El método filosófico de Michel Foucault
Es preciso tener presente que el inicio de la obra de M. Foucault, caracterizado por su orientación epistemológica, se explica por la influencia profunda que ejercieron los trabajos de G. Canguilhem . La gran diferencia es que mientras este último se ocupó fundamentalmente de las ciencias de la vida, Foucault eligió una serie de disciplinas y saberes epistemológicamente inseguros, inciertos, débiles, de los cuales ciertamente puede discutirse su nivel de cientificidad: la psiquiatría, la economía, la clínica. Foucault eligió el término “arqueología” para caracterizar las investigaciones de ese primer período.
En un contexto propiamente filosófico, “arqueología” es un término extraño, importado desde luego de una noble disciplina. El por qué de su utilización se entenderá probablemente mejor si lo comparamos con aquello a lo que desea oponerse: la historia de las ideas tradicional. ¿Dónde radica la diferencia? Consideremos por un momento uno de los objetos del saber psiquiátrico: la locura. Si un libro promete una “historia de la locura”, el enunciado mismo anuncia lo que es su objeto: la desviación mental cuya presencia es manifiesta en la masa de insensatos que está atestiguada en toda sociedad conocida. ¿Qué resulta entonces más normal que escribir una “historia de la locura” y de sus peripecias en el tiempo? Las preguntas pertinentes se acumulan entonces sin dificultad: ¿qué era la locura en la edad media? ¿cómo se la concebía en la edad clásica o en la primera Europa moderna? La continuidad de dicha historia está asegurada por una premisa incuestionable: la evidencia del referente, la locura, cuyo objeto es siempre idéntico a sí mismo, aunque no siempre ha sido comprendido del mismo modo. La narración consiste en una serie de aspectos de ese objeto que han sido descubiertos o ignorados y de las astucias conceptuales que se han utilizado para cercarlo y comprenderlo. Esta es la imagen de la llamada “historia de las ideas”. Esta admite, sin hacerla explícita, una continuidad que atraviesa todo lo que ha sido dicho y escrito, la cual puede remontarse sin término hacia atrás, hasta precursores muy lejanos, siempre con el hilo conductor que le ofrece el objeto. Desde luego el objeto es misterioso, pues de otro modo no habría sido necesaria tanta paciencia para atraparlo, incluso de manera incompleta. El corolario es que nuestro tiempo, llegado a un alto grado de cientificidad, puede contemplar serenamente ese catálogo de errores que ha dejado atrás. Tal historia de las ideas se ofrece como un relato de la insuficiencia de la reflexión anterior que ha concluido con la ciencia imperturbable del presente. Hubo “ideología” previamente, pero ya no la hay: “Detrás de la verdad, siempre reciente, avara y mesurada, está la proliferación milenaria de errores”.
La “arqueología” de Foucault se opone punto por punto esas premisas y a esas conclusiones. Volvamos a considerar la noción de “objeto”. La tesis central de la arqueología es que el objeto al que se refiere ese saber nunca es un dato, sino que es un resultado, una consecuencia del entramado de categorías y discursos con los que es enunciado. Los análisis arqueológicos desean aportar la prueba de que los objetos de los que se ocupan las ciencias humanas no han estado desde siempre ahí, en la experiencia cotidiana, ante la mirada distraída de cualquiera: esa clase de objetos no lleva una vida independiente, separable de la trama discursiva y social, esperando una mirada inteligente que lo convierta en objeto de teoría. La arqueología sostiene que el objeto de ese saber no tiene otra existencia que la que le otorga el entramado discursivo y que la aparición y la forma de tal objeto esta por completo determinada por dicha trama. Por eso la Arqueología del Saber examina largamente la “formación de los objetos”, para mostrar que es debido a la presencia activa de una serie de conceptos que los objetos empíricos son reconocidos, analizados, manipulados en la experiencia.
Volvamos por un momento a la locura. A finales de la edad media los locos eran expulsados de las ciudades a bordo de barcos que circulaban de un puerto a otro con su cargamento de alienados. Ordinariamente, el loco vivía una vida errante; se le mantenía a distancia de la normalidad pero no a través del confinamiento sino manteniéndolo en la libertad permanente del tránsito: “el loco era el viajero por excelencia, o sea el prisionero del viaje”. Hacia mediados del siglo XVII, se creó un internamiento para la locura, donde esta se encontró mezclada con los vagabundos, libertinos, indigentes y prostitutas: se debió a que la locura fue percibida en el horizonte social de la desocupación y la pereza, como la incapacidad de trabajar y de integrarse productivamente al grupo. La locura perdió entonces la libertad imaginaria de que había gozado: “no hacía mucho se debatía en pleno día pero en medio siglo se encontró recluida y, ya dentro de la fortaleza del confinamiento, ligada a las reglas de la moral burguesa y a sus noches monótonas”. Un poco más tarde, los locos eran objeto de mostración. Todavía a principios del siglo XIX algún hospital inglés mostraba los domingos, por un penny, a los locos furiosos…e igualmente, el espectáculo de los grandes insensatos era una de las diversiones dominicales de la burguesía parisina: “ciertos carceleros tenían una gran reputación por su habilidad para hacer que los locos realizaran mil piruetas y acrobacias mediante unos pocos latigazos”.
¿Cómo reaccionar ante estas prácticas? Su carácter anecdótico parece sugerir que se trata de anomalías, hechos curiosos, modos de ver las cosas explicables por la falta de madurez conceptual de “esos tiempos”. La arqueología reacciona diferente. Tras cada uno de esos momentos esta no descubre la huella de un error felizmente desterrado, sino un modo de aprehensión de la locura guiado por cierta racionalidad. Esas experiencias, diversas entre sí, también son diversas respecto a nosotros mismos y no son errores pasajeros situados dentro del mismo sendero conceptual en el que nosotros nos encontramos. Detrás de esas prácticas tampoco se encuentra algún objeto “locura” que permitiría afirmar que se trata de visiones erróneas de una entidad siempre idéntica a sí misma. Se trata pues de saber no en qué medida esas concepciones se aproximan más o menos a nuestra experiencia, sino describir en qué medida son diferentes. Cada una de esas “formaciones del objeto locura” obedece a una urdimbre particular de discursos y conceptos y, por lo tanto, cada una de ellas experimenta y manipula a los insensatos de un modo determinado. A diferencia de las historia de las ideas, la arqueología no cree que detrás de tantos espíritus diferentes exista un horizonte único, un designio siempre latente. Remitiendo cada una de esas experiencias a su singularidad las declara “acontecimientos”, ese decir eventos irrepetibles puesto que son inseparables de las condiciones que las posibilitaron.
