Dr. Sergio Pérez Cortés
Octubre del año 2007
La voz viva ha sido un medio de expresión permanente de la filosofía, desde su origen. Pero no siempre ha recibido la misma valoración. En nuestros días, por ejemplo, la palabra pronunciada ya no ocupa un papel preponderante debido a que ha establecido firmemente la convicción de que la filosofía ha de ser producida, transmitida y enseñada mediante el libro que se escribe y se lee en silencio. Cierto, la voz viva aparece en conferencias, cursos y en diversas reuniones académicas como la presente, pero aun entonces adopta con frecuencia el papel de exégeta de los textos escritos. La autoridad del filósofo descansa en sus escritos, no ya en sus palabras.
No podía ser de otra manera porque durante siglos hemos estado inmersos en la cultura del escrito y esta ha acabado por imponerse con al fuerza de las cosas cotidianas. Las páginas no siempre fueron silenciosas y durante mucho tiempo requirieron la animación de la palabra pronunciada, pero a fin de cuentas la naturaleza del texto terminó por acallar la voz. Hace ya largo tiempo que la investigación filosófica ha adquirido un fuerte carácter textual. Dicho carácter se manifiesta de diversas maneras, empezando por nuestros lugares mismos de trabajo: sitios repletos de libros, obras de referencia y cuadernos de notas; refugios íntimos, apartados, personales en los que el sigilo refleja el placer del lector y el escritor solitarios ante su página muda. Ese mismo carácter se encuentra igualmente en los textos mismos: la filosofía publicada normalmente posee un largo dispositivo bibliográfico, un sistema de referencias y citas en los que se devuelve a otros la paternidad de sus palabras, se señalan las deudas intelectuales adquiridas y acaba uno por insertarse en un entramado interminable de signos escritos que lo legitiman y lo justifican. El libro ya no habla tanto de su autor como de muchos otros libros.
Son pocos los filósofos que se atreven a desafiar ese dispositivo textual y por el contrario, la gran mayoría nos esforzamos por mostrar esas virtudes librescas lo mejor posible. Resulta posible tal desafío confiándose únicamente a las palabras pronunciadas, pero esta elección es considerada una excentricidad y el término mismo de “ágrafo” que designa al que lo intenta, tiene un tinte de anomalía. No deseo sugerir desde luego, que la disciplina carece de magníficos oradores, pero la gloria de estos es efímera y limitada, como el medio retórico elegido. Se puede, sin duda, escribir la historia de cómo hemos llegado a este punto. Es por eso que he elegido desplazarme en el tiempo a fin de examinar un momento en que las cosas eran de otro modo: hacia la filosofía antigua, en la cual la palabra viva colaboraba al menos tanto como el escrito en la producción y difusión del saber filosófico. A semejanza de lo que ocurrió en toda la cultura occidental en la filosofía hubo un tránsito desde la sociedad tradicional, basada en la palabra pronunciada y escuchada, hasta la implantación de la palabra escrita y del texto autónomo. Este pasaje requirió siglos de transformaciones en las convicciones humanas. No hay duda de que en occidente la filosofía nació con el corazón animado por le texto, pero debió remover a los antiguos inquilinos, la voz y la memoria, proceso que duró muchos siglos.
El punto de partida es considerar que la civilización grecolatina no fue una civilización que se apoyara en la escritura en el sentido moderno del término. En general se tiende a pesar, erróneamente, que Atenas y Roma en el período clásico debieron ser, a semejanza de las sociedades modernas, ciudades prácticamente alfabetizadas. La situación estaba lejos de ser esa. Desde luego, en el mundo antiguo la presencia de la escritura era una constante a partir del 750 a. C. con la invención del alfabeto griego, y a partir de ese momento no había ningún obstáculo para que todos, los filósofos incluidos, pudiesen expresar mediante signos visibles sus pensamientos. Pero el hormigueo siempre creciente de textos escritos coexistía con el enorme prestigio de la palabra viva, de la memoria y de la retórica; entonces, la palabra pronunciada se hallaba encaramada en la cima de la vida civilizada, mientras que la escritura era aún considerada como un medio subsidiario. Aquel intelectual que recurría a la voz viva estaba inmediatamente recubierto de esa tradición verbal que era la depositaria desde siglos atrás de todos los valores socialmente significativos. A ello debe agregarse que en esas sociedades la alfabetización se encontraba reservada para una minoría aristócrata que, sin importar qué tan extensa fuera, seguía siendo una minoría. Para la inmensa mayoría, la educación reposaba en el oído, no en la vista. De tal coexistencia proviene un entramado particular entre la voz, la memoria y la página escrita, un mundo capaz de ofrecer su propio mundo simbólico y suscitar entre los filósofos afectos, emociones y comportamientos en los que se realizaban por completo los valores de la vida intelectual. A los ojos de los antiguos, ese proceso sonoro, audible y vibrante no cedía en nada al valor de la escritura.
