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Patología social y los riesgos de la democracia


Tratando de responder a la cuestión que aquí nos convoca: ¿qué problemas ha traído consigo la crisis a la filosofía política? he venido a parar en la situación de mi país: México. Como sucede con frecuencia en América Latina las lecciones que uno puede extraer de nuestra situación son pesimistas. Es quizá porque en países periféricos como los nuestros los conflictos de las sociedades contemporáneas se muestran más intensos. En efecto, mi país atraviesa por un período de violencia que parecía haber quedado atrás, violencia a la vez extendida y extrema. Sus causas se encuentran en parte en las crisis económicas que desde mediados de los años 1990 han dejado una cauda de desempleo y un crecimiento económico menor, es decir la imposibilidad para muchos jóvenes de integrarse al mercado de trabajo. Pero a ello se agrega un nuevo elemento con el aumento incesante de la producción y el tráfico de drogas con destino al mercado consumidor más grande del mundo que es nuestro vecino limítrofe. Desde luego, este problema puede ser visto desde la perspectiva de la criminalidad pura y simple y por tanto dejarlo en manos de la nota roja en los diarios y a la estrategia policíaca. Pero yo quisiera explorarlo como un tema de filosofía política y social. Después de todo, las adicciones a las drogas y la delincuencia asociada son concepciones equivocadas de la vida buena, pero susceptibles de recibir un tratamiento categorial. Para ello he elegido la categoría de “patología social” que es quizá, en la literatura actual, el mejor candidato. Quisiera pues que  el texto que presento sea considerado como la prueba de una categoría de la filosofía ante un importante problema social –y luego un problema político-.


Unos pocos datos permitirán establecer el marco general: el año anterior, 2009, se registraron en mi país un poco más de 8 000 homicidios vinculados al tráfico de drogas. Las proyecciones para el año actual prevén que nos acerquemos a los 10 000 homicidios por la misma causa. La ciudad más peligrosa del mundo está en mi país: se trata de Ciudad Juárez, una ciudad limítrofe en la frontera con Estados Unidos. Con un poco menos de 2 000 homicidios el año 2009 y una población de 1 000 000 de habitantes, Ciudad Juárez alcanza la escalofriante proporción de 194 homicidios por cada 100 000 habitantes, el doble que la ciudad que le sigue en peligrosidad en América Latina: Caracas y 750 veces más que cualquier otra ciudad de mi país. Este índice terrible es también indicativo de que esta violencia está concentrada en ciertas regiones y ciertas ciudades del país. Es notable que a pesar de ello en su conjunto el país tenga un índice de homicidios mayor que los otros países de Norteamérica, pero menor que la gran mayoría de los países de América del Sur.


¿Esta violencia inaudita es una “patología social”? La categoría de “patología social” ha sido propuesta para desplazar la atención de la filosofía, de las infracciones de los principios de justicia en las que suele concentrarse, hacia aquellos trastornos que comparten, con las enfermedades psíquicas, la propiedad de limitar o deformar las posibilidades de vida que se presuponen “normales” o “sanas”. Con la categoría de “patología social” se intenta definir un estado en el que ciertas perturbaciones en la psique del individuo son consecuencia de situaciones sociales perturbadas; ella pone así en relación una idea de normatividad social con ciertas perturbaciones en el proyecto de autorealización del individuo.


En el panorama de la filosofía política actual, la categoría de “patología social” es por sí misma interesante. Ella introduce en la reflexión la idea de “desviación”, de “anomalía” es decir en aquellos tropiezos y fracasos de las condiciones sociales y normativas que posibilitan a los individuos una vida mejor, plena o atinada. La “patología social” señala la transgresión, los bordes de dicha vida. Mediante ella, la crítica filosófica no se agota en indicar la falta de respeto a los principios normativos que deben gobernar  las interacciones sociales, sino que dicha crítica debe incluir un cuestionamiento general al sentido mismo de esas interacciones. La patología trae consigo una reflexión no sobre la vida buena sino sobre la vida dañada.


