Dr. Sergio Pérez Cortés
Departamento de Filosofía
Universidad Autónoma Metropolitana- México
La memoria plantea el complejo problema de la inserción del sujeto en su colectividad. Ella no es, ni puramente individual pues permite al sujeto incrustarse en el orden simbólico de la cultura y el tiempo, ni enteramente social pues aún la memoria compartida debe ser procesada por el individuo. La memoria es a la vez una experiencia del sujeto consigo mismo y una experiencia de la relación del sujeto con su Otro. Esto explica que nuestro punto de partida sea mostrar aquello que en la memoria permite al sujeto engancharse al orden simbólico de la cultura, para luego examinar el campo de la experiencia actual de la memoria colectiva. Se intentará pues describir brevemente el pasaje de la memoria al recuerdo, del recuerdo al pasado y de esta a la historia, bajo una idea directriz: el pasado, que es indeterminado, sólo está disponible a través de la rememoración individual y colectiva, eso está claro; la cuestión a examinar será más bien las dificultades para elaborar el recuerdo.
Para ello, creo conveniente adoptar la perspectiva de la rememoración más que de la memoria. La memoria es una facultad que el ser humano comparte con los animales, pero la rememoración es específica al hombre como especie. La memoria puede ser considerada un soporte pasivo, como lo muestra la analogía de ella con una superficie de cera suave susceptible de recibir impresiones externas; pero la rememoración no es algo pasivo. Rememorar significa un esfuerzo deliberado de la mente, una profundización de sí, una búsqueda voluntaria entre los contenidos del alma. Habrán reconocido sin duda la filiación a Aristóteles. Quien rememora establece por inferencia que previamente ha tenido lugar una experiencia e inicia un proceso de investigación, pero –dice Aristóteles- eso corresponde sólo a aquellos que tienen la capacidad de deliberar, porque deliberar es una forma de inferencia. Después de algunos avatares durante la edad media, la filosofía moderna, desde Spinoza hasta Kant, reanimó este principio: en efecto, para Kant, la memoria difiere de la simple imaginación reproductora porque en el recuerdo el espíritu no está inactivo, al arbitrio de la representación, sino que puede producir voluntariamente la representación precedente. Desde luego, no todo recuerdo es una rememoración de hechos, pues podemos recordar una percepción, una sensación, un sentimiento, pero quizá esto último corresponde a aquello que Proust llamaba “memoria involuntaria” y Bergson “memoria espontánea”, es decir un recuerdo imprevisto que sin duda se oculta detrás de la experiencia adquirida y que en algún momento encuentra el modo de cruzar el umbral de la conciencia, revelándose mediante un brusco relámpago en el cual las cosas se presentan en bloques de imágenes que son evocadas por ciertas sensaciones actuales, ciertas palabras, o por algún signo. La memoria involuntaria, que se aproxima al ensueño es quizá la memoria más fiel, pues no está entorpecida por la reflexión consciente. Pero nosotros hemos elegido la memoria voluntaria en la perspectiva de Hegel: la rememoración es una manifestación del pensamiento, pensamiento que al recordar cree hallar algo externo a él y sólo se halla a sí mismo, porque también la cosa evocada o recordada es pensamiento. Rememorar es una especie de mecanismo asociativo y como tal en cierto modo automático - afirma Spinoza -, que se propone alcanzar algo que ha estado ahí y procede a su elaboración en esquemas secuenciales y plausibles, de modo que los eventos pasados obtengan una sucesión y un orden. Es pues un procedimiento por el cual se elige ciertos fragmentos del pasado mientras otros se descartan, algunos se recobran mientras otros se desechan; es en esta tensión entre rememoración y olvido donde se elabora el recuerdo.