Son muy numerosos los índices de esta colaboración que se extendió por siglos. En el espacio que me corresponde me referiré únicamente a tres de ellos: las diversas relaciones que los filósofos antiguos mantuvieron con la escritura, a la preservación de las notas de curso y finalmente al lugar que ocupa la anécdota en la filosofía antigua. Será, así lo espero, suficiente para producir una imagen de ese mundo espiritual y simbólico tan lejano al nuestro.
Los filósofos antiguos y la escritura. Es bien conocido que un cierto número de filósofos antiguos no consideró necesario dejar nada por escrito. Este es el caso, entre muchos otros de Pitágoras, Sócrates, Menedemo, Pirrón, Arcecilao, Carnéades, Ammonio Sacca, Musonio Rufo, Epicteto, Estilpón, Filipo y muchos otros más cuyo nombre se ha perdido. Las razones de cada uno podían ser diferentes, pero en la mayoría de los casos evitar la escritura estaba en relación directa con el significado que ellos otorgan a la actividad filosófica: algunos como Musonio Rufo o Epicteto no escribieron porque para ellos la filosofía debía tener una orientación terapéutica y práctica, y su objetivo se alcanzaba y se agotaba en la transformación espiritual del auditorio que tenían frente a sí. Otros filósofos asociaban su elección a ciertas cuestiones epistemológicas. Un caso así es el de Crátilo, discípulo de Heráclito y maestro de Platón (quién le dedicó un diálogo que lleva su nombre). Acentuando la movilidad perpetua preconizada por Heráclito, Crátilo no solo no escribió, sino que llegó a pensar que era imposible decir algo verdadero, porque en el momento mismo de ser enunciado, el objeto del discurso ya se habría convertido en otro; en consecuencia, creyó innecesario pensar nada, lo que lo llevó al silencio pues la misma verbalización resultaba inútil, limitándose a señalar con su dedo índice y aun entonces permanecía insatisfecho. Un caso similar es el de Menedemo, fundador de la escuela eretríaca, un antiguo compañero de Sócrates, interesado más en problemas lógicos de la predicación y negación que en cuestiones morales de quien se nos informa que “no ha escrito nada por miedo a atarse a sí mismo”. Una razón cercana se encuentra detrás de la decisión de evitar la escritura por parte de los escépticos: Pirrón, luego Arcesilao, Carnéades (estos últimos los más famosos escépticos de la academia “media” y “nueva”) y Menedemo (de quien sólo poseemos un breve resumen de sus Discursos Pirronianos, preservado en la obra de Potius, académico bizantino del siglo IX). Escribir es una forma usual de exponer una doctrina, pero los filósofos que predicaban el escepticismo no deseaban defender doctrina alguna. Esto es notable sobre todo en Arcesilao y Carnéades porque ambos, yendo más lejos que Sócrates, habían declarado de manera explícita que eran incapaces de afirmar incluso que no sabían nada. Ni Arcesilao ni Carnéades llegaron tan lejos como Pirrón en su escepticismo radical y ambos se esforzaron por hacer viable un modo de vida escéptico, pero aún así, la escritura no resultaba indispensable para el ejercicio de la filosofía. Con todos ellos sucedió, sin embargo, que la ausencia de escritura provocó que su verdadero pensamiento quedara recubierto tras un velo de incertidumbre. El filósofo que no escribe se convierte para la posteridad en una figura literaria, un acertijo de textos cuya imagen queda dibujada por los trazos de otros, como en el célebre caso de Sócrates.
Además de los que no escribieron, existió un segundo grupo de filósofos que hizo uso muy limitado de la escritura como Aristón de Quíos, o bien que decidieron empezar a escribir en etapas ya muy avanzadas de su vida, como le sucedió Plotino. Así, en la introducción de su tratado Contra Plotino y Gentiliano Amelio, Sobre el Fin citado por Porfirio, Longino distingue, en la sociedad filosófica de su tiempo, algunos filósofos que han dejado escritos en obras sin importancia “las cuales se han conservado, pienso yo, contra la voluntad de sus autores, pues no creo que hubieran accedido darse a conocer a la posteridad por tales libros, quienes habían renunciado a atesorar su propio pensamiento en escritos más serios”. Por su parte, Plotino se decidió a escribir muy tardíamente, a los cincuenta años de edad, unos diez años después de su llegada a Roma. Aparentemente la razón de su actitud reside en el hecho de que había establecido un pacto con Herenio y Orígenes para no divulgar las enseñanzas de Amonio, el maestro neoplatónico común de todos ellos. Es plausible que tal pacto obedeciera a la concepción esotérica de la filosofía, que un neoplatónico como Amonio les había transmitido. Aparentemente, Orígenes había sido el primero en romper tal pacto, pero debió divulgar esas enseñanzas verbalmente porque Longino lo coloca entre los filósofos que no escriben “exceptuando –dice Longino- dos obritas sin interés”.