En segundo lugar, la categoría de “patología social” ha sido propuesta –sobre todo por Axel Honneth- para dotar a la filosofía social de un mayor contenido “sociológico”. Al introducir elementos sociológicos, ella permite mostrar la trama que une ciertos fracasos  en los proyectos de vida racional con otros fracasos en la interacción social. Veamos pues los diferentes aspectos que tienen el consumo, la producción y el tráfico de drogas, intentando colocarlos dentro de esta concepción de “patología social”.


Iniciemos por el consumo individual, que parece ser el gran impulsor del proceso. ¿Hasta qué punto este consumidor ejerce y arriesga su autonomía en el momento de ingresar a las adicciones? (Una precisión importante: bajo el término “adicciones” se encuentra un territorio muy amplio y complejo en el que participan el alcohol y el tabaco entre muchos otros; pero yo deseo referirme particularmente al consumo y la adicción a los opiáceos (cocaína y heroína) y a las llamadas “drogas de diseño”, que son la parte medular del tráfico de mi país). Conviene tener presente que el término de autonomía tiene diferentes niveles de significación. En un primer sentido “moral”, “autonomía” significa una cierta relación que el individuo guarda consigo mismo y con sus impulsos. Un individuo es autónomo si puede establecer una elección razonada de sus impulsos y de sus fines, es decir si logra una determinación racional de la ley que rige su propia acción. En este primer sentido moral, el consumo de drogas es potencialmente una amenaza y la adicción es una antítesis de la autonomía. Es importante distinguir entre consumo y adicción porque la experiencia de millones de consumidores es que el consumo temporal no afecta radicalmente la relación general que el individuo guarda consigo mismo y con sus impulsos. Adicción, por el contrario, quiere decir justamente que el individuo no logra distanciarse ni física, ni emocionalmente de esa necesidad y no puede proponerse un orden distinto para sus impulsos.


En un segundo sentido, esta vez no “moral” sino “personal”, la autonomía significa “ausencia de coacciones externas”. En este segundo sentido se busca precisar el derecho a la autodeterminación del individuo, a su capacidad de tomar decisiones sin sufrir la presión de elementos heterónomos, sean estos físicos o psíquicos: “significa ser uno mismo su propia persona, dirigido por consideraciones, deseos, condiciones y características que no le son expuestos desde el exterior”. El consumo ocasional o experimental de drogas no significa para muchos una falta de autonomía personal; por el contrario, cuando el consumo se convierte en adicción la autonomía personal queda cancelada pues “dependencia” significa justamente incapacidad de escapar, sea a sus propios impulsos, sea de la droga.


En un tercer sentido, “autonomía” quiere decir que el individuo es capaz de presentar de manera éticamente reflexionada la totalidad de su vida. En efecto, la vida moral no se resuelve en una serie de actos sucesivos e independientes entre sí, sino que se expresa en la continuidad de una conducta mediante la cual cada acto se vincula al acto precedente y a los actos posteriores, en una interacción permanente. Puesto que en las sociedades modernas no hay ya una única referencia significativa, la idea de “agente moral autónomo” no cae tampoco en un apego puntual a una norma, sino que tiene que desplazarse a la idea de poder presentar su vida como un nexo coherente de tal modo que las diversas partes aparezcan como expresión de una postura reflexionada de una y la misma persona. Nuevamente, el consumo de drogas es una amenaza potencial, sólo potencial porque para muchos es una simple anomalía, una experiencia más que no llega a desvirtuar una conducta racionalmente reflexionada. Por esta razón, las campañas preventivas suelen tener relativamente poca eficacia: mucha gente sabe que el consumo ocasional es sólo una exploración más en la vida. Por el contrario, la adicción concluye con este sentido de autonomía porque arrebata al individuo una línea de conducta y no es en adelante un acto que pueda integrarse en la vida toda como un proyecto racional.


Las adicciones presentan el aspecto paradójico de que el individuo adopta algo que lo destruye. Es preciso pues preguntarse en qué punto se hace vulnerable a sí mismo.  Y es sencillo responder: se trata del punto en que se debilitan las premisas de su competencia, es decir de su pensamiento racional, de su capacidad de auto-control, y de su auto-entendimiento. Las adicciones vulneran la capacidad de decisión que es el núcleo de la noción de autonomía.