La memoria consciente (eso que Aristóteles y los filósofos medievales llamaban “reminiscencia”) no es el simple almacenaje de imágenes sensoriales. La rememoración hace patente que la memoria y la mente humanas no se reducen al cerebro y sus funciones, sino que poseen operaciones simbólicas e icónicas de mayor envergadura. En otros términos: el ser humano es un ser simbólico. Por “ser simbólico” debe entenderse que posee facultades que, como el lenguaje y el pensamiento, le permiten el manejo de signos que lo introducen en el orden “semántico” de la cultura. En segundo lugar, “ser simbólico” indica que el significado del recuerdo es siempre parte de un sistema de símbolos y metáforas, y en ausencia de un tal sistema, las memorias no pueden adquirir significado. Es el ser simbólico lo que le permite que, cosas como el tiempo, que en el mundo físico no tienen una cualidad espacial, la tengan en la consciencia. La historia sería imposible sin esta capacidad de “espacialización” del tiempo que es característica de la consciencia. Además, es por esa facultad de trascender el tiempo que el ser humano sabe que no habita sólo el instante. Mediante la rememoración el ser humano adquiere más de una dimensión, sale de sí, abandona los límites de su cuerpo y adquiere como extensión la longitud de sus años: Los seres humanos son unos pigmeos en el espacio, escribe Proust, “pero en el tiempo ocupan un intervalo enorme, como seres monstruosos, un intervalo sin medida pues tocan simultáneamente, como gigantes hundidos en los años, épocas vividas por ellos tan distantes entre las cuales tantos días han venido a insertarse, en el Tiempo”.
De aquí provienen varias consecuencias conocidas, pero que deseo resaltar: primero, la memoria consciente (lo mismo que la memoria involuntaria) ofrece al ser humano la oportunidad única de percibir esa sustancia intangible de la que participa sin saberlo, a la que Hegel llamaba “Espíritu”. El ser humano es tan viejo como su propia historia, pero usualmente no lo percibe. Lo puede comprender conceptualmente mediante el pensamiento, pero también lo puede reconocer “objetivamente” por el recuerdo, que es capaz de hacer “visible” el pasado tomando un fragmento e iluminándolo con un haz de luz, destacándolo de un entorno compuesto de tinieblas. La reminiscencia es una forma de evasión del instante y de inserción en el espíritu, es decir en los otros, en su Otro: “Es la memoria la que hace que el cuerpo sea algo distinto a lo instantáneo y que le da duración en el tiempo”.
En segundo lugar, lo mismo que el pensamiento, la rememoración une al ser finito con la substancia infinita, al individuo y su cuerpo con el proceso infinito en que se encuentra inserto. La finitud humana existe y es real, pero no es toda la realidad. La rememoración manifiesta que hay un tiempo físico –el instante en que nos encontramos - y un tiempo espiritual –el que recorremos con la reminiscencia, y que ambos no son iguales. Gracias a la memoria consciente el ser humano es la unidad de su ser finito e inescapable, y de su ser infinito, es decir del itinerario que lo ha llevado a ser lo que es. La memoria puede pues encerrar al sujeto en la intimidad de su relación de sí a sí, pero puede igualmente hacerle reconocer la dimensión temporal que lo une al otro como especie simbólica. Sólo en ciertas circunstancias la memoria es tierra de refugio. En tercer lugar, es por la rememoración que se hace patente para el ser humano la continuidad de su existencia, tanto individual como social, que el presente suele ocultarle. La rememoración exhibe que la vida humana no consiste en una sucesión de “ahoras”, sino que se despliega, como lo sostiene Bergson, en una duración no fragmentada: “Cuando la campanita sonó –escribe Proust- yo ya existía y después, para que yo escuchara nuevamente ese sonido, había sido necesario que no hubiera discontinuidad, que yo no hubiese cesado ni por un momento de existir”.
Por este continuo, la memoria consciente está asociada doblemente a la identidad del sujeto. Sin la rememoración no puede haber sentido del “yo” puesto que no hay unidad del ser consciente sin esa continuidad. “La identidad de una persona –asegura Locke- se extiende tan lejos como la conciencia puede alcanzar retrospectivamente cualquier acción o pensamiento pasado; es ella la que hace que sea el mismo “yo” ahora que entonces, que el “yo” que ejecutó tal acción es el mismo que ahora reflexiona sobre ella”. Pero quizá aún más importante que esa continuidad, es la univocidad: mi memoria soy yo y puesto que ella me señala mi propio itinerario irrepetible, ella me provee de mi univocidad, la certeza de que soy único y por tanto diferenciable de los demás seres. Pero, bien visto, esta es una identidad basada en la alteridad respecto a otros y respecto a sí mismo: es la recolección de esos “yo” anteriores. La rememoración es un desdoblamiento del “yo”, cuando el sujeto se observa a sí mismo, colocándose como un otro: uno es el “yo” de presente inmediato, mientras el otro es la imagen del “yo” en la memoria y en el pasado. Desde luego la conciencia existe como unidad, pero como unidad de su propia diferencia, en la certeza de que el “yo” presente es, a la vez, aquellos “yo” y la negación de aquellos “yo”.