Finalmente un tercer grupo de filósofos antiguos fueron escritores tenaces, como Epicuro, quien con sus trescientos volúmenes llegó a ser considerado el más fecundo de los polígrafos. Esta obra impresionante debió expresarse en géneros literarios muy diversos, aunque sólo han llegado hasta nosotros tres cartas contenidas en el libro X de Diógenes Laercio, una colección de unas ochenta exhortaciones (algunas de las cuales no pertenecen a Epicuro sino a sus discípulos, como Metrodoro), contenidas en la antología llamada Gnomonologio Vaticano, y fragmentos de diecisiete de los treinta y cinco libros que componían su gran tratado Sobre la naturaleza, que se han rescatado entre los papiros calcinados de Herculaneum. Quizás Epicuro solo era igualado por Crísipo, el estoico quien, según el testimonio de una vieja sirvienta se obligaba a escribir 500 versículos diariamente. Este activismo tenía sin embargos ciertos inconvenientes: Galeno sugiere que el griego no era la lengua materna de Crísipo, lo que explicaría que los extractos conservados de sus libros exhiban una escritura carente de elegancia y, a veces, incorrecta. Por otra parte, según una versión difundida por Carnéades, Crísipo, celoso como estaba de Epicuro respondía a cada nueva de este con una obra de igual extensión, “razón por la cual escribió repetidamente veces la misma cosa, dejando en su precipitación escritos no corregidos”. Tenía además la costumbre de llenar sus libros con citas ajenas, extraídas sobre todo de Homero y de los poetas trágicos, a fin de ilustrar sus opiniones; de acuerdo con Diógenes Laercio en un tratado Crísipo citaba la tragedia de Eurípides, Medea, casi en su totalidad. Por eso Apolodoro que no sentía ninguna simpatía por él, afirmaba: “si quitamos de los libros de Crísipo las cosas ajenas que contienen, quedarán las páginas en blanco” , y por la misma razón Carnéades, quien lo admiraba, decía de Crísipo que era “un parásito de los libros de su rival Epicuro”.
En breve, algunos filósofos antiguos adoptaron la escritura con enorme entusiasmo, otros evitaron recurrir a ella, y otros más escribieron no sin ciertas vacilaciones. Pero todos ellos debieron actuar en un contexto en el que aún el polígrafo más febril era heredero de una cultura impregnada con las modalidades y las exigencias de la voz y la memoria. Para muchos de ellos la escritura era un importante modo de expresión, pero no dejaba de plantear interrogantes. La decisión de escribir involucraba la concepción que tenían de su propia actividad filosófica y, en consecuencia, ponía a consideración el tipo de legado, oral o escrito que habrían de dejar.
Ello se debe a que las palabras son fugitivas y se pierden apenas son pronunciadas. El lenguaje, cuando se le reduce a su aspecto puramente físico como habla humana, es apenas una vibración de aire que se disipa en cuanto ha sido emitida. Este aspecto transitorio no altera el hecho de que, por razones difíciles de explicar, el lenguaje es el medio más eficiente conocido para la comunicación humana; por ello ha sido y continuará siendo el instrumento privilegiado en la socialización de las nuevas generaciones. Pero debido a su carácter efímero, para encontrar nuevamente esas palabras de los filósofos es necesario detectar las huellas que han dejado en los textos escritos preservados. Afortunadamente, esa tradición oral quedó depositada en textos, entrejida y muchas veces olvidada en medio de argumentos, preceptos y doctrinas. Conocemos la existencia de esas palabras del mismo modo que conocemos la existencia de ciertas pequeñas criaturas prehistóricas, por las impresiones que sus cuerpos dejaron sobre las rocas. Tan fugaces como esos insectos diminutos, las palabras también fueron congeladas y vueltas imperecederas en el momento en que fueron tocadas por la sustancia permanente de la escritura. Quedó en relieve la impresión inmóvil de esa forma extinta de vida verbal y, al igual que para esos pequeños seres fosilizados, basta un poco de imaginación para verlas agitarse, mover los músculos y emprender un nuevo viaje. ¿Cómo llegaron a nosotros entonces las palabras de aquellos que no escribieron? Entre muchos casos posibles, relataré aquí únicamente dos procedimientos: su preservación durante largo tiempo en la memoria del auditorio antes de pasar a la escritura y las notas de curso tomadas por alumnos.