En efecto, una parte esencial de nuestra concepción de autonomía descansa en la idea de “racionalidad” y ésta a su vez enlazada a la capacidad de elección y decisión orientada a determinar un curso de acción. Es un rasgo característico del individuo de la modernidad y sólo de él porque vivimos en una sociedad en la que existe la obligación generalizada de elegir. Como resultado de la disolución de los lazos tradicionales, el proceso de individuación se realiza en una economía de mercado, lo que implica que toda acción de consumir está orientada por decisiones propias. En un mundo de productores y consumidores independientes la elección es obligatoria y generalizada. Cada uno debe asumir todo el alcance de la elección que está obligado a hacer. El ideal de autonomía entendida como “facultad de elección” proviene justamente de la obligación moderna de elegir. Ahora bien, es justamente a propósito de este individuo del consumo que puede sostenerse que la “elección racional” es limitada, frágil, vulnerable, aún en los casos en los que no existen perversiones heterónomas: “Tres décadas de investigación en economía de la conducta y psicología cognitiva han dejado claro que, especialmente en aquellos casos en los que existen numerosas opciones, nuestra racionalidad es limitada, nuestro autocontrol es pobre y nuestras predicciones respecto a aquello que podría hacernos felices son continuamente equivocadas”. La imagen de una autodirección racional del sujeto que decide es menos fuerte de lo que normalmente se dice en la teoría. Existe actualmente una creciente concientización de los límites de la racionalidad humana: “no somos ocasionalmente irracionales, sino predeciblemente irracionales”. Las adicciones no son más que un caso extremo, porque su adopción es autodestructiva, pero no tiene una diferencia de naturaleza con otras adicciones como el consumo de tabaco, de alcohol o simplemente al consumismo. En breve, la acción racional entendida como simple capacidad de elección es vulnerable.


La competencia en la elección es vulnerable y puesto que en ella descansa la noción de autonomía, la autonomía es vulnerable. Es en este sentido que puede hablarse de “patología social”. La teoría crítica siempre ha buscado diagnosticar como patología la participación que tiene la gente en las condiciones de su propia opresión. Las adicciones son justamente son ese tipo de acciones que, tomadas por el individuo, representan potencialmente un fracaso en la elección de un plan racional de vida. ¿Cómo explicar entonces esa elección ruinosa? ¿Se trata de un mal funcionamiento de la razón? El aspecto de paradoja de la razón se reduce si se muestra que tales elecciones no son imputables a ninguna falta de la racionalidad sino que son motivadas y obedecen a cierta racionalidad. ¿Puede ponerse en contacto ese fracaso en el plan racional de vida con el contexto social, heterónomo, en el que tal elección se realiza?
No es difícil asociar el incremento de las adicciones con el desarrollo de las sociedades capitalistas modernas. Desde luego el tema es gigantesco, no solo por la diversidad de adicciones posible sino porque hay muchos itinerarios que conducen al consumo y que pueden derivar en adicción, pero parece plausible afirmar que algunos de ellos son más característicos. Como marco general conviene tener presente que el consumo de drogas está asociado a una suerte de medicalización generalizada de la vida del individuo moderno que se desarrolló a lo largo del siglo pasado. El consumo de productos químicos ha elevado notablemente la duración de la vida, pero se ha convertido en una premisa absoluta de la vida moderna: “hoy en día –escribió un médico inglés- hay algo en la constitución del hombre y de la mujer británicos que les dice que no pueden ser saludables si no toman jarabes y consumen pastillas”. El consumo de drogas legales se ha convertido en una parte de la vida cotidiana, de eso que Auden ya en 1930 llamaba “la edad de la angustia”. Pero desde luego se requieren factores más específicos para esas adicciones, cada uno de los cuales tiene su fundamento en algún proceso propio de nuestras sociedades. Mencionaré brevemente tres de ellos:


Primero, la marginalidad. En países como el mío, ella es una de las grandes causas del aumento de las adicciones. Estas reclutan sus tropas entre aquellos que Marx llamaba “el ejército industrial de reserva”, es decir esas masas excedentarias de individuos que lo mismo son incluidos temporalmente  que rechazados de la producción, pero que siempre estarán ahí, con sus efectos disuasivos para los trabajadores enrolados. Rechazados, infravalorados, alienados, sus adicciones son de las más lastimosas y, puesto que en sus actos cabe suponer alguna clase de elección autónoma, esta sirve para justificar su  desprecio. Los conocemos sobre todo gracias a la sociología y la antropología: son el material de la “antropología de la pobreza” y de la llamada “economía política del sufrimiento”.