Foucault asegura que no se trata de saber quién estaba loco en tal época, en qué consistía su locura o si sus trastornos eran similares a los que hoy resultan familiares. Su problema es distinto: su problema es describir cuáles eran las relaciones entre los discursos y los conceptos que permitieron esa experiencia de la locura y que, en su confluencia, designaban también a aquellos sujetos susceptibles de sufrir esa forma de manipulación. Por ello la arqueología ofrece una serie compleja de categorías para definir la “formación de objeto”: las “superficies primeras de emergencia” (pues la locura y el loco son un problema dominantemente médico); las “instancias de delimitación” ( pues la locura y el loco son también un tema de la justicia penal, de la autoridad religiosa y de la vida familiar); las “reglas de especificación” (pues la locura puede ser confrontada a la sabiduría o al amor, con la vida sublime o miserable). En breve: la arqueología quiere mostrar que el objeto de un saber nunca es un dato inmediato sino el resultado de una confluencia de discursos y conceptos que funcionan como sus condiciones de posibilidad, la razón de su existencia. A esta reconstrucción puede llamársele, creemos, “una crítica del objeto (inmediato)”.
Al hacer del objeto un “acontecimiento” irrepetible, el cielo de la arqueología se pobló de discontinuidades y rupturas. Es porque no trata de encontrar ninguna unidad espiritual permanente, ninguna naturaleza humana subyacente a todas las experiencias sino que quiere, por el contrario, individualizar cada experiencia. La arqueología es pues lo opuesto a la “historia continuidad”. El itinerario del conocimiento quedó entonces poblado de mutaciones profundas que reconfiguran por entero la experiencia posible. De ahí, la arqueología concluye que las condiciones para que surja un nuevo objeto del saber, para que en torno a ese objeto las ciencias humanas acumulen hipótesis, teorías, doctrinas y libros, son numerosas y de importancia. Si los autores de esas doctrinas no se siguen unos a otros, como en la fila de un supermercado, es porque cada uno de ellos reflexiona desde una forma de experiencia que lo obliga y en consecuencia le impide hablar de cualquier cosa, en cualquier momento: “No es fácil decir algo nuevo; no basta con abrir los ojos o con prestar atención para que al punto se iluminen nuevos objetos y que al ras del suelo lancen su primer resplandor”.
Esta crítica del objeto es naturalmente correlativa a la crítica epistemológica de la conciencia reflexiva. En efecto, no resultaba posible atribuir esas transformaciones y rupturas a la acción de la conciencia individual. Ciertamente, la historia tradicional de la ideas considera que detrás de estas mutaciones existe la continuidad de la conciencia humana que, a pesar de todo, se reencontaría a sí misma al apropiarse de todas esas cosas, extrañas sólo por la distancia. Pero la arqueología, por el contrario, no admite que detrás de todas estas variaciones se encuentre siempre al mismo personaje: la conciencia reflexiva, la función fundadora del sujeto. No puede ser, piensa el arqueólogo, que esas transformaciones epistémicas afecten tan profundamente a los objetos y sin embargo dejen intacta a la conciencia reflexiva que los piensa. Las profundas mutaciones en la trama de la producción de objetos son, necesariamente, mutaciones en la conciencia reflexiva misma. La conciencia que piensa no es pues una invariante, sino es ella misma resultado. A la pregunta ¿quién piensa? La arqueología responde “se piensa”, porque la conciencia que reflexiona no puede sino articular desde un cierto horizonte discursivo que la provee de los conceptos con los cuales pensar. En consecuencia, el pensamiento no puede descansar en la función sintética de la conciencia de un sujeto. No es la conciencia ni sus operaciones soberanas, la responsable del acto de apropiación conceptual del objeto pues ella misma está gobernada por las relaciones que existen al interior del discurso.
Se inició así la crítica al sujeto (pensante), que convertiría a la arqueología en un punto de escándalo filosófico. Pero esto no es justificado sino por el narcisismo que afecta permanentemente a la conciencia. Sin duda, esta tiene razón y es siempre un individuo concreto el que piensa acerca de tal o cual objeto, pero puede hacerlo porque en la trama discursiva existe siempre un lugar determinado y vacío que puede ser ocupado por diferentes individuos los cuales, al ocuparlo, se convierten en sujetos de la enunciación. Del mismo modo que en la lengua natural el lugar vacío “yo” permite a todo individuo “anclarse” en la lengua y ocupar el lugar del sujeto productor del enunciado (y del sentido de este), en el discurso –afirma Foucault- el individuo es el autor de la formulación, pero no es el origen, ni la causa o el punto de partida de ese fenómeno que es el enunciado: “describir una formulación en tanto que enunciado no consiste en analizar las relaciones entre el autor y lo que ha dicho (o querido decir, o dicho sin quererlo), sino determinar cuál es la posición que puede y debe ocupar todo individuo para ser sujeto”.
La pieza epistemológica clave de la arqueología no es pues ni la de objeto ni la de sujeto, sino la de discurso, el entrelazamiento, bajo ciertas reglas, de enunciados, conceptos, categorías que constituyen una formación discursiva. Para el surgimiento del objeto y de la conciencia que reflexiona, la arqueología nos remite a la formación discursiva que juega el papel de “a-priori histórico”. Extraña expresión esta pero que señala simplemente que para la arqueología, el territorio a investigar son las condiciones de posibilidad discursivas e históricas que permiten la irrupción del objeto de las ciencias humanas y de la conciencia que reflexiona sobre tales objetos. A manera de ejemplo, consideremos nuevamente la locura. A lo largo de los siglos XVII y XVIII, durante la consolidación del capitalismo, se produjo el gran encerramiento de todas las masas humanas desplazadas del campo que atiborraron las ciudades de vagabundos forzados, todos los cuales fueron arrojados a esos grandes lugares de aislamiento que en Francia eran llamados “Hotel de Dieu”. Fue en esos grandes hospicios donde la mirada médica pudo por fin encontrar al loco y establecer en torno a él una cierta distribución de los cuerpos, de los comportamientos y de los discursos que les concernían. Sólo entonces fue posible la relación de la mirada médica con su objeto: la producción de una serie de categorías con las que la conciencia puede pensar tal objeto y por tanto igualmente el portador de ese saber, quien encarna ese conocimiento, el médico, incluida su prestancia: “Un hermoso físico (cabellos castaños o encanecidos por la edad, ojos vivaces) es decir un aspecto noble y varonil es acaso en general, una de las primeras condiciones para tener éxito en nuestra profesión; es indispensable sobre todo frente a los locos, para imponérseles”. Sin duda alguna, la psiquiatría del siglo XIX se constituyó como un corpus de conceptos médicos, estableciendo un dispositivo de producción, distribución y apropiación de categorías y produciendo una forma específica de detección, tratamiento e internamiento para los alienados. Lo que la arqueología muestra simplemente es que tal psiquiatría no es un campo de conocimiento abierto por la simple curiosidad o el talento científicos, sin el resultado de un saber, es decir, de relaciones históricas, sociales y discursivas que la han constituido tal como es, incluido su umbral de cientificidad.