Las palabras llegan a la escritura. Sabemos de un número importante de filósofos de los cuales las huellas conservadas no provienen de la escritura, sino de la recopilación de sus palabras hechas por sus discípulos o sus oyentes. Uno de estos casos y de los más significativos es el de Sócrates por la importancia histórica que reviste. Es bien sabido que Sócrates no dejó nada por escrito, ni aforismos, ni un párrafo, mucho menos un ensayo. No se conserva ni una línea de la que pueda decirse con certeza que le pertenece. Ningún fragmento, por minúsculo que sea le es directamente atribuible. Una insuficiente interpretación del mundo tradicional en el que se desenvolvió provoca que la actitud de Sócrates hacia la escritura haya sido, con frecuencia, mal comprendida Puesto que se considera que en la Atenas del siglo IV a.C. la cultura textual debió estar completamente implantada, la decisión socrática no deja de causar extrañeza. Un crítico tan importante como Nietzsche, al inicio de una investigación que finalmente dejaría inconclusa, expresa un punto de vista semejante: es imposible comprender esa especie de ascesis que Sócrates se impuso a sí mismo; al actuar de este modo, él ha prescindido de la gran satisfacción que produce la escritura y se ha privado de ejercer una influencia permanente, que es el privilegio de los grandes espíritus. Las historias de la filosofía normalmente mencionan el hecho, sin detenerse a razonar sus causas. Se admite, más bien de manera implícita que Sócrates no ha escrito nada, porque declaraba no saber nada. Pero quizá esta imagen se modifique en cierta medida si lo situamos en ese fragmento del mundo tradicional en el que se produjo la preservación de sus palabras y su recuerdo. La pregunta interesante quizá sea entonces: en ausencia de cualquier escrito propio, ¿cómo llegaron sus palabras a la escritura? ¿Cómo era conservada la información que sobre él circulaba?
Según Diógenes Laercio, Simón el zapatero fue el primero en tener la idea de preservar las palabras de Sócrates, las cuales recababa con esmero. Simón no escribía directamente mientras escuchaba, pero solía tomar notas de lo que recordaba que el filósofo había dicho después de sus visitas al taller. El resultado se publicaría más adelante bajo la forma de diálogos que recibieron el significativo título de Diálogos de Zapatería. Se dirá que es una pequeña proeza de memoria, y es verdad. Pero en el inicio del diálogo Parménides, se describe una situación mucho más compleja: Céfalo, un filósofo de la ciudad de Clasómenes en el Asia Menor, nos cuenta que acompañado de unos amigos llegó a Atenas en busca de Antifón, el hermanastro menor de Platón. Ellos deseaban hacerse repetir una conversación que en otro tiempo sostuvieron Sócrates, Zenón y Parménides, pues estaban enterados que la conocía de memoria. Antifón mismo no estuvo presente en la conversación, pero la recuerda “por haberla escuchado repetidamente de labios de Pitodoro”, quien había sido discípulo de Sócrates. La conversación había sido conservada un cierto tiempo en la memoria de Pitodoro y luego en el recuerdo de Antifón: este último aún no la tiene por escrito y no parece tener intenciones de transcribirla en los inmediato. Lo cierto es que Céfalo y sus amigos le piden que la recite y, aunque inicialmente pone algunos reparos “pues el encargo es pesado”, finalmente accede y expone el largo diálogo a Céfalo, quien a su vez lo relata a una audiencia no especificada y de paso a nosotros, con todos los pormenores que conocemos. Aquí la memoria hace tareas mucho más importantes: hemos pasado de Pitodoro a Antifón y de este a Céfalo, antes de asistir nosotros mismos la narración.
Simón, Pitodoro y Antifón recurren a la práctica, bien documentada en la antigüedad, de aprender de memoria ciertos discursos para después escribirlos. Eso es lo que, de manera constante, hacía la comunidad de amigos en torno a Sócrates: se esforzaban por memorizar largos segmentos de las conversaciones del filósofo mientras transcurrían y después procedían a transcribirlos, solos o asistidos por otros. Esta situación es la que se presenta en el Teeteto; aquí, Euclides de Megara cuenta que alguna vez Sócrates le contó de la discusión que había tenido con Teeteto, y al preguntársele si era capaz de repetirla dice: “de memoria no, ciertamente, pero al llegar a casa tomé algunas notas y en mis ratos de ocio redactaba lo que iba recordando. Luego, siempre que visitaba Atenas preguntaba a Sócrates por aquellas cuestiones que había olvidado y a mi regreso realizaba las correcciones oportunas. De esta forma es como conseguí consignar perfectamente esta conversación”.