Entre estos dos, el presente y su imagen en la memoria, suele predominar el “yo” presente. Es el “yo” presente quien controla y manda porque es él quien tiene el poder de resucitar al pasado. Salvo en el ensueño, no reanimamos el pasado para permanecer melancólicamente ahí, sino para responder a las demandas de la vida activa y al “yo” presente. Pero si es el “yo” presente quien manda, en cambio, es el yo pasado el que suele ser más apreciado, lo que provoca la nostalgia y la melancolía que Proust describe así: “Siempre el lugar actual había sido en vencedor; siempre había sido el vencido el que me parecía más bello; tan bello, que yo había permanecido en éxtasis sobre el pavimento desigual, como ante la taza de té”.
Finalmente, la rememoración es posible porque el pasado es en cierta medida indestructible. Para la memoria consciente, el pasado no es simplemente “lo que fue”, un objeto dejado lejos atrás de mí, sino algo que subsiste de manera permanente. La memoria tiene dos momentos: la retención y la rememoración. Esta última no consiste en una regresión del presente hacia el pasado, sino por el contrario, en el progreso del pasado hacia el presente: “Es en el pasado –escribe Bergson- en ese estado virtual donde nos situamos de golpe y, luego, lo conducimos poco a poco mediante una serie de diversos planos de conciencia hacia el término en el cual se materializa en una apercepción actual”. La supervivencia del pasado no la percibimos, pero la presuponemos y creemos en ella: “Esta es la verdad profunda de la anamnesis griega –escribe Ricoeur-: buscar es encontrar y reencontrar es reconocer lo que se aprendió previamente”. La rememoración no podría llevarse a cabo si el pasado no fuera, en gran medida indestructible: “esa presunción de un pasado indestructible –continua Ricoeur- un pasado que se prolonga sin cesar en el presente, es lo que nos dispone a buscar dónde se conserva el pasado”.
Como actividad espiritual, la rememoración quizá permite comprender mejor que el pasado es lo que irremediablemente ya fue, y que sólo será contemporáneo del presente mediante el esfuerzo deliberado por reanimar algunos de sus fragmentos. Dicho en otros términos: afortunadamente el proceso primordial es el olvido y el problema a explicar es el recuerdo, el interés por el pasado. La célebre sentencia de Nietzsche: “no se puede vivir sin olvidar” quizá quiere decir “no se puede vivir sin dejar que el olvido haga su parte, sin suspender en algún momento esa búsqueda del pasado que puede impedirnos vivir la plenitud del presente”. Recordar el pasado es prueba de humanidad, pero es preciso suspenderlo en algún momento si no queremos que se convierta en la tumba del presente. Construir una relación con el pasado es una de las dimensiones simbólicas esenciales del ser humano, pero en esa elaboración del recuerdo interviene no solo la voluntad selectiva sino también una serie de alteraciones y transformaciones, porque ese recobrar el pasado se hace desde los agobios y la ansiedad del presente. De modo que, incluso si se desea, la progresión del pasado hacia el presente y aún el simple acceso al pasado puede estar seriamente obstaculizado o definitivamente impedido. Estos son los conflictos por el recuerdo, que, como se ve, no solamente incluyen las dificultades de la rememoración, sino los límites que conviene poner ante el recuerdo.