Quizá podamos ahora establecer un primer balance de la epistemología contenida en la noción de “arqueología”: Esta es una empresa crítica ante los objetos y ante la conciencia reflexiva actuante en las ciencias sociales. Crítica, porque no admite como dado ningún objeto simplemente empírico ante el que dichas ciencias deberían pronunciarse; crítica también porque no admite la presencia de ninguna conciencia dada cuya forma sería siempre la misma a través de todas las experiencias. Ella estima que ante los objetos y ante la conciencia que los reflexiona es preciso exhibir sus “condiciones de posibilidad”, vale decir la trama que los ha hecho irrumpir en la forma que poseen, mostrando que son estas condiciones las que simultáneamente determinan la inteligibilidad del objeto, la reflexión de la conciencia y la relación entre ambas. Tanto el objeto como la conciencia que lo reflexiona son constituidos al interior de un proceso único en el que el discurso establece una forma determinada de experiencia.
Dicho en términos más filosóficos: para que haya conocimiento debe haber un encuentro entre el objeto y el sujeto, pero para la arqueología dicho encuentro no se da entre un objeto inmediato y una conciencia carente de forma, sino que está siempre mediado por una entidad objetiva y real (aunque no pertenezca al orden de los cuerpos): el discurso. En y por el discurso, un objeto, que explica pero no suplanta, al objeto real es susceptible de conocimiento: el insensato por ejemplo, es entonces objeto de la psiquiatría; en y por el discurso es posible reflexionar sobre ese objeto “locura”, mediante categorías tan diversas como los cuatro humores, los espíritus animales, la psique o de la química cerebral. Por supuesto que los seres humanos actúan y piensan con los objetos reales, pero para apropiarse de estos deben convertirlos en categorías, en conceptos y esta es la tarea del discurso. La arqueología intenta pues mostrar que ningún pensamiento y ninguna realidad son preeminentes sobre las formaciones discursivas y que tan lejos como se quiera pensar y en cualquier dirección, siempre se piensa en palabras organizadas en discursos. Este es pues el horizonte objetivo de mediación que une (y no que separa) a los individuos y a las cosas. En breve: el discurso es constitutivo de la experiencia toda: del objeto y de la conciencia que lo piensa y por tanto, la tarea de la arqueología ha sido describir las mutaciones que esa entidad discursiva ha tenido en el saber de occidente.
Esto último es muy importante porque para la arqueología el problema epistemológico no se reduce al conocimiento y debe extenderse hasta el Saber. Las condiciones de posibilidad que permiten establecer una relación entre objeto y un sujeto al interior de una formación discursiva se extienden a registros muy diversos, a veces muy lejanos que incluyen condiciones sociales, políticas e ideológicas. Así, cuando se interroga a la psiquiatría del siglo XIX se encuentra que ella es, además de una trama de conceptos, “todo un juego de relaciones entre la hospitalización, la internación, las condiciones y los procedimientos de la exclusión social, las normas del trabajo industrial y la moral burguesa”. La psiquiatría no se reduce a una ciencia compuesta de conceptos y doctrinas; ella es mucho más, es una disciplina, es decir el resultado de un juego de relaciones discursivas y extradiscursivas entre las que participan ciertas relaciones de dominación, de poder: de este modo, a la locura no se la encuentra únicamente en el consultorio médico, sino en discursos jurídicos y filosóficos, en discusiones de orden político, en la literatura, en frases cotidianas, etc.: “…a ese conjunto de elementos formados de manera regular por una práctica discursiva se le puede llamar Saber”. La arqueología del Saber inscribe pues el problema del conocimiento y su verdad en un juego más amplio, vinculado a relaciones de dominación y de poder. Por eso afirma provocativamente que no hay poder sin que ejerza un cierto saber, y no hay saber sin que esté vinculado a un cierto juego de poder. Para la arqueología, las ciencias humanas no son nunca simple conocimiento ascéptico, sino que están imbricadas en efectos reales de desequilibrio y dominación, en un juego de poder: “En lugar de recorrer el eje conciencia-conocimiento-ciencia (que no puede ser liberado del índice de la subjetividad), la arqueología recorre el eje práctica discursiva-saber-ciencia”.
La relación que una ciencia humana mantiene con el saber es pues compleja no puede reducirse a la oposición ciencia-ideología. En el momento en el que surge, una disciplina puede criticar pero no puede disipar al saber que la rodea. Si el verdadero conocimiento –y Foucault está pensando en Marx- puede dar cuenta de sí mismo y de las condiciones de objetividad e ideológicas en las que surge, pero no por ello disipa a la ideología del saber en la que se desenvuelve. La ciencia humana nunca logra una separación definitiva con el saber ideológico del que ha surgido, del que ha extraído sus preguntas, del que provienen sus cuestiones primeras: “corrigiéndose, rectificando sus errores, ciñendo sus formalizaciones, no por ello el discurso desenlaza forzosamente su relación con la ideología. El papel de esta no disminuye a medida que crece el rigor y se disipa la falsedad”. La arqueología coloca pues a las ciencias humanas en una singular relación con sus objetos, con su historia y con el saber en el que surgen. Esta epistemología no las reduce al problema del conocimiento sino las remite a algo mucho más extenso: al papel que juegan, por ejemplo en los procesos de normalización, a su rol en los juegos de poder. Se comprende entonces su atractivo en el plano de la crítica. Considerada en su perspectiva epistemológica, la arqueología es una maquinaria crítica a la “historia de las ideas” porque recusa las concepciones tradicionales del objeto y de la conciencia que reflexiona sobre este objeto. Ella abrió pues la puerta a una interrogación sobre el saber, el poder, los “juegos de verdad”. Pero la arqueología no contiene todos los elementos para responder a las preguntas que su ambición le permite formular. Foucault se vio obligado a transitar de la arqueología a la genealogía. Para resumir los méritos de la arqueología, pero también sus límites, quizá basta recordar las últimas palabras del libro: “…con todo, el discurso no es la Vida”.
La genealogía del sujeto moderno. En su lectura inaugural en el College de France (1970) que sería publicada con el título “El orden del discurso”, refiriéndose a su investigación presente y futura, Foucault expone nuevamente la categoría de “discurso”, pero hacia el final introduce una novedad que llama “genealogía”, cuya diferencia con su obra anterior “no es –dice el autor- realmente de método, sino de punto de anclaje, de perspectiva y de delimitación”. A sus ojos ambas, arqueología y genealogía son próximas pero diferenciables. ¿En qué consiste la diferencia? En que si la obra anterior se refería a los objetos de las ciencias humanas, la genealogía se desplaza hacia un cierto tipo de esos objetos: al sujeto mismo, en la medida en que es convertido en el objetivo de ciertos saberes, en el resultado de ciertos procesos de subjetivación. Foucault no ha renunciado a lo obtenido por la arqueología y aún se pregunta ¿cómo ha surgido cierto saber? Pero esta vez de un saber que no está en torno a la locura, la gramática o la medicina, sino en torno al sujeto mismo, en torno al proceso que lo constituye como sujeto. Tras años de elaboración, en 1975 se publica Vigilar y Castigar, seguramente el libro que le dio mayor notoriedad internacional; pronto se sucedieron una serie de publicaciones, conferencias e intervenciones personales que lo proyectaron en la escena pública y política.