Si se les aprecia de este modo, los diálogos de Platón dejan entrever un paisaje cultural en el que los acontecimientos son orales, los personajes son grandes memoristas y las técnicas de conservación del recuerdo, aun cuando pueden ser afectadas por lapsus de memoria, son sumamente comunes. Se podrá argumentar, sin duda, que en algunos casos se trata de licencias literarias adoptadas por Platón, pero resultaría sorprendente que este hubiese escrito como preámbulo a sus obras situaciones increíbles, extraordinarias o simplemente atípicas. Es pues mucho más probable que tales escenas respondan a prácticas comunes de la época. El recuerdo del filósofo Sócrates pertenecía a cada uno de sus amigos en lo individual, pero la recordación era colectiva. Sin embargo, ello permite observar que el entrenamiento y el uso específico de la memoria en la antigüedad difiere de manera considerable de nuestros hábitos y puede sorprendernos. En efecto, en algunos casos, las conversaciones reportadas habían tenido lugar en un tiempo ciertamente muy lejano. La permanencia en el recuerdo de esos largos diálogos exigía ciertamente algún esfuerzo intelectual, pero era perfectamente realizable. Por ejemplo, en el Timeo del mismo Platón, Critias relata una larga historia compuesta después de su viaje a Egipto por Solón, quien se la había contado personalmente a su abuelo. Critias mismo había escuchado la historia en su infancia, cuando tenía unos diez años de labios de su abuelo, que por entonces tenía noventa años de edad. El día anterior a su relato,, Critias había oído una conversación en la que Sócrates había tratado de temas similares. No se había atrevido a hablar porque en ese momento sus recuerdos eran vagos; sin embargo, se marchó con eso en la cabeza y pasó la noche tratando de recordar lo que alguna vez había escuchado. No está seguro de poder rememorar lo que escuchó el día anterior, pero aquellos recuerdos entrañables de su niñez “habían permanecido en él, como si se hubieran pintado en encausto, en trazos imborrables”. Ahora, después de haber repetido el relato a Hermócrates, a manera de práctica, puede ofrecerlo. No obstante, para complacer a Sócrates y a sus amigos, se ha decidido que sea Timeo el astrónomo quien deberá disertar en primer lugar sobre el origen del universo y luego Critias repetirá la historia que ha recordado. De hecho, no será sino hasta el diálogo que lleva su nombre que Critias tendrá la oportunidad de narrar esa historia, en la que incluye el final de la Atlántida. Han pasado como puede verse prácticamente dos generaciones en las que las lecciones estuvieron depositadas sólo en el recuerdo antes de convertirse en escritura.
La capacidad de reproducir una larga conversación que tuvo lugar decenios atrás puede parecer inconcebible. Los lectores modernos pasan de lado el hecho ignorándolo o desdeñándolo como una suerte de concesión poética del autor. Nosotros creemos más bien que es el signo de que en la antigüedad se conocía un distinto entramado entre la memoria y la escritura, el cual se disolvió cuando todo el saber fue confiado a los signos visibles. Es preciso reconstruir la antigua valoración de la memoria para comprender por qué aquello que para nosotros es una hazaña de la recordación, en su momento no parece haber sido considerada extraordinaria por nadie.