En segundo lugar el aumento en las adicciones se explica por una serie de transformaciones socio-culturales que se han acelerado en la segunda mitad del siglo pasado. En efecto, en las sociedades centrales y en parte en las nuestras el aumento en el ingreso, lo mismo que una mayor disposición de tiempo libre han impulsado en ciertos grupos una concepción de la existencia más “experimental” y romántica, más basada en la búsqueda de la autenticidad, de la exaltación de experiencias inéditas e irrepetibles, pero en un mundo cada vez más previsible e institucionalizado. Las adicciones están asociadas a esta cultura del ocio y del hedonismo. Los consumidores de “drogas recreativas” por ejemplo, son ciudadanos comunes y corrientes, con empleos convencionales. Para este grupo, las llamadas “drogas para bailar” (de las cuales el “éxtasis” es el caso más patente) se han convertido en un accesorio del ocio con la misma función que cualquier otra mercancía que permita definir un estilo de vida. La decisión de cualquier joven en Estados Unidos no es si desea o no tener acceso a las drogas sino simplemente de elegir entre la variedad que ofrece un mercado rebosante y bien surtido, aunque ilegal. Así se explica que la encuesta de 2001 reflejara que en los casos de Estados Unidos e Inglaterra, hacia el final de la adolescencia, entre un 50 y un 60% de la población hubiese probado al menos una vez drogas ilícitas, y hasta un 25 % fuese consumidor ocasional o regular. Las adicciones son parte ya de esta cultura y para un amplio grupo social ellas no son una amenaza real sino un campo experimental.


En tercer lugar, las adicciones pueden ser asociadas a las enormes transformaciones que el proceso de trabajo ha sufrido en el capitalismo reciente, a la subsumsión completa del trabajo bajo el capital. Es en este dominio donde se localizan una gran parte de la “patologías sociales” a las que se refiere la literatura filosófica actual. El gradual retiro del estado de bienestar, la debilidad de las organizaciones de trabajadores, el capitalismo basado en rendimiento ha provocado la existencia de un tipo de trabajador cada vez con menos arraigo, con lazos de pertenecía más tenues tanto a su empresa como a su propia clase. Puesto que el vínculo entre su suerte personal y su futuro no depende de él, sino de las formas de acumulación, la conexión entre su esfuerzo y sus logros se le manifiesta siempre accidental, fortuita, contingente. En consecuencia este tipo de trabajador suele percibir sus éxitos y sus fracasos más como resultado de su propia acción que como consecuencia del medio laboral en el que vive. La autorealización, que es la principal motivación que lo une a ese proyecto de vida propuesto por el capital se convierte en la causa de su permanente incertidumbre (Boltanski). La inestabilidad emocional y las depresiones recurrentes de este trabajador cada vez más “libre”, son su manifestación patológica. Es lo que Ehrenberg ha llamado “la fatiga de ser uno mismo” que se encuentra en el elevado consumo de antidepresivos y de toda una gama de drogas legales. El descontento y el escepticismo del adicto están pues asociados al surgimiento de nuevas formas de triunfar y de fracasar.