Son bien conocidas las tesis centrales de Vigilar y castigar y sólo las traemos a cuento para tenerlas presentes: existe un proceso histórico iniciado hacia el siglo XVIII por el cual se transformaron en profundidad las formas de control y vigilancia individual y colectiva, lo mismo que los procedimientos de castigo y penalización. De los castigos atroces y de la tortura pública infringida al cuerpo se pasó al encerramiento carcelario y a los procedimientos “correctivos” de la conducta del criminal. Esta transformación en las formas de vigilancia y de castigo específicamente dirigidos al alma del delincuente formaban parte de un proceso social de mucho mayor alcance que Foucault llamó “disciplinarización” (seguramente la categoría más importante del libro). Las sociedades modernas desarrollaron –afirma Foucault- una serie de procedimientos que les permiten un control minucioso de las conductas y las operaciones del cuerpo, métodos que garantizan una sujeción constante de los individuos y les imponen a los cuerpos una relación de docilidad-utilidad. La modernidad trajo consigo una pirámide extensa de miradas y vigilancia continua, ocupada no tanto en castigar al cuerpo sino en modelar su comportamiento. Esta vigilancia extensa y difusa acabó por imponer un tipo de domesticación al individuo que gradualmente se dispersó en todos los ámbitos de la vida: de la escuela al hospital y de la fábrica al ejército. A los cuerpos desordenados e indóciles del siglo XVII se les encasilló en nuevas rejillas especiales y temporales, se les distribuyó en el espacio y se les impuso cierto uso del tiempo mediante las cadenas más sutiles e inviolables posibles: mediante la formación de su propia voluntad. Se modificó entonces el espectáculo que los individuos nos damos los unos a los otros. Al igual que mediante la cópula, se multiplicaron los otros individuos y esa dispersión de la vigilancia multiplicó los espejos que nos devuelven nuestra identidad, de manera que no sólo somos dependientes de un mayor número de miradas, sino que nuestra identidad depende más de la imagen propia que encontramos reflejada en los otros. Se trató de una mutación profunda en las relaciones de control de ejercicio del poder y puesto que esta modelación pasaba básicamente por el cuerpo del sujeto como lugar de aplicación, Foucault creó la categoría de “bio-poder”.
No deseamos insistir en estas tesis conocidas. Nuestra pregunta es otra: ¿qué clase de principios filosóficos están en juego?, tratando más bien de mostrar que entre la genealogía y la obra anterior hay continuidad y que esto condiciona el tipo de teoría social y política que Foucault está en condiciones de ofrecer. Primer indicio: una vez más, el enemigo declarado de la genealogía es cierta concepción de la “historia de las ideas”, con la salvedad de que esta vez se trataba de considerar los objetos más empíricos de la teoría social: los sujetos. Tal debate se encuentra en la que probablemente es la exposición más sistemática de la genealogía: en el artículo que lleva por título “Nietzsche, la genealogía y la historia”. En este trabajo, Foucault se opone ante todo a la idea de que los procesos históricos tienen un origen asignable ¿por qué hacerlo? Porque la genealogía busca desechar la idea propia a la historia de las ideas de que esos procesos de disciplinarización tienen su fuente en un “cambio de mentalidad” o en la idea genial de algún, o algunos, reformadores sociales. La genealogía busca denegar a la consciencia (sea esta de un individuo o sea colectiva) cualquier supuesta conducción del proceso. A la conciencia no se la encuentra ni ideando los principios rectores, ni iniciando tal transformación, y menos aún determinando el sentido del proceso histórico. Para ello, la genealogía busca sustituir la noción ilusoria de “origen” con categorías como “proveniencia” o “emergencia”, que Foucault encuentra en Nietzsche. Estas categorías son indicativas de que el punto de partida de esas mutaciones se encuentra en una serie de gestos y actos que en sí mismos no están determinados teleológicamente. El movimiento que condujo es esa transformación en la vigilancia, el castigo y la disciplina se inició, sin fecha fija, en la miríada de acontecimientos insignificantes realizados por agentes anónimos en la producción fabril, en las escuelas o en el hospital. Que esos procesos no tengan un origen asignable no quiere decir que son eternos, sino que en el momento en que se los detecta, ellos han comenzado ya, de tiempo atrás.
La genealogía no busca en la acción humana el signo trascendente de lo que va a producir, un significado en ella que estaría latente pero que no se revelaría sino hasta sus consecuencias históricas. La genealogía es más bien historia de los procedimientos, de las tácticas puestas en juego, de las minucias; por eso se concentra en la insignificante pregunta. ¿cómo sucedió? ¿qué acciones sin nombre lo han provocado? Es verdad que una alteración profunda suavizó el castigo y las penas corporales pero ella no se inició por ciertas grandes ideas (por ejemplo de Beccaria) o por un descubrimiento de la razón humanizada, sino por una serie de acciones innumerables y sin prestigio. Detenerse en las minucias no es una manía metodológica sino la convicción de que el punto de partida de esas modificaciones espectaculares se encuentra en una multitud de materiales azarosos, irrisorios: “Lo que se encuentra en el comienzo histórico de las cosas, no es la identidad aún preservada de su origen, sino la discordia con otras cosas, en el disparate”. Desde luego, el proceso en el que se constituye el sujeto como objeto de sanción y castigo tiene una dirección y un significado, pero la estrategia que se despliega carece de estratega, no está determinada por ningún fin predeterminado o un fin racional establecido por nadie. El proceso tiene un impulso propio, pero aún el término “impulso” le parece exagerado para describir aquello que moviliza esas muecas insignificantes. El motor del proceso no está ni en la conciencia ni en la razón, sino en el azar de la lucha, del enfrentamiento, del conflicto por la dominación y las resistencias que este engendra: “Las fuerzas que entran en juego en la historia no obedecen ni a un destino final ni a una mecánica, sino enteramente al azar de la lucha”. Es por eso que para el genealogista, la conciencia de la modernidad, la razón ilustrada se equivoca cuando se auto proclama como productora y organizadora del significado, cuando en realidad ella resulta de ese mismo proceso.