No obstante, la memoria no era el único medio de la preservación de las palabras de los filósofos. Un segundo caso lo constituyen las notas de curso. Aunque se conocen numerosos ejemplos durante la antigüedad, concentraremos nuestra atención en Epicteto, el estoico de la época imperial. En efecto, alrededor del 94 d. C., unos 490 años después de la muerte de Sócrates, Epicteto, quien respetaba profundamente la memoria del ateniense, fundó su propia escuela de filosofía. Lo hizo en Nicópolis, una ciudad del Epiro, situada del otro lado del Adriático, como consecuencia de la expulsión de filósofos decretada en Roma por Domiciano. Del mismo modo que su modelo, Epicteto no escribió nada, pero sus palabras no se conservaron en la memoria, sino en notas de curso tomadas por uno de sus alumnos: el joven aristócrata y luego general e historiador Arriano. Durante su época de esclavitud en Roma, Epicteto había seguido las lecciones de Musonio Rufo, quien tampoco escribió nada. Por eso, cuando recordaba a su maestro, Epicteto no rememoraba ningún escrito, sino la clarividencia con la que Musonio penetraba en el espíritu de su auditorio para reprocharle las faltas que avergonzaban a cada uno. Quizá de su maestro, tanto como de Sócrates, obtuvo Epicteto la idea de que la única ambición del filósofo era conducir a sus oyentes hacia el bien, y para ello la palabra hablada era el medio privilegiado. Su enseñanza debió ser memorable, pero lo que conservamos de ella es la segunda parte de sus cursos, aquel momento en que Epicteto se libraba a una brillante improvisación llamada diatriba, un discurso repleto de analogías, metáforas, ejemplos y fragmentos de poesía con el fin de suscitar en su auditorio sentimientos muy diversos como la indignación, la ironía o el desdén. Según Epicteto, para ser considerado filósofo no basta haber escuchado leer textos canónicos y poseer las sutilezas de la lógica. Los libros que contienen tales conocimientos son un punto de partida necesario, una herramienta pedagógica para la instrucción, pero no poseen el papel exclusivo que la cultura textual habría de asignarles más tarde. Por eso su verdadera enseñanza se desarrollaba en la palabra viva, en la exposición verbal mediante la cual suscitaba en su auditorio el apego a cierta forma de vida, el rechazo a valores insignificantes y el amor a la verdadera sabiduría. Epicteto mismo es un ejemplo de este uso de los libros. En sus declamaciones cita abundantemente a Crisipo, Zenón y Cleantes que para él ya eran autores antiguos, pero también utiliza a Homero, Platón y Jenofonte, generalmente para ejemplificar cuestiones morales, y hasta en ocasiones cita a Epicuro con el fin de proceder a su refutación. Pero todas estas referencias eran hechas de memoria, cuestión que se deduce por el hecho de que Epicteto no tenía en Nicópolis a la mano ninguna biblioteca ni pública ni privada: el mismo comenta que la puerta de su casa carecía de cerradura, pues no tenía nada que pudieran robarle. Epicteto, un hombre de gran austeridad, no tenía más que un jergón y una cobija para dormir. A decir verdad, no requería de la biblioteca pues tenía la información en la memoria. En sus diatribas, él procedía entonces como un compositor oral. Epicteto tenía en el espíritu un esquema general de la composición que realizaría, dentro del cual el material acumulado en el recuerdo iba siendo incrustado. Siguiendo este esquema básico que le facilitaba varias líneas de argumentación, Epicteto engarzaba su repertorio de referencias, citas o anécdotas sin obedecer a un proceso necesariamente lógico, sino emotivo: ampliaba más o menos el discurso agregando nuevo material o recortándolo de acuerdo con las reacciones que percibía en su auditorio. La composición de la diatriba se realizaba en el mismo momento de la ejecución y no se repetía nunca, porque la asociación de ideas guiadas por las analogías o las metáforas era también única. La escritura de Arriano no fue, en este caso, más que la petrificación de una de esas ejecuciones irrepetibles.
Arriano se hizo el propósito de reproducir intacta esa enseñanza, tratando de convertirse en el equivalente romano de lo que Jenofonte había sido para Sócrates (y se lo tomó tan a pecho que adoptó para sí mismo el nombre de Jenofonte). Arriano, que era un discípulo serio, había conservado las notas de curso para su uso personal. En algún momento debió prestarlas a sus amigos para que hicieran copias individuales, pero el resultado fue que esas notas empezaron a circular sin su consentimiento. Sorprendido, Arriano decidió hacer una edición propia para evitar falsificaciones pero lo hizo después de la muerte del filósofo, mientras realizaba una brillante carrera de servidor público como cónsul, gobernador y general. En su salutación introductoria, Arriano previene al lector de que no se trata de una obra compuesta en el sentido usual del término: “Ni redacté yo esos cursos de Epicteto como cualquiera hubiera podido redactar notas de este tipo”. Se trata dice él de una transcripción, en los términos más precisos que ha sido posible, de aquello que escuchó en la enseñanza “con el fin de conservar –dice él- para sí mismo memoria en lo futuro el pensamiento y la franqueza de Epicteto”. Sin su esfuerzo nada habría quedado de esta enseñanza. Como resultado, permanecieron las resonancias de la voz del filósofo: ecos permanentes del contexto de enseñanza del que provienen. Arriano sostiene que esos discursos estaban destinados a conmover a su auditorio y lo lograban ampliamente. El pasaje a la escritura les arrebató una parte de ese impulso espiritual transformador y un fragmento de su eficacia sonora y simbólica. Aun así, Arriano las publica con la esperanza de que alcancen ese objetivo, pero con la certeza de que han sufrido una transformación profunda añade de manera melancólica, “si estos discursos no lo consiguen por si mismos, quizá sea culpa mía, quizá sea forzoso que eso ocurra”.
