completas. Esta es la verdadera verdad que le está reservada a la filosofía.
Las obras de Hegel en lengua alemana son citadas de acuerdo con la edición Werke in Zwanzig Bänden a cargo de Eva Moldenhauer y Markus Michel, Suhrkamp Verlag, Farnkfurt am Main, 1972. Las referencias aparecen de la siguiente manera: W., número de volumen, número de página.
Las obras de Hegel en traducción son citadas de acuerdo a las siguientes ediciones:
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Hegel, G.W.F.; Lecciones sobre Filosofía de la Religión, traducción de Ricardo Ferrara, Alianza Editorial, Madrid, 1984.
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Noviembre del año 2007
Es posible, por ejemplo, partir del concepto de Dios, de su universalidad divina. Una vez asumido ese fundamento absoluto se pasa a través del juicio (es decir de la autodiferenciación del Absoluto) a la diferencia. La postulación de Otro, la conciencia, partiendo del absoluto crea la diferencia, porque la conciencia no es parte de lo Uno. Aparece entonces una diversidad entre la conciencia y Dios, diferencia que es la religión. Por este camino Hegel se propone mostrar que tal diferencia, la religión no es sino auto-diferenciación de lo Absoluto, una manifestación de Dios.
En el primer sentido la proposición del silogismo se enuncia así. El ser de lo finito es el ser del Absoluto; pero en el segundo sentido ella se enuncia así: el no-ser de lo finito es el ser de lo Absoluto”. Hegel, G.W.F.; Lógica. Doctrina de la esencia, vol. II, p. 87. (w. 6, p. 80).
Esta es la demostración de lo Absoluto, de su necesidad, lo que ofrece la Fenomenología del Espítiru.
Por eso Hegel sostiene que “la base de la religión es lo racional y más aún, lo especulativo”. El concepto de religión, p. 191.
En la Fenomenología, después del fracaso de la conciencia finita aparece la autoconciencia, la conciencia intersubjetiva para hacer justicia a la universalidad de la objetividad. Pero entonces aparece una nueva disparidad porque la autoconciencia que se universaliza ya no tiene enfrente más que unos objetos formalmente universales. Por ello requiere de un objeto concretamente universal, un objeto absoluto, un objeto divino.
“Si en el inicio el espíritu como tal está en la forma de la conciencia y en el segundo momento en la forma de la autoconciencia, en el tercer momento el espíritu está representado en la forma de la unidad de ambos... y puesto que el espíritu está representado de la manera en que es en y por sí mismo, entonces esta es la religión de la revelación”. Fenomenología del Espíritu, cit. en Lauer, Q: op. cit., 263.
Hegel, G.W.F.; Lecciones sobre filosofía de la religión, p. 263. “”Los misterios tienen por naturaleza un contenido especulativo, secreto indudablemente, para el entendimiento pero no para la Razón; lejos de ello, son precisamente lo racional, en el sentido de lo especulativo”. Hegel, G.W.F.; Lecciones sobre la historia de la filosofía, p. 78. (w. 18, p. 100).
En la Fenomenología, la conciencia religiosa tiene una historia, como cualquier otra “figura de la conciencia”. Aunque para Hegel todo inicia con la épica griega, es en la tragedia griega donde se plantea la problemática relación del hombre con lo divino: los sujetos actúan movidos por lo que son, sólo para que su acción lo lleve a la ruina a través de un destino que parece preestablecido. La respuesta a esta situación trágica de la condición humana fue el escepticismo de la comedia griega, es decir la actitud distanciada e irónica que no encuentra ninguna razón que sustente lo que los hombres dicen ser en sus roles tradicionales. Tras la máscara del cómico se adivina la incertidumbre y la actitud distanciada del individuo reflexivo que no cree en lo que vive y busca un nuevo fundamento para su acción. Se había creado una forma de alienación, un distanciamiento de las normas que no podía ser resuelto sino por una nueva concepción de lo divino. Esta fue la matriz que posibilitó el aparición del cristianismo.
“Dios es y nosotros somos también; he ahí la mala unificación, la unificación sintética, la comparación hecha arbitrariamente. Cada uno de esos lados es tan sustancial como el otro. Tal es el proceder de la Representación. Dios es glorioso y está en las alturas –y las cosas finitas tienen un ser, del mismo modo que Él. Ahora bien. La razón no podría permanecer en tal también, en tal indiferencia”. Hegel, citado en Lebrun, G.; La patience du concept, p. 74.
“Ajustarse a su propia convicción es, ciertamente, más que rendirse a la autoridad, pero el trocar una opinión basada en la autoridad por una opinión basada en el propio convencimiento no quiere decir necesariamente que cambie su contenido y que el error deje su puesto a la verdad”. Hegel, G. W.F.; Fenomenología del Espíritu, p. 54. (w. 3, p. 73).
“Cuando pienso un objeto lo transformo en pensamiento y le quito lo sensible, lo convierto en algo que es esencial e inmediatamente mío. En efecto, sólo en el pensamiento estoy conmigo mismo, solo el concebir es la penetración del objeto, que ya no está más frente a mí y al que le he quitado lo propio, lo que tenía opuesto a mí...” Hegel, G.W.F.; Principios de la Filosofía del Derecho, § 4, anexo (w. 7, p. 47).
“La filosofía piensa y llega así a comprender lo que la religión se representa como objeto de la conciencia, ya sea como obra de la fantasía, ya como existencia histórica. En la conciencia religiosa, la forma de conocimiento del objeto corresponde a la representación, es decir encierra una parte más o menos sensible. En filosofía, jamás recurriremos a la expresión de que Dios ha engendrado un Hijo (criterio tomado de la filosofía de la naturaleza); reconocemos en ella, sin embargo, el pensamiento, lo sustancial de esta relación”. Hegel, G.W.F.; Lecciones sobre historia de la filosofía, volumen I, p. 75. (w. 18, 97).