Veamos lo que esto representa para la teoría social, por ejemplo, en torno al criminal. Rechazar la idea de origen implica denegar la suposición de que, remontándose tan atrás como sea necesario, se encontrará algo que ya estaba ahí, adecuado siempre a sí mismo. La detallista genealogista busca mostrar, por el contrario, que el criminal de la era moderna es un constructo, complejo y desigual, que surge de las formas vigentes del ilegalismos, de las interrogaciones que se formulan obre el individuo, de los procedimientos que lo sancionan. Y para describir ese entramado de relaciones entre dominios tan dispares, la genealogía propone la categoría de “dispositivo”: “El dispositivo es resueltamente heterogéneo; él incluye discursos, instituciones, dispositivos arquitectónicos, reglamentos, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, la moralidad, la filantropía, etc.”. Es siempre al interior de un dispositivo donde pueden formularse nuevas cuestiones sobre el criminal, las cuales no provienen de la curiosidad científica o de la astucia de una ciencia social naciente, sino de aquello que se abrió paso cuando el malhechor, sus antecedentes o la forma específica de desviación de su conducta se convirtieron en problemas susceptibles de ser planteados. Las doctrinas en torno a la criminalidad: la psicología, la psiquiatría, la jurisprudencia o la sociología del delito, incluso cierta pedagogía, surgieron simultáneamente al sujeto criminal que designaban, creando una forma de racionalización del delito, la racionalidad del crimen.
Al período histórico en el que participa un dispositivo, la genealogía lo llama “problematización” : “Problematización –escribe Foucault- es el conjunto de las prácticas discursivas y no discursivas que hacen entrar alguna cosa en el juego de lo verdadero y de lo falso, y lo constituyen como objeto para el pensamiento”. En diversas ocasiones Foucault señaló que la genealogía no es otra cosa que la investigación acerca de las diversas “problematizaciones” en las que el sujeto se ha visto inserto en la historia. Una historia que, naturalmente, está marcada por discontinuidades y rupturas en las formas de sujeto y en la interrogación posible sobre ese sujeto. Importa entonces señalar dos cosas: primero, que esas interrogaciones sistematizadas que son las ciencias humanas dirigidas por ejemplo al criminal no indican una “razón científica” sino que provienen del saber correspondiente el cual está enteramente atrapado en el juego de fuerzas y dominación que configura la problematización. Los objetos a conocer, el sujeto que conoce y las modalidades del conocimiento son, cada una, efecto de esa trama de poder-saber. Esto no quiere decir que un saber originalmente científico ha sido pervertido en su uso por parte del poder, sino que las interrogaciones mismas provienen de una cierta relación de fuerzas. Tampoco es que un científico produzca un saber útil o inútil al poder, sino que son las luchas de dominación y resistencia las que determinan los dominios y las formas posibles de conocimiento. La teoría social es entonces sujeta a los mismos procedimientos críticos que afectaban en la arqueología al conjunto de las ciencias humanas.
En segundo lugar, es en y desde una problematización donde se formula la posibilidad de producir enunciados susceptibles de ser declarados “verdaderos” o “falsos”, es decir, participan de un cierto “juego de verdad”. Así por ejemplo, cuando se declara que un criminal y su acto pueden ser comprendidos como consecuencia de una infancia desdichada, por la violencia familiar o la cólera incontrolable del instante, todos estos enunciados son susceptibles de ser declarados verdaderos o falsos, pero no refieren a una verdad intemporal, una correspondencia eterna entre el criminal y su pasado, porque son susceptibles de veracidad sólo el interior de una cierta problematización, de cierto “juego de verdad” que ha introducido, en el crimen, la psique, la historia personal, el estado espiritual del individuo. El término de “juego de verdad” no es indicativo de “falto de seriedad”, sino un recordatorio de que no puede afirmarse la correspondencia entre un referente virginal y una idea o un enunciado puesto que toda apropiación del criminal se ofrece al interior de un dominio de problematización. La “verdad”, uno de los temas cruciales de la filosofía está pues presente en la genealogía: “…por producción de la verdad no entiendo la producción de enunciados verdaderos, sino la instalación de dominios en los que la práctica de lo verdadero y lo falso puede ser a la vez, reglada y pertinente”.
Es porque toda experiencia de objeto se realiza en una problematización determinada que ciertas proposiciones pueden ser llamadas verdaderas o falsas en función de la relación en la que ponen al objeto reflexionado y al sujeto que reflexiona. Las afirmaciones que la psiquiatría o la medicina realizan en torno a la conducta criminal pueden ser verdaderas o falsas, pero sólo porque existen en la trama que unifica el saber médico, la noción de responsabilidad personal, el encerramiento como correctivo de la conducta, etc. La genealogía se caracteriza porque su interés se centra el aquellos juegos de verdad en los que el sujeto es colocado como el objeto de un saber posible: “Mi objetivo, desde hace más de 25 años es el de bosquejar una historia de las diferentes maneras en que los hombres, en nuestra cultura elaboran un saber sobre ellos mismos…lo esencial es no tomar ese saber como moneda de uso, sino analizar las pretendidas ciencias como otros tantos juegos de verdad que están ligados a técnicas específicas que los hombres utilizan a fin de comprender qué es lo que son”.
La genealogía convierte al sujeto en un resultado de ese proceso. Se comprende entonces el profundo anti-esencialismo de la filosofía de Foucault. En el individuo no hay ninguna esencia, ninguna naturaleza humana, ningún dato antropológico básico que definiría la categoría de “sujeto”, porque este no es más que el resultado del proceso que lo constituye: “todos mis análisis –dice Foucault-van en contra de las necesidades universales de la existencia humana”. La identificación de un sujeto como criminal no es pus un dato ontológico arrancado a una maldad humana y tampoco descansa en la mostración, con el dedo índice, de un referente mudo. En cada momento puede identificarse una conducta criminal, pero es porque toda sociedad crea una serie de líneas de demarcación que separan lo legítimo de lo desviado y por ello puede identificar al individuo transgresor. Es un mismo movimiento el que determina la norma de legalidad, la individualidad que la trasgrede y la conciencia que, mediante un saber (jurídico, psiquiátrico u otro) los reflexiona. La identidad del criminal no es nada si se excluye el proceso por el cual se puede individualizar al criminal digno de tal nombre. Todo sucede pues en el proceso que crea lo que se manifiesta: “Detrás de las cosas, hay por completo “otra cosa”, de ningún modo su secreto inicial y sin fecha, sino el secreto de que esas cosas son sin esencia, o más bien, que su esencia fue construida pieza por pieza, a partir de figuras que le eran extrañas”. En breve: la “esencia” del sujeto que piensa y que es pensado no es como un “ángel de la guarda”, un ser intangible que le acompaña siempre, sino un proceso: el proceso por el cual el sujeto en sus diferentes aspectos, se presenta en la existencia.