Según Corominas, nuestra palabra “olvidar” proviene del latín oblitare, derivado a su vez de oblitus, participio pasado de oblivisci. La raíz latina arcaica del verbo deponente oblivisci que es el antepasado más remoto , significa según el diccionario Oxford, alejar”, “poner en la penumbra”, “tener la mente confusa”, de ahí, “olvidar”. Por su parte, oblitare venía de ob-litterae, “borrar las letras”, “abolir” y por extensión, “borrar de la memoria”. “Olvidar” es pues “alejar”, “suprimir”, “abolir”. Lamentablemente, si el mecanismo fisiológico que desencadena el recuerdo es aún enigmático, el mecanismo que posibilita el olvido es aún más misterioso. Con todo, podemos arriesgar que existen tres clases generales de “olvidar”, de “suprimir”, algunas de los cuales están asociadas a la voluntad, pero otras son ajenos a esta. En primer lugar, debido a que el sujeto es activo en el recuerdo, la rememoración es un pensamiento revestido de selectividad: una búsqueda orientada por alguna clase de impulso de la voluntad. Es por ello que la reminiscencia destaca un fragmento, dejando al resto sumido en la penumbra. De este modo, la rememoración designa en negativo el olvido como lo “no-recuperable”. “Olvido”, aquí, no es “lo que ha sido suprimido” (pues como hemos visto el pasado es en cierto modo indestructible) sino más bien “lo que no ha sido recuperado”. Es en este sentido que se puede decir que recuerdo y olvido son aspectos de un único proceso. El olvido es en este caso “estructural” y no es una omisión sino una elección voluntaria que puede estar guiada por los imperativos políticos o emocionales del presente. Por eso, en su esfuerzo deliberado, la memoria recuerda a la vez el recuerdo y el olvido: eso, que san Agustín consideraba la mayor paradoja de la memoria: “Si no recordásemos el olvido de ningún modo podríamos, al oír su nombre, saber lo que por el se significa...síguese entonces que la memoria retiene el olvido”. Por ello, entiendo que, al remontar el recuerdo, la memoria testifica que “lo tenía olvidado”...”y sin embargo –continua Agustín,- de cualquier modo que ello sea –aunque ese modo sea incomprensible e inefable- yo estoy cierto que recuerdo el olvido mismo con el que se sepulta lo que recordamos”.
En una segunda clase, el “olvido” es una forma de alteración del recuerdo. En efecto, la rememoración es memoria “elaborada”, “metamorfoseada”, pero esta elaboración puede implicar notables transformaciones pues, como se ha visto, está orientada por las exigencias presente, donde se localiza el “yo” dominante. No es indispensable ser freudiano para reconocer que las dos operaciones principales de elaboración del recuerdo son la condensación (o, para hablar como Lacan, la metáfora) que es el uso de una misma palabra, símbolo o imagen, para expresar diversos significados, y el desplazamiento (o metonimia) –que es la perturbación del orden temporal o lógico, y la delegación del tema o del sujeto central, a una posición periférica -. Y aquí no queda incluido únicamente al olvido motivado por la represión –cuya forma extrema en el individuo es el trauma- sino al olvido normal, aquel que involucra la confusión a través del tiempo de experiencias más o menos problemáticas: eventos similares que llegan a ser “condensados” y confundidos debido a la falta de distinción entre uno y otro. En esta segunda clase, la “suprimido” es aquello que, para ser admitido en la vida activa de la conciencia, ha debido ser alterado. En una tercera clase, la elaboración del recuerdo está estrechamente asociada a las emociones: el placer, el dolor, el miedo o el deseo. Cuando las emociones intervienen, estas formas de elaboración del recuerdo pueden conducir a transformaciones radicales, desde las pequeñas inexactitudes, la alteración del orden temporal y causal de los acontecimientos, hasta la falsedad pura y simple, por ejemplo cuando “lo sabido” (o lo que se “debe saber”) se superpone a “lo vivido”. Hay pues numerosas formas de “suprimir” o de “abolir” que no dependen de la represión sino que consisten más bien en la omisión, la deformación, y hasta el silencio. Un evento, una emoción recordada, de manera inevitable no tienen retrospectivamente el mismo significado que tuvo en su tiempo pues está cargada con el peso de lo que sucedió posteriormente, con las necesidades cambiantes y con los imperativos del presente (y del futuro). Por supuesto que hay amnesias impuestas desde fuera, pero también hay amnesias auto impuestas. Quizá el olvido voluntario es imposible pero afortunadamente para los seres humanos, el material del recuerdo es maleable. Lamentablemente esto, que es una bendición desde el punto de vista psíquico, resulta un desastre para la veracidad en el plano epistemológico. Es porque la memoria es una sustancia viva y moldeable, un proceso en el que las heridas o las gratificaciones tienen repercusiones en el todo y en la cual algunas asociaciones con sus aspectos latentes solo son posibles algún tiempo más tarde. En síntesis, en el plano del recuerdo, los seres humanos no siempre quieren ni buscan la verdad y a veces no tienen el valor o el poder para quererla.