La cuestión del vínculo entre ciertas formas de interacción social y la elección individual parece trivial si no fuese porque se dirige en sentido contrario a la concepción convencional de la autonomía, que incluso prevalece en las políticas públicas. En efecto, desde su origen, la autonomía ha sido entendida de un modo enteramente individualista. Desde el primer momento surgió la ilusión objetiva y luego la implicación normativa de que la autonomía y la libertad personal son favorecidas en la medida en que los aparatos institucionales del estado adoptan una actitud de neutralidad respecto a las decisiones individuales y la búsqueda de objetivos personales. Entre menor sea la intromisión en las acciones del individuo, mayor será la habilidad de cada uno para realizar sus propias preferencias en la elección de un plan racional de vida. Llevar al extremo esta “libertad negativa” conduce a una idealización equivocada del individuo como autosuficiente y autofundamentado. Pero las adicciones muestran que dicha elección es profundamente vulnerable. En el plano más general, ello debe conducir a adoptar políticas públicas que reduzcan la vulnerabilidad de la autonomía del individuo. En un plano más filosófico, ello significa que la autonomía es una capacidad que requiere estar situado en ciertas relaciones que la preservan, las cuales permiten al individuo una auto-percepción de sí, como ser autónomo. O bien, dicho en términos más abstractos, la autonomía es una cierta relación de sí a sí mediada por el contexto social.


Ahora bien, si la categoría de “patología social” tiene el mérito de llamar la atención sobre los trastornos sociales y psíquicos que entorpecen la realización de la vida buena, las adicciones muestran que, tal como aparece en la literatura actual, ese categoría tiene dos inconvenientes: a) La categoría de “patología social” no puede existir sino a condición de admitir un parámetro, una norma de la razón respecto a la cual se establece justamente la “desviación”. Sólo es válido examinar las patologías sociales cuando podemos relacionarlas con una idea formal de la vida buena. Sin embargo, cuando se examina esa idea formal de vida buena se encuentra la convicción de que en nuestros días la razón práctica ha establecido ya una “serie de parámetros y condiciones aceptables y racionales” que sin embargo no se realizan debido a los efectos perturbadores de algunos procesos capitalistas. El capitalismo es visto fundamentalmente como un obstáculo en la realización plena de una forma de racionalidad práctica que históricamente ha sido ya devenida posible. Y es en tanto que obstáculo que se le critica. Una teoría es crítica –señala Honneth- si resalta la relación entre “patología social” y déficit de racionalidad: “la carga explosiva de la patología consiste en hacer patente el vínculo que esa desviación tiene con las exigencias de la razón desarrollada históricamente”.


Concebida de este modo, la categoría de “patología social” no permite comprender el mecanismo que se encuentra detrás de las motivaciones que conducen a la adicción. Si los argumentos presentados previamente son correctos, la patología de la razón adicta proviene de la misma matriz en que descansa el ideal de autonomía. Las adicciones no son la negación de autonomía individual sino la manifestación llevada al extremo de una forma de vida “auténtica” y ”experimental”, o como un remedio a las formas de individuación y de sufrimiento impuestas por las relaciones sociales modernas. Sin duda la adicción es una patología pero surge en las mismas condiciones objetivas y en el mismo movimiento en que se plantean los fines de autenticidad dl individuo. Dicho en términos más generales, las relaciones capitalistas de producción no son un obstáculo que impiden la realización de un ideal de racionalidad devenido posible; por el contrario, esas relaciones son la completa realización del ideal de autonomía que se proponen, pero es este ideal el que conduce al individuo considerado genuinamente autónomo y al adicto dependiente. Es cierta idea de libertad la que conduce a las patologías de la libertad. No se comprende el aumento de las adicciones si se lo reduce a una “pérdida de sentido” o a una insuficiente apropiación de la razón ya objetivamente posible. Para comprender las patologías de la adicción parece indispensable por el contrario examinar las clases de racionalidad que estas relaciones hacen posible y sus formas de sufrimiento correspondientes.


En segundo lugar, la categoría de “patología social” entendida como desviación o déficit de racionalidad tiene el inconveniente de convertir en problemas morales, lo que son verdaderos problemas sociales. En efecto, la patología social es reconocible –señala Honneth- por el reclamo hecho por un individuo –o un grupo- para restablecer las formas de reconocimiento y las condiciones sociales que permiten una subjetividad y un agencia no distorsionadas. Tienen carácter moral porque tales reclamos son hechos desde la perspectiva de la autorealización personal y por ende, se concentran en categorías como “alienación” o “pérdida de identidad”. Concebida de este modo, a pesar de su interés, la categoría de “patología social” refleja a su modo una creciente despolitización de sus problemas por parte de la filosofía, una forma de moralización de los problemas políticos y sociales.