Es porque se interesa en las problematizaciones del sujeto que pueden establecerse los alcances y los límites de la teoría social en Foucault. En el contexto del trabajo presente es muy importante señalar que Foucault no es ni un teórico social, ni un teórico político. Es verdad que ha debido referirse a una cierta teorización de la sociedad y es verdad también que se ha referido con frecuencia al tema del poder. Pero lo ha hecho desde la perspectiva en que esas relaciones sociales y políticas participan en los procesos de constitución del sujeto moderno: “Mi tema general no es la sociedad –afirma Foucault-: es el discurso de lo verdadero y lo falso. Quiero decir, es la formación correlativa de dominios, de objetos y de discursos verificables y falsables que le son adyacentes, y no es simplemente esta formación lo que me interesa sino los efectos de realidad que le están ligados”. La genealogía no es el equivalente (aunque puede formar parte) de una teoría social o política acerca del poder, lo mismo que la arqueología no es el sustituto de una teoría de la historia. Frente a las ciencias humanas (la sociología, la psiquiatría, la ciencia política y otras) la genealogía no adopta la actitud de suplantación, de superioridad o de anti-ciencia. La genealogía, lo mismo que la arqueología son modos de interrogación acerca del surgimiento del objeto y de la conciencia que lo reflexiona en las ciencias humanas. Ellas son pues formas de crítica filosófica. A esa interrogación, Foucault lo llamó “analítica del presente”: “analítica”, para subrayar que su objetivo no es el examen de “las cosas” presentes en el mundo social, sino del tortuoso mecanismo que las ha llevado a ser justamente “cosas”; “del presente”, porque para comprender en su fundamento esas “cosas” basta remitirlas al mecanismo que les otorga una presencia. Por ello, en tanto que “analítica del presente”, anclada en el presente, la genealogía se prohíbe a sí misma elaborar mundos futuros, deseables o posibles, que se pretendan más racionales. Esta es una constante en la actitud de Foucault. La genealogía no cuenta con ningún medio para predecir un mejor futuro o para sugerir a los demás cómo deben comportarse para lograr un mundo que descanse en la razón. No le corresponde al genealogista, en tanto intelectual, hacer profecías, jugar al moralista, o prescribir a los demás una conducta adecuada (todo lo cual, normalmente no va más allá de los prejuicios del autor concernido): “He tenido siempre el cuidado de no jugar el rol de intelectual profeta que dice a las gentes por adelantado qué deben hacer y les prescribe los marcos de pensamiento, los objetivos y los medios que ha extraído de su propio cerebro, trabajando en su estudio, encerrado entre sus libros”. Pero no es porque piense que debe excluirse de la búsqueda por la libertad, sino porque se asigna un papel más modesto: contribuir a esclarecer lo que está en juego en las luchas, las resistencias y las rebeldías presentes, mostrando a los actores reales el grado de libertad del que disponen y que ya están ejerciendo en sus batallas.
La preocupación de sí. A los análisis genealógicos se les puede presentar una objeción mayor: suponiendo que es posible describir las diversas formas de problematización en las que aparece el sujeto como objeto de un saber posible, ¿es ese sujeto simplemente el soporte pasivo de esos procedimientos? ¿el sujeto no es otra cosa que la materia cuya forma le es dictada por procesos que se le imponen desde fuera? y ¿qué libertad puede atribuirse a un sujeto si no es más que ese resultado inerte? El último período de la obra de Foucault tiene como propósito responder a estas cuestiones, examinando ya no la manera en que el sujeto es constituido, sino cómo el sujeto se constituye a sí mismo, se hace agente moral estableciendo una relación consigo mismo y con el conjunto de reglas que lo normalizan. El sujeto no es simplemente “libre” de elegir o no tales reglas, pero como agente activo ejerce una serie de acciones sobre sí mismo, modelándose, auto-determinándose en torno a lo que Foucault llama la “preocupación de sí”.
Este propósito se encuentra sin duda en los dos últimos libros de Foucault: El uso de los placeres y La preocupación de sí, que son los volúmenes II y III de su proyectada “Historia de la sexualidad”, publicados en 1984, apenas unas semanas después de su desaparición. Pero este objetivo se percibe mejor a medida que aparecen publicados los cursos dictados en el College de France: La hermenéutica del sujeto (1981-1982), El gobierno de sí y de los otros (1982-1983), El coraje de la verdad (1983-1984). Es notable que, para examinar la “preocupación de sí”, todos ellos se desplacen a un tiempo distante: la antigüedad greco-romana y los primeros tiempos del cristianismo. Pero el problema de Foucault no es el pasado sino un diagnóstico del presente: ¿puede mostrarse que el sujeto moderno, que ha dejado atrás la tradición y que ya no sigue la ley de Dios, se constituye como agente moral mediante una relación de sí a sí, mediante cierta relación y ciertas prácticas que lo vinculan con su horizonte normativo? Esto significa remontarse a la antigüedad, no como una curiosidad histórica, sino para encontrar una experiencia de sí semejante que, acaso a contraluz, ilumine el presente: “El trabajo de pensar su propia historia puede liberar al pensamiento de lo que piensa, silenciosamente, y permitirle pensar de otro modo”.
Se trata pues de examinar no la manera en que el sujeto es sujetado por una serie de procesos sociales e históricos que lo desbordan, sino la manera en que el sujeto ejerce como agente moral al auto-modelarse, en una cierta relación con la ley, para hacer la norma su verdad. ¿Qué es lo que Foucault cree encontrar? Ante todo, que en su interrogación de sí, el sujeto no se encuentra a sí mismo como un dato inmediato, porque la manera en que uno se observa depende de la problematización en que se establece tal relación entre uno mismo y uno mismo. La genealogía mostró que el objeto de conocimiento tiene una historia; ahora la ética muestra que en la medida en que el sujeto busca conocerse a sí mismo (es decir en la medida en que despliega y practica ciertas formas de reflexión sobre sí mismo), también tiene una historia. En otros términos, la manera en que el sujeto se coloca a sí mismo como objeto de interrogación está determinada por ciertas formas de auto-reflexividad y por ello, Foucault inicia una genealogía de esas formas de reflexividad y de las prácticas que les sirven de soporte, todo ello en torno al principio enunciado desde los griegos: “conócete a ti mismo”; “ocúpate de ti mismo”. A esas prácticas sobre sí para convertirse en sujeto, en agente moral, las llamó “tecnologías del yo”.