El sujeto elabora su recuerdo contra un fondo del olvido guiado por las demandas del presente y por sus propias emociones. Es un esfuerzo de la voluntad pero matizado por los mecanismos del olvido o la supresión. La memoria puede ser un refugio personal, pero es también una de las facultades con las que se inserta en el dominio de la cultura. Justo porque la rememoración es una salida hacia la cultura, su recuerdo personal coexiste con un pasado compartido. A diferencia de su recuerdo que es individual, este pasado compartido es sobre todo una representación colectiva de la que no tiene experiencia directa. Esta instancia social determina la manera en que la colectividad relaciona su presente con su pasado, los diversos registros de identidad que el sujeto social puede ocupar y hasta los valores y las normas que delimitan los límites de los prohibido y lo permitido. La conciencia del sujeto moderno está compuesta de esos diversos registros simbólicos (que pueden ser incluso antagónicos entre sí). Son sin duda determinaciones que le son impuestas pero ante las cuales puede aún ejercer, dentro de esos límites, su actividad de rememoración y reflexión. El individuo se hará un cierto tipo de sujeto político y moral justamente en los términos en que interiorice o se distancie de esas identidades y de esas normas.
Ninguna comunidad puede subsistir si no reproduce, no solo biológica, sino también espiritualmente a sus miembros. Cada uno de estos debe saber a quien odiar ,a quien le está permitido amar, qué es el valor, qué es la sabiduría, la justicia o la templanza. Toda sociedad ha debido enfrentar esta “reproducción simbólica” y puede decirse que no existe sociedad alguna que carezca por completo de una cierta idea de lo que “debe preservar del pasado”. En el individuo, dichas directrices únicamente son eficaces si se alojan en las delicadas fibras del cerebro. A ese fondo compartido que permite la identificación de cada uno con una serie de valores inculcados de manera más o menos consciente se le ha llamado por tanto “memoria colectiva”. Aunque el término “memoria colectiva” sugiere equivocadamente “homogeneidad social”, tiene como gran mérito subrayar que la memoria común es obligatoriamente memoria “institucionalizada”, o “ritual”. Es decir, que la sociedad no puede retener en el recuerdo sino aquello que puede reconstruir como pasado al interior de un marco presente de referencia dado. En consecuencia, “aquello que será olvidado es justamente aquello que, en tal presente, queda privado de dicho marco de referencia”. Cuando se dice que el ancestro continúa “viviendo en el presente”, en cierto modo se oscurece el hecho de que se trata de un acto intencional de reanimación que el extinto debe a la voluntad de un grupo, el cual no desea abandonarlo a la disolución del olvido y lo mantiene como miembro de una comunidad con ayuda del recuerdo, atrayéndolo hacia el proseguir del presente. En el plano colectivo, la memoria común es mnemotecnia institucionalizada y por ende, la elaboración del recuerdo es motivo de disputa: son las guerras por la memoria. Quien controla la rememoración ejerce un poder real sobre los demás. Esto resulta más importante aún porque la memoria testimonial, aquella basada en el testigo ocular y en la transmisión verbal en primera persona se extingue inevitablemente al cabo de pocos decenios. Los especialistas en historia oral consideran que al cabo de unos 80 años, la memoria testimonial ha desaparecido para dejar su lugar a la historia cultural o institucionalizada.
Si bien toda sociedad posee un sentido de “aquello que debe preservar” en el recuerdo, en cambio los grados de conciencia de ese sentido “histórico” varían enormemente. Se debe a C. Levi-Strauss la clasificación entre sociedades “frías”, aquellas que rechazan tenazmente la historia, y sociedades “calientes”, aquellas que mantienen una demanda constante de su pasado. Unas y otras están obligadas a fragmentar de manera ritual el tiempo mediante fiestas, celebraciones o calendarios agrícolas y religiosos que establecen el “tiempo social”. Pero además de esos aspectos rituales, que persisten mitigados, en las sociedades modernas la institucionalización consciente del recuerdo ha llegado hasta la manipulación mas insolente que a veces es llamada la “política de la memoria”.