Ya se ha visto que la facultad de elección no es un problema puramente personal, sino intersubjetivo. Pero quizá esta dimensión social se perciba más claramente si nos desplazamos a la otra cara  de las adicciones: a la producción y la distribución de drogas. Es un rostro particularmente poco agraciado porque aquí el sufrimiento de unos se convierte en la ilegalidad y la criminalidad de otros, la zozobra de unos se trasmuta en la atrocidad de otros. Aunque el problema es muy complejo (y no adopto ante él ninguna actitud de especialista) quizá convenga reflexionar acerca de dos categorías de interés para la filosofía social: el ilegalismo y la violencia.
Veamos el ilegalismo. La categoría de ilegalismo es importante porque permite reflexionar, para una sociedad dada, acerca de los bordes de lo permitido y lo prohibido, de quién trasgrede la ley y en qué momento lo hace. Cada momento histórico produce el ilegalismo que le es propio y con ello señala dónde se encuentra la riqueza que justifica la trasgresión y cuál es la jerarquía que establece entre las diversas violaciones a la ley, desde las más intolerables hasta las que no reciben un juicio tan severo. El criminal está pues más cerca de nuestra sociedad de lo que esta gusta de admitir. En nuestro caso, las adicciones nos permiten asistir a un ilegalismo de la modernidad. Desde luego la producción y la distribución de drogas son tan viejas como la humanidad, pero la forma que han adquirido en nuestros días las tiñe de condiciones nuevas. Es un fenómeno relativamente reciente, un producto del siglo XX que obedece a factores muy complejos. Uno de ellos es la medicalización generalizada a la que nos hemos referido previamente. La investigación farmacológica ha provocado una considerable expansión en el mercado de las drogas: es notable el número de drogas de diseño cuyo origen remonta a la industria farmacéutica y que en su momento ingresaron como fármacos legales, hasta que se convierten en sustancias prohibidas. Esta expansión de la oferta de drogas y su forma de distribución ha multiplicado a su vez las ocasiones del delito y ha hecho caer del otro lado de la ley a muchos individuos que en otras condiciones no habrían pasado al campo de la criminalidad especializada.


Si cada sociedad tiene su ilegalismo propio, cada ilegalismo a su vez crea su propia forma de anti-sociedad. En nuestro caso, la aparición de bandas muy extensas, pero estrictamente jerarquizadas, como una suerte de ejércitos clandestinos, ofrece una imagen difícilmente asimilable al bandidismo tradicional. Son organizaciones verticales en las que el poder de decisión se encuentra concentrado en unos pocos individuos dedicados a la criminalidad pura y simple. Pero a medida que se desciende en la escala, tal ilegalismo cambia de rostro y en sus eslabones más modestos las cosas se tornan más ambiguas. Sus trasgresiones están vinculadas a otras formas de patología social, hasta convertirse en algo que podría llamarse “bandidismo popular”. Campesinos arruinados, jóvenes sin instrucción, desempleados crónicos, mujeres sin oportunidad de ingreso al mercado de trabajo y recientemente jóvenes atados al tráfico mediante el expediente de convertirlos en adictos ellos mismos. Todo ello es bien conocido pero quizá podemos retirar tres cuestiones que resultan de interés para la filosofía social:


Primero, cada uno de estos individuos del más alto al más bajo de la cadena, cruza la barrera de la ley por diversos motivos. Lo importante a señalar es que en los estratos más bajos la relación con la ley no se resuelve con un sencillo “si” o “no” al respetarla sino que involucra una serie de determinaciones adicionales que incluyen desde la simple supervivencia hasta el autorespeto. Es porque para grandes grupos de individuos de nuestras sociedades la relación que guardan con la ley se ha vuelto problemática y obliga al individuo a una particular elaboración de sí para convertirse en agente moral. Es esta relación problemática con la ley, que requiere una mayor sensibilidad hacia la vida moral, la que reaparece constantemente en la elaboración de políticas públicas contra las adicciones.