La última etapa está dedicada a examinar esas técnicas de auto-manifestación o de interpretación a través de las cuales los sujetos se han interrogado y por tanto se han hecho visibles a sí mismos. Sus últimos libros se ofrecen como fragmentos de una historia de la sexualidad, pero de hecho, el tema de la sexualidad es subordinado al papel de un fragmento de los procesos de subjetivación. “Debo confesar que me intereso mucho más por los problemas planteados por las técnicas de sí que por la sexualidad…la sexualidad ¡es tan monótona!”. El punto de inflexión se encuentra en el curso ofrecido en 1982 con el título Hermenéutica del sujeto. Recordemos brevemente las tesis principales: de acuerdo con Foucault, los griegos poseían un “arte de la existencia”, tékhne tou biou, que consistía en la convicción de que lo que el hombre tiene que hacer en la vida no es principalmente una cosa (una fortuna personal o un objeto físico) que dejaría tras él, sino que su obra esencial es su propia existencia y él mismo. Esta convicción aparece desde Sócrates quien es presentado por Platón en el diálogo Alcibíades convenciendo a este último que sus ambiciones políticas de gobernar a los demás, tienen como premisa un previo gobierno de sí mismo, una preocupación de su propia alma. En este momento la preocupación de sí hacía uso de ciertas “artes de la existencia” presentes desde la tradición pitagórica, las cuales servían de “instrumentos” que el individuo ponía en marcha en determinados dominios de acción con el fin de actuar bien. En el mundo de Alcibíades esta constitución del yo era esencialmente un conocimiento práctico, sometido a parámetros muy concretos en lo que se refiere a la dietética, la sexualidad o la vida pública. A través del dominio de dichas artes, siguiendo su orientación en los diversos teatros de acción, el sujeto era capaz de forjar una existencia noble en todos los dominios en los que se exhibía como un ser racional reconocible. En el mundo griego, la noción del “cuidado de sí” y el tema de las artes de la existencia eran más fundamentales que el conocimiento del yo. De acuerdo con Foucault, en el mundo romano esta “técnica para la vida” sufrió diversas modificaciones: la preocupación de sí ya no se centra en los jóvenes como Alcibíades, sino que se hace extensiva a toda la vida del individuo y esa inquietud de sí deja de tener un fin exterior como gobernar a los demás, para plantearse a sí mismo como objetivo único. Finalmente, cambia la forma de aparición del Otro, pues ya no predominan las escuelas de filosofía, ni siquiera el filósofo profesional sino el director de conciencia, el guía en la formación espiritual de sí, cuya imagen ejemplar quizá sea Séneca.
Pero lo que ambas técnicas tienen en común es que el individuo tiene que auto-constituirse, auto-manifestarse para hacerse “sujeto moral”, para convertirse en el agente de valores y conductas adecuadas. Ambas son pues formas de auto-poiesis, es decir de elaboración de sí sobre sí. Es en ellas donde el sujeto obtiene su identidad al reconocerse y ser reconocido: “Procedimientos como estos existen sin duda en toda civilización y son propuestos o prescritos a los individuos para fijar su identidad, mantenerla o transformarla en función de un cierto número de objetivos y eso gracias a relaciones de dominio de sí sobre sí o de conocimiento de sí sobre sí”. Debido al examen de estos procedimientos, el dominio ético de Foucault no es equivalente a lo que normalmente se admite como “ética”. En efecto, por ética se entiende usualmente el análisis de la estructura formal, de la consistencia o del contenido de un código moral. Pero para Foucault tal análisis es insuficiente porque deja intacta la cuestión de cómo, bajo qué modalidades el individuo se adhiere a tales reglas. En aquellos análisis la acción del sujeto es pues marginal. Por ello preciso –afirma Foucault- hacer una distinción entre el código moral y los actos: “Los actos o las conductas son la actitud real de las gentes frente a las prescripciones morales que les son impuestas…el código determina qué actos son autorizados o prohibidos y el valor positivo o negativo de las diferentes acciones posibles. Pero hay otro aspecto de las prescripciones morales…es la relación a sí mismo que es preciso instaurar, la que determina cómo el individuo debe constituirse en sujeto moral de sus propias acciones”. No hay sujeto moral sino por tal auto-sujeción a la que se libra el individuo, sin esa conversión de la norma moral en subjetividad moral, sin esa modificación de sí por la cual el sujeto hace la norma idéntica con su deseo. Esto es a lo que Foucault llamó “una ontología histórica de nuestras relaciones con la moral que nos permite constituirnos como agentes éticos”.
¿Por qué tal insistencia en esta acción sobre sí mismo como agente moral? Ante todo, porque aunque sigue siendo verdad que el sujeto es históricamente constituido, no por ello el sujeto deja de ser sujeto. Foucault busca pues mostrar que el sujeto no es el simple punto de aplicación pasivo e indiferente de una objetivación impuesta por la modalidad histórica que lo forma. El sujeto no está atado a su verdad por ninguna necesidad trascendental o un destino fatídico. Es verdad que el sujeto no puede afirmar ninguna exterioridad y ninguna trascendencia respecto a las reglas de la cultura que lo normalizan, pero aún así ejerce su libertad en las modalidades bajo las que pretende seguir la regla y cumplir al mismo tiempo el pasaje de la norma a la acción. Los códigos morales y sus prohibiciones parecen tener una gran estabilidad histórica, pero lo que varía enormemente son aquellas partes de sí mismo que el sujeto pone en juego cuando entra en relación con el código. Foucault señala al menos cuatro de esas modalidades orientadas a describir no el código, sino aquello que moviliza la acción del sujeto para sujetarse a ese código: 1) la “sustancia ética”, que el individuo pone en acción, es decir, qué aspecto de sí mismo se encuentra más esencialmente implicado en el cumplimiento de la conducta moral (por ejemplo, actúa por la exigencia de autocontrol o lo hace por temor a las represalias de la ley); 2) el modo de sujetamiento, es decir, en nombre de qué razones elige seguir un precepto moral (por ejemplo, si persigue la nobleza de la acción o si lo hace por una búsqueda de perfección espiritual); 3) El “trabajo ético”, es decir, qué tipo de actividad sobre sí mismo debe desarrollar para hacerse capaz de adoptar de manera permanente tal o cual conducta; 4) Finalmente, la “teleología del sujeto moral”, es decir cuál es el objetivo último que el sujeto moral se propone al aceptar obedecer ciertas reglas. Con ello, Foucault busca abandonar una interrogación centrada en la ley y el código moral, para examinar las diferentes relaciones que los individuos mantienen con esa ley, de manera que esas normas se conviertan en su verdad, sean reconocibles como aquellas que él mismo postula para sí.