Para caracterizar la situación actual de la memoria no es en estos excesos bien conocidos en los que deseo detenerme. Considero más significativo referirme a ese proceso no consciente, estructural, que en cualquier momento dado establece una cierta relación entre pasado, presente y futuro. Se trata de esas grandes plataformas epistémicas que determinan una relación entre experiencia pasada y expectativa futura, que Koselleck ha llamado “condiciones de posibilidad de la historia” y Hartog, “órdenes del tiempo” y de “regímenes de historicidad” cuando se refieren a una sociedad específica. Si se admite el diagnóstico ofrecido por F. Hartog, nuestro “régimen de historicidad” está dominado por el “presentismo”. ¿Qué es el presentismo? Un ensanchamiento exagerado del ahora, de la urgencia, de lo que se desarrolla frente a nuestros ojos. El presentismo es el enclaustramiento del individuo en el instante provocado porque ha roto con el espacio de la experiencia proveniente de las generaciones precedentes y duda de las expectativas futuras. El presentismo no es un estado emocional de unos cuantos, sino un efecto estructural: como posibilidad de la experiencia histórica se alimenta, hacia atrás, de la caída del socialismo real, de la frustración de los proyectos revolucionarios del siglo XX, de la homogeneidad cultural relativa provocada por la globalización, del auge cotidiano del acontecimiento; pero se nutre también, hacia delante, de la incertidumbre y la sospecha hacia el futuro, del estrechamiento de la esperanza que la desilusión ha provocado. El presentismo es signo de esa voluntad característica de finales del siglo XX detectada por E. Hobsbawn que consiste en destruir los mecanismos sociales que vinculan la experiencia de las generaciones precedentes con la experiencia del presente. Ya no creemos que se pueda aprender nada del pasado y tampoco somos capaces de imaginar un futuro radicalmente diferente de lo conocido.
Para nuestro interés en la memoria, el problema del presentismo es que recluye al individuo en el instante, lo devuelve a su intimidad o al menos a su filiación más próxima: a su núcleo de parentesco o a la minoría étnica a la que imaginariamente pertenece. No es que el presentismo deje de recurrir al pasado: como condición de posibilidad establece una cierta relación con él, pero lo hace como conmemoración, sólo para reanimar algunos fragmentos y convertirlos en monumentos (en “lugares de la memoria”, como los llama Pierre Nora), normalmente aquellos en que se ve involucrada su identidad étnica o religiosa y con frecuencia sólo para restaurar alguna ausencia o alguna herida. Mediante el presentismo el pasado se “privatiza” en torno a una minoría y la memoria es vivida como melancolía o como nostalgia.
Mediante categorías como “presentismo” se intenta dar cuenta de la expresión creciente de las memorias étnicas o religiosas. La irrupción de estas memorias locales está sin duda asociada al fracaso (o al menos a la postergación) de aquellos proyectos nacionales que, bajo principios de mayor alcance como justicia, bienestar y derecho, lograban imponerse de manera más o menos eficaz a las minorías. Seguramente se explica también porque la vida política de las sociedades democráticas descansa de manera creciente en valores como el reconocimiento y el respeto a la diferencia. Muchas minorías han avanzado mucho en el reconocimiento de esa parte no registrada de la historia nacional que les concierne. Tales minorías, étnicas o religiosas desean ver que sus experiencias propias –con frecuencia dolorosas- son reconocidas y justificadamente no desean verse relegadas por omisión nuevamente de la historia. En este contexto es comprensible que recordar se haya vuelto un derecho. Tal vez incluso hay una parte de liberación emocional al recordar a todos los demás la responsabilidad que les incumbe en hechos infaustos que fueron desdeñados o negados. Pero todo ello provoca que esta forma recuperación de la memoria desde el presente esté fuertemente cargada de emoción.