La anécdota. Para concluir con este breve recorrido acerca de la colaboración entre la voz, la memoria y la página escrita en la antigüedad, nos referiremos a otros filósofos que no recurrieron a la escritura para dejar una huella duradera, sino que confiaron únicamente en sus vidas ejemplares. El ejemplo más llamativo es el de los filósofos cínicos y el instrumento que utilizaron fue la anécdota. En efecto, ciertos medios que los filósofos antiguos utilizaban con asiduidad han caído en el descrédito. Uno de ellos es la anécdota. La anécdota es una rememoración verbal, humorística a veces, pero siempre con valor de ejemplo referida a un incidente o una situación típica en la vida de un filósofo o de algún personaje prominente. Hermógenes de Tarso ofrece una definición que resulta suficientemente característica: “Una chreía es la mención de un dicho o una acción, o de una combinación de ambos, que tiene una exposición concisa y que generalmente tiende hacia algo útil”. Naturalmente, hoy la anécdota ya no es invitada a las reuniones académicas importantes y nadie recitaría anécdotas para sostener una doctrina filosófica. Pero en la filosofía antigua las cosas no eran así: la primera razón para ello es que todo en la anécdota, su brevedad, su forma sonora, eventualmente su forma métrica está prevista para su retención en la memoria, cuestión crucial en una cultura dominada por la palabra viva. En segundo lugar, la anécdota exhibe una correspondencia inmediata entre lo pensado y lo vivido, entre lo que se predica y lo que se vive, una correspondencia perfecta entre el filósofo y sus actos, correspondencia que la filosofía antigua valoraba fuertemente, pero que entre nosotros se ha deslavado bastante. Los personajes de las anécdotas podían ser reyes, generales o simples parásitos sociales, pero los filósofos ocupaban un lugar privilegiado porque se pensaba que eran individuos que pretendían enseñar el arte de vivir en la virtud y esto sugería la necesidad de confrontar sus afirmaciones con sus historias individuales. En un mundo oral, la anécdota es un instrumento poderoso. Si el ajuste que ella logra entre la situación en que se encuentra y el mensaje que transmite es perfecta, basta escucharla una sola vez y entonces, alojada en la memoria, la anécdota permanece siempre fresca, en disposición inmediata para el recuerdo. Permítante mostrarlo citando una de las tantas anécdotas que constituyen la vida y la filosofía de Diógenes de Sinope (en la versión de otro Diógenes, Laercio): “Durante un banquete, ciertos comensales lanzaron a Diógenes (a quien apodaban “el perro”) unos huesos, como a un perro: los aceptó, pero resolvió la situación acercándose a ellos y orinándolos, ¡como un perro!”.
Tratándose de otras doctrinas filosóficas, la anécdota puede ser un obstáculo a la comprensión, pero en el caso de los cínicos una gran parte de la lección se expresaba en palabras memorables y en ejemplos chocantes. Los filósofos cínicos poseían sin duda principios doctrinales, pero ellos mismos los personificaban. Por una parte, los filósofos cínicos estaban decididos a subvertir todos los valores consagrados, fuesen estos morales, religiosos o sociales y la mejor manera de hacerlo no era escribiendo libros sino mostrando, mediante ejemplos deslumbrantes, lo irrisorio que resultan esas convenciones humanas cuando se las desenmascara. En ello no había ningún desdén hacia sus congéneres. Por el contrario, los cínicos poseían una exigente concepción de lo que es un ser humano, pero matizada por un diagnóstico pesimista: hombres y mujeres son superficiales y aceptan sin chistar convenciones ridículas y degradantes: para despertarlos es preciso conmoverlos mediante el vituperio de sus dogmas más queridos. Además, el cinismo quería ser una vía corta a la virtud, sin el obstáculo de las complejas teorías filosóficas y reclutaba una gran masa de sus adherentes entre la masa iletrada: por eso privilegiaba una pedagogía práctica, cuya lección se aprendía con solo imitarla. Su enseñanza descansaba en la idea ya expresada por su ancestro, Antístenes, de que la excelencia es algo que se refiere a los actos, no a los discursos. Pero también hay en ello sin duda una cierta concepción de la sabiduría: aquel que no escribe nada, sólo puede producir un significado mediante su vida, y era en sus actos y en sus palabras que se hacía descansar la unidad que era exigible al sabio, entre lo enseñado y lo vivido. El filósofo podía erigir una doctrina con su sola existencia. Ciertamente su vida era un escándalo, pero es porque la verdad es escandalosa. El filósofo cínico no vacilaba en arriesgar para ello el desprecio público; he aquí un ejemplo: “Un día interrogaron a Diógenes acerca del sentido de su comportamiento, pues estaba pidiendo limosna a una estatua: “me habitúo al rechazo”, respondió”.