En este proceso de auto-poiesis, de auto-afirmación, la categoría crucial no es la de “acto moral” sino la de “conducta moral”. Conducirse exige algo más que actuar, porque para convertirse en conducta, cada acción debe encontrar una doble referencia, primero a la coherencia respecto a los actos que lo anteceden y luego con la relación consigo mismo que el sujeto pretende establecer o confirmar mediante esa serie de acciones. El individuo es el agente que realiza un acto singular, pero el sujeto moral sólo se puede aprehender en su relación con una conducta continua y coherente. El sujeto moral no establece una relación cada vez con sus actos respecto al código, sino que obtiene una dimensión propia a través de la serie de acciones, las cuales tienen sin duda en conjunto una asociación con el código. A través de la conducta el sujeto establece una modalidad en su referencia la código, pero esta no es de simple sometimiento, sino una modalidad de acción, para la acción. Mediante la conducta, el sujeto no está perdido en la miríada de actos que en su vida está obligado a cumplir, pues cada uno de esos actos insignificantes se vincula en una serie congruente. El sujeto es moral porque se identifica estrictamente con la línea de conducta que adopta, prolonga o modifica. Aun si establece una cierta modalidad con el código, el sujeto no rompe con él, porque la conducta no existe fuera de de las acciones singulares en las que se materializa. La conducta no es una elección arbitraria de cada individuo respecto al código (de si obedecer o no al código) sino una modalidad individual de la manera de adoptar el código, de actualizarlo, de ajustar sus acciones (o bien determinar las acciones verdaderas). El sujeto se hace moral en la serie de sus actos, en su conducta y así se subjetiviza.
Foucault adopta la perspectiva de la conducta para escapar a la disyuntiva: autonomía/heteronomía. Desde la conducta, el sujeto no es ni enteramente heterónomo, pues no es el soporte pasivo de determinaciones externas, no enteramente autónomo (pues la suya no es una elección arbitraria de la voluntad pues se lleva a cabo en un dominio histórico). Aunque todo sujeto encuentra siempre un dominio social normalizado, no existe un simple determinismo social pues pone en juego elementos en relación con la norma que hacen efectivo un grado real de libertad; por ello mismo, esa elección no es arbitraria pues está expuesta a todos los efectos de la historia. En el ser humano, su sujeción a las reglas es una forma efectiva de libertad. Por supuesto, en ciertos momentos históricos este margen de libertad ha sido más o menos estrecho en función de la forma general de problematización, por ejemplo en la civilización cristiana. Es decir que no es la autonomía la que decide de la elección de la conducta sino por el contrario, las líneas posibles de conducta las que establecen el margen de acción de la autonomía. El sujeto es pues todo lo libre que la historia le permite ser, pero no como una concesión sino como una posibilidad concreta, ejerciendo el poder de acción efectivo que la historia le ha otorgado. El sujeto es libre, pero su libertad está atravesada de un lado a otro por la dinámica natural y social que le da forma a esa libertad, que le da fuerza para pensarse y constituirse como sujeto. Es a través de esa autopoiesis y de sus modalidades como el sujeto aprende, reconoce y desea su libertad, es ahí donde conoce su potencia y la ejerce.
En resumen, a nuestro juicio, existe una profunda continuidad en la obra de Foucault que se sitúa en la perspectiva crítica. Y es esta la que puede, quizá, ser llamado un “método”. No hay en Foucault un método, si por este se entiende un procedimiento o una acción reglada que pudiera hacerse independiente de sus aplicaciones. En cambio, lo que hay es una crítica metódica a las categorías cruciales de las ciencias humanas, al objeto que es pensando, al sujeto que lo piensa, al sujeto que es pensando y que piensa. Esta crítica descansa finalmente en la idea crucial de que no hay otra cosa que la historia, el itinerario, que en esto consiste la esencia y la existencia de todo ello. Practicar la crítica consiste en mostrar que la esencia no es otra cosa que el itinerario mismo y que esta historia es lo substancial. No admitir nada como dado, por ninguna evidencia, sea del objeto o del sujeto. Reconocer que esa historia es a la vez lo que nos produce y que somos sus agentes. Hacer historia para ver que no hay una única relación ni con los objetos ni consigo mismo que atraviese todas las experiencias; mostrar al pensamiento hasta dónde es posible pensar de otro modo. Al hacer idéntico al individuo con esa trama, o hace uno con su historia, lo localiza como necesario e inevitable, lo fija a su tiempo, lo hace histórico en sentido radical y sustancial. Ejercer una crítica sobre el objeto y sobre nosotros mismos, para tener a la vista el margen de libertad que es el nuestro. Pero esta es una tarea filosófica. A pesar de lo que Foucault ha aportado en la concepción de la sociedad, el suyo es un proyecto filosófico, para no fijar expectativas erróneas. Foucault mismo lo señaló en diversas ocasiones, la más significativa se encuentra sin duda en la introducción el volumen dos de la Historia de la sexualidad que, como hemos señalado es una suerte de adiós del filósofo: “¿Pero qué es la filosofía hoy –quiero decir la actividad filosófica- sino es el trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo?”. Pero eso es suficiente para colocarlo en un lugar estratégico en el saber de nuestros días.
Bibliografía. Textos citados.
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--------------------; L’ordre du discours, Éditions Gallimard, Paris, 1971.
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--------------------; L’usage des plaisirs, Éditions Gallimard, Paris, 2004.
-------------------; La hermenéutica del sujeto, trad. H. Pons, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2002.
--------------------; El poder psiquiátrico, trad. H. Pons, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2005.
--------------------; Le gouvernement de soi et des autres, édition établie par F. Gros, Éditions Gallimard, Paris, 2008.
--------------------; “Nietzsche, la généalogie et l’histoire”, en Hommage a Jean Hyppolite, P.U.F., Paris, 1971.
----------------------; “La vie, l’expérience et la science” (1985), en Dits et écrits, vol. IV, 763-776 pp.
---------------------; “Préface” (1961), en Dits et écrits, vol. I, 159-169 pp.
---------------------; “Table ronde du 20 mai 1978”, en Dits et écrits, vol. IV, 20-34 pp.
---------------------; “Les techniques de soi”, (1982), en Dits et écrits, vol. IV, 782-813 pp.
---------------------; “Qu’appelle-t-on punir?”, (1983) en Dits et écrits, vol. IV, 636-646.
---------------------; “Verité, pouvoir et soi”, en Dits et écrits, vol. IV, 777-783 pp.
---------------------- “A propos de la généalogie de l’éthique: un appercu du travail en cours”, en Dits et écrits, vol. IV, 609-631 pp.
----------------------; “Subjectivité et vérité”, en Dits et écrits, vol. IV, 213-218 pp.
“La locura no puede encontrarse en estado salvaje. La locura no existe fuera de las formas de la sensibilidad que la aíslan y las formas de repulsión que l excluyen o la capturan”. Foucault, M.; “La folie n’existe que dans une societé”, en Dits et écrits, I, p. 169.
Foucault, M.; “Nietzsche, la généalogie et l’histoire”, contenido en un libro llamado Hommage a Jean Hyppolite, publicado en 1971.
“Los fines que asignamos a las cosas, nuestros fines aparentemente últimos, no son más que el episodio actual de una serie de servidumbres”. Ibid. p. 154.
La “problematización” parece tener un rango de universalidad más alto que “dispositivo”, lo mismo que en la arqueología la “episteme” es una categoría más abarcante de “formación discursiva”.