La expresión de estas memorias locales está justificada y es necesaria, pero impone ciertas formas al uso de la memoria: sea como exhortación (para fortalecer una unidad imaginaria), sea como desafío a la memoria oficial (oponiéndole las memorias fragmentadas o marginales), sea como forma de terapia moral para el conjunto de la sociedad. Las llamo “conflictos” porque esta elaboración emocional, étnica o religiosa del pasado confronta valores como el universalismo, o la autonomía moral que constituyen el basamento político y moral de la modernidad. Su persistencia es pues indicativa del debilitamiento del espacio público democrático. Por eso, esta clase de ejercicio de la memoria puede ser confrontado con otras formas de elaboración del recuerdo que provienen igualmente de la ilustración y que descansan en un “nosotros” siempre creciente. ¿Puede haber otro uso político, razonado y público del pasado? Las vías para que estas memorias fragmentadas se integren a otros valores de la vida pública son diversas, pero por mi parte deseo adoptar la perspectiva del saber. En efecto, para que el recuerdo pierda su carácter puramente afectivo y adquiera un significado social es necesario que se convierta en una experiencia compartida. Y esto implica que debe ser colocado en una trama de categorías, en una serie causal de antecedentes y consecuencias, serie situada ella misma en un marco plausible, es decir en el orden del razonamiento y la deducción. Un recuerdo se convierte en patrimonio común y puede ser registrado y rescatado del flujo del tiempo si ha sido asimilado a esquemas de conceptualización situados en modos específicos de producción del saber. En ausencia de tal marco de categorías, la consigna de “recordar” simplemente es insuficiente –escribe Creuzel-. La memoria individual forma parte inevitablemente de este proceso, pero es incapaz de soportar por sí sola el significado del evento. Siendo susceptible de ser integrado en una cadena causal de razonamientos, el pasado muestra que no es una dimensión homogénea, como lo quiere la intuición, pues existe un pasado pasado y un pasado presente que es el objeto de la reflexión. Dicho de manera más abstracta: en el plano de la acción colectiva humana, cuando se refiere al pasado, la verdad se alcanza únicamente en el orden lógico del pensar, en la vida del concepto. Así cobra entero sentido el hecho de que la rememoración consciente es pensamiento. La concatenación entre el pasado y el presente es del orden de la razón, y no puede probar su verdad sino por su consistencia interna. Desde luego, cuando esta forma de elaboración del pasado adquiere su nivel más reflexivo y consciente, la modernidad la ha llamado “historia” y cabe recordar que es una creación reciente.
Es importante señalar dos características de este descentramiento de la memoria indispensable para lograr su integración a un saber que aspire al debate público: el recuerdo es un fragmento del pasado, pero sólo un fragmento. La actividad humana deja innumerables restos en multitud de objetos: en los instrumentos de trabajo, en los lugares de residencia y hasta en las osamentas. La elaboración reflexiva no trabaja sino parcialmente con el recuerdo; trabaja más bien con un pasado que elabora. Cierto, no todo pasado ha dejado rastros y no todos los rastros han sobrevivido, pero aunque elusiva, la evidencia existente muy diversa. Y debido a que este pasado es casi indestructible resultan tan complejos los intentos de reducir completamente al olvido algún evento o algún individuo. Su figura extrema, la damnatio memoriae, que se propone borrar todo signo exterior de una presencia, alterar toda representación, no solo fracasa, sino que conduce a una deshumanización total. En segundo lugar, aunque el pasado es inaccesible de manera inmediata, no toda relación con el pasado se reduce a una mera representación. La reconstrucción reflexiva no es una pura edificación imaginaria, maleable o modificable a voluntad. Conocer es justamente colocar la evidencia y las categorías en una trama de dependencias causal que, si no puede llegar a la necesidad, sí reduce los márgenes de variación y establece un intervalo que encuadra los “pasados disponibles”.
Con ello no se desea sostener que esa elaboración reflexiva del recuerdo, sea conocimiento por decreto; esto sería adoptar un positivismo risible para los profesionales de la disciplina. Se puede incluso convenir con P. Valèry en que de la historia es una frustración, pues produce versiones diversas y en algunos casos contrapuestas: “se incrementan los esfuerzos, se hacen variar los métodos, se amplia o se estrecha el campo de estudio; se examinan las cosas desde muy lejos o por el contrario se penetra hasta la minucia del diario íntimo, y a pesar de todo, no parece resultar como límite una idea única”. A pesar de ello, la elaboración consciente y reflexiva del pasado, aunque plural y diversa, alcanza un relativo acuerdo.