Segundo, diversos trabajos han mostrado que las motivaciones, sobre todo las de los traficantes al menudeo son exactamente las mismas que aquellas que conducen al capitalismo moderno. Ellos actúan por ejemplo en busca del auto-respeto que la sociedad les niega. En un libro importante del antropólogo Philippe Bourgois que lleva como título justamente “En busca del respeto”, un pequeño traficante habla de este modo: “se supone que luchemos y lleguemos  a ser alguien en la vida. Uno tiene que lograr algo en la vida para llegar a alguna parte…para los pobres la lucha es más dura, pero no imposible…sólo más dura”. Comparte con muchos ciudadanos la ilusión de que su suerte personal depende de él mismo y de ningún modo la atribuye a las relaciones sociales en las que se desenvuelve y como la cuestión descansa en el hombre o la mujer que se hace a sí mismo, superando las adversidades de origen, se ha creado en este bandidismo popular una admiración muy extendida hacia los jefes mayores, en los cuales ellos encuentran su modelo de conducta, su sentido de identidad y sus aspiraciones futuras. Si se me permite parafrasear a Hegel: como conciencia el consumidor fracasa en la relación consigo mismo y por tanto fracasa en la relación con los demás; como conciencia, el traficante fracasa en la relación con los demás y en consecuencia fracasa en la relación con la ley que debía darse a sí mismo.


Un tercer rasgo característico de este ilegalismo es que no se dirige –o al menos no lo hace primeramente- contra la propiedad capitalista. En efecto, el bandidismo más generalizado en el capitalismo de los siglos XIX y XX atentaba contra las formas capitalistas de riqueza y propiedad y sus poseedores. Por el contrario este ilegalismo descansa más bien en la zozobra, el riesgo latente de perder un cierto modo de vida y la “fatiga de ser uno mismo” y todo esto atraviesa a todas las clases sociales. El bandidismo contra la riqueza y la propiedad tenían al menos la coartada de que eran formas de rebelión contra la injusticia. Este delincuente de nuestros días en cambio se rebela contra todos, ricos y pobres (y a estos últimos con frecuencia los somete de manera más degradante). Tal delincuencia no tiene ningún objetivo ni social ni político, sino que explota el hedonismo y la angustia generalizada y por tanto, su criminalidad no suscita ninguna simpatía, ninguna solidaridad de clase. Cada época posee un bandidismo propio; la nuestra ha producido una criminalidad sin ninguna clase de heroísmo.


En breve, he tratado de mostrar, mediante esta patología social, el entrelazamiento y al interdependencia que hace que la angustia de unos se torne en la criminalidad de otros. Ni totalmente autónomo, no totalmente heterónomo, las acciones de cada individuo implican una relación de sí a sí, lo mismo que una relación de sí a la norma y una relación con los otros en donde a fin de cuentas se manifiesta su agencia moral. Un agente moral- y en eso Hegel lleva razón- lo es porque desde su propósito y su intención hasta las consecuencias de sus actos implican un grado de responsabilidad. La acción humana es una, desde el momento en que el individuo establece una relación consigo mismo y sus impulsos, hasta que su acción entra en un mundo intersubjetivo en el que, cualesquiera que sean sus motivaciones, sus actos están vinculados a la vida de otros. Este hecho, que sin embargo suele pasar desapercibido por los participantes de las adicciones por la distancia social que los separa, estalla a plena luz cuando hace su aparición la violencia.


Con irrupción de la violencia se cierra el lazo la violencia que une la multitud de acciones y elecciones individuales, remotas, solitarias y ocultas del adicto, que se convierten en escenarios públicos de atrocidad. En mi país tales acciones violentas adquieren las expresiones más brutales en actos que ya no son homicidios sino monstruosidades. Las barreras de autocontención erigidas en la historia por el proceso civilizatorio saltan en pedazos. Para que el amplio proceso que ha conducido a los individuos de las sociedades modernas a niveles cada vez más altos de autocontención en la expresión abierta de sus emociones se vea reducido a nada, tienen que existir profundas motivaciones también inherentes a la sociedad. Tampoco la violencia existe en estado salvaje, sino que adopta  las formas que una sociedad le permite. La violencia también está más cerca de la sociedad de lo que esta gusta en reconocer.