Sus vidas eran literalmente hablando paradójicas, pero es porque el sentido original de paradoja es para-dóxa, es decir “contrario a la opinión común”. Fueron vidas paradójicas, porque las vidas de esos filósofos estaban diseñadas para chocar, intrigar y socavar la complacencia social. Ahora bien, la mejor manera de preservar esas demostraciones era la anécdota, porque su naturaleza la lleva a recoger una palabra astuta, rescatar un incidente, relatar una respuesta ingeniosa, cuestiones todas en las que Diógenes era invencible.
La anécdota es portátil y agradable, como un chiste, y lo mismo que este sólo espera el contexto adecuado para reaparecer, igual de lozana. A diferencia del chiste, sin embargo, la anécdota aspira a dejar una lección duradera. Según Fedón de Elis, discípulo de Sócrates citado por Séneca, la anécdota es comparable a picadura de un insecto: imperceptible en un primer momento y luego, violentamente irritable. Pero la sencillez del dispositivo no debe eclipsar la grandeza de su eficacia. En la antigüedad, la teatralidad con la que algunos filósofos asumían sus vidas era probablemente una estrategia para llegar a una multitud que nunca tendría una obra escrita ante sus ojos. La anécdota les posibilitaba justamente extender su influencia mucho más allá de lo permitido por la circulación de sus escritos. Su aparente humildad aseguraba que el mensaje viajaría de boca en boca, en una extensión que desbordaba ampliamente la comunicad de posibles lectores. La anécdota permitió así a la filosofía (cínica sobre todo) una influencia extensa y permanente. En ella se asentó una parte de la autoridad del filósofo y de su presencia en la sociedad. Es, desde luego, un dispositivo que ha perdido su valor porque ya no es portadora de ningún mensaje filosófico, pero creemos necesario reconocer su antigua dignidad, diluida por completo cuando se la concibe únicamente como un género burlesco. Pero es natural que ya no se la reconozca: la anécdota filosófica y su mundo pintoresco se extinguieron, quizá para siempre, en el momento en que la voz y la memoria cedieron su lugar a las páginas silenciosas.
En síntesis, es posible mostrar que la filosofía antigua se movía en una galaxia diferente a la nuestra en la que la voz, la memoria y la página escrita colaboraban en la producción y difusión de la filosofía. Hay en ello, me parece, una lección para nosotros que toca a la manera en que enfrentamos y leemos los textos antiguos. En efecto, los jóvenes estudiantes de filosofía, a diferencia de muchas disciplinas cuyos textos fundadores datas de unos pocos decenios, enfrentan escritos, algunos de los cuales tienes 2 500 años de antigüedad, y no les hacen frente como vestigios, sino como parte de su pensamiento activo. Por eso creo importante comprender la expectativas y las motivaciones del autor antiguo que resultan ser enteramente diferentes a las del autor contemporáneo. Hay una forma de honrar a los antepasados intelectuales que consiste en mostrar que el hilo que nos une a ellos jamás se ha roto y que, salvo detalles, ellos son indistinguibles de nosotros. Nuestra forma de honrar el pasado, por el contrario, hace énfasis en la discontinuidad, deseando subrayar lo que de específico tenía su situación y sus vidas, insistiendo que sus preocupaciones no eran idénticas a las nuestras y sobre todo, tomándolos como testimonio de que no existe una relación única del sujeto consigo mismo y que los filósofos han modelado una y otra vez su propia imagen, aún en el caso de los hábitos básicos del intelecto.
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A pesar de Diógenes Laercio, la existencia de Simón es puesta en duda por muchos autores contemporáneos que consideran que Simón puede ser una invención de Fedón, colega de Sócrates, quien escribió dos diálogos titulados Simon y Spyrus. En el primero aparece un zapatero lleno de sabiduría quien dio lugar a toda una tradición de diálogos de zapatero, los Diálogos del sabio Simón, que quizá sean los escritos mencionados más adelante. Diógenes Laercio, sin embargo, lo reporta como un individuo realmente existente. (Véase Ch. Kahn, 1998, p. 10 y sig.)
El término griego es chreía que ha probado ser de difícil traducción a las lenguas modernas, El término que más se aproxima a su sentido original es el de “anécdota” con el inconveniente de que este evoca en exceso su ascpecto humorístico y suscita demasiado poco el aspecto didáctico que la antigüedad le concedía.
El término griego es χρεία que ha probado ser de difícil traducción a las lenguas modernas. Etimológicamente está asociada a la utilización de un lugar verbal común, a la “palabra que es útil”. Véase Hock, R. F., O’Neil, E., N.; The cheia in ancient rhetoric, p. 2.