Primero, a pesar de un cierto nivel se autocontención, existen en nuestras sociedades grupos específicos, subculturas en las que persisten valores y prácticas profundamente discriminatorias y formas de desprecio muy marcadas. En mi país, por ejemplo, subsisten amplios grupos sociales en los que la violencia  a la mujer, la xenofobia y el culto a la masculinidad siguen vigentes. Las organizaciones de traficantes se nutren de esos grupos pero en cierto modo reproducen y amplifican esas formas de desprecio. Organizaciones así, en las que la ley de identidad es la violencia y el reconocimiento mutuo y el ascenso jerárquico dependen de la violencia, provocan que cualquier impulso moral de autocontención se debilite pues el individuo deja de asumir como suya la responsabilidad de lo que hace a los demás. Una vez ingresado a estas organizaciones ya no es moralmente autónomo e inhibidas las restricciones relativas a la violencia, emplea métodos cada vez más atroces contra otros que en muchos casos no les representan amenazas reales directas. Si la autonomía significa “acción elegida en ausencia de restricciones externas”, aquí nuevamente la autonomía se encuentra vulnerada.


Segundo, cuando la violencia llega al asesinato concurren diversas patologías de nuestras sociedades. Tiene que existir, por ejemplo, una profunda indiferencia respecto del otro pues de otro modo no se puede explicar que se realicen ejecuciones tan brutales con gestos tan displicentes. También tiene que existir un amplio margen de desprecio al otro pues de otro modo no se explica cómo pueden cometerse tantas atrocidades contra los cuerpos de algunas de sus víctimas. Finalmente, existe una infravaloración de la vida: de la vida propia y de la vida en general para poder arrebatarla y arriesgarla con tanta facilidad. Esta deshumanización del otro tiene grandes costos para su propia idea de autonomía: el delincuente sabe que su vida dedicada a la violencia es contingente, accidental, y que no está en sus manos, que puede serle arrebatada en un instante y por ello se entrega a las prácticas más supersticiosas que puede ofrecerle la religión.


En cierto modo, la existencia de esos grupos armados nos ha devuelto a la definición básica del estado como portador del “monopolio del uso legítimo de la violencia”. Un largo proceso que arrebató las armas de las manos de ciudadanos individuales ha vuelto atrás. Con estos grupos armados, el tráfico ilegal se ha incrementado notablemente, agravado por el hecho de que en los Estados Unidos se considera inviolable el derecho del ciudadano a tener acceso a las armas. De modo que nuestro vecino pone los consumidores y las armas y nosotros ponemos la violencia, la inhumanidad y los muertos. Lo importante ed que de este modo, la categoría de “patología social” adquiere ahora una connotación no solo social sino política en sentido estricto de obstáculo a la vida pública. Porque el fracaso en controlar esta violencia amenaza la legitimidad del estado en su sentido básico de garante de la paz social; hace tambalear la convicción de que la democracia es el mejor régimen de gobierno y la mejor salida es el respeto al estado de derecho, pues reclama más bien diversos grados de autoritarismo; finalmente, provoca un deterioro irreversible en las instituciones las cuales, por corrupción o por ineficiencia no son capaces de combatir efectivamente el delito. La sociedad mexicana expresa su hastío pues ya hay voces que reclaman o bien una despenalización de las drogas y por tanto la comercialización de su tráfico, o bien una suerte de tregua con el crimen.


Las sociedades modernas son formas de interdependencia sin compartimentos estancos en los que los sufrimientos solitarios de unos se convierten en sufrimientos públicos de otros. Pero en sociedades como las nuestras el individuo tiende a no ver sino dominios muy limitados de su acción. Además, una serie de factores que participan en esta relación tienden a ocultarla: la aparición del dinero, las desigualdades sociales, la distancia física y moral. Por momentos parecen dos mundos: el del consumidor de drogas que no percibe las consecuencias lejanas de sus elecciones íntimas; el del traficante quien obsesionado por el fetichismo del dinero minimiza el dolor que produce. Aunque no lo perciban, ambos son vulnerables en su acción racional. Pero es preciso tener una mirada más distanciada para encontrar la matriz común del sufrimiento mutuo, único camino para encontrar una solución a un problema característico de nuestro tiempo. Es esto último en lo que, a mi juicio, puede contribuir la filosofía.