El sujeto moderno no está atado a una única forma de relacionarse con el pasado. La modernidad conoce otras formas que no buscan responder a las demandas emocionales del instante, que no quieren gratificarse con el pasado, ni convocarlo sólo para identificarse imaginariamente en él. Una de esas formas consiste en hacer historia del presente , mostrando que el pasado está inscrito en él, pero como transformación, como negación, como discontinuidad. Es preciso –escribe Pierre Nora- un historiador del presente que haga surgir constantemente el pasado en el presente, en lugar de hacer surgir el presente en el pasado. Tal como entiendo esta expresión, consiste en mostrar que los valores del presente –sus filias y sus fobias todas- provienen, mediante una transformación conceptualmente comprensible, del itinerario tumultuoso que arranca en el pasado. El pasado no es ni ejemplo, ni recordatorio, sino aprendizaje. Hacer esta historia supone construir un dispositivo de recordación que muestre la manera en que esas experiencia precedentes –especialmente las experiencias dolorosas- están inscritas en nuestras normas, valores e instituciones. Es en este sentido preciso que se puede hablar del deber de justicia de la memoria. Si justicia es el deber que consiste en dar a otro lo que le corresponde, entonces cabe coincidir con P. Ricoeur en que el deber de la memoria es el deber de hacer justicia en el recuerdo, mostrando la inscripción de su experiencia en los principios y en las instituciones actuales, en una palabra, en el itinerario político que ha conducido al presente. Por supuesto, esta idea limitada de justicia deja de lado temas complejos como la retribución o el castigo. Supone admitir que nosotros no podemos revivir esos sufrimientos y sin embargo, la justicia se realiza al determinar en qué sentido estamos en deuda con ellos, en qué sentido nuestra herencia moral y política proviene de esas experiencias dolorosas. Naturalmente, de este modo el deber de la memoria se coloca no el plano de la ética, sino de la eticidad, para usar la terminología de Hegel. No hay dos momentos del tiempo idénticos en el que el segundo pueda revivir al primero, puesto que cada momento contiene, como herencia, como refutación o como denegación, el momento precedente.
Solo este distanciamiento permite a historia encontrar su función crítica del presente. La memoria y historia pueden servir para retirar al presente todo carácter de inevitable y fijo, devolviéndole su naturaleza de finito y provisorio. Pero para ello, es preciso que el presente renuncie a encontrarse en el pasado, a gratificarse en él. Recordar es un modo de disociarse de los hechos como son, un modo de mediación que rompe, así sea por breves momentos, el poder omnipresente de los hechos dados. Sólo a través de este uso crítico de la historia se descubre que han existido otros modos de ser y es posible imaginar un futuro radicalmente otro, otros modos posibles de ser, esencialmente distintos al nuestro.
Ahora bien, y para concluir, en este contexto de una elaboración reflexiva del pasado, ¿qué esta haciendo la filosofía política de nuestros días? Lo menos que se puede decir es que ella padece el mismo desapego a la experiencia y esa desconfianza hacia el futuro del presentismo. Ello se expresa en el modesto lugar que le concede a la historia en la fundamentación de los valores, las instituciones o las relaciones políticas actuales. En filosofía hemos pasado –dice Todorov- de la heteronomía de la historia a la autonomía del sujeto moral, de una sociedad cuya legitimación procede de la tradición a una sociedad regida por el contrato al cual cada uno otorga su asentimiento mediante un acto que lo convierte en agente moral y político. Se admite desde luego que dicho contrato carece de realidad histórica pero que es suficiente para promover una adhesión razonada en torna él. No toda huella de la tradición es eliminada, pero es remitida a la penumbra en beneficio del acuerdo que todo ser racional otorgaría a esos valores. Se ha mitigado la convicción de que las normas, los valores y las instituciones del presente son logros civilizatorios y no meros principios racionales. Hubo un tiempo en que las constituciones políticas eran consideradas reflejo de un cierto equilibrio, en un momento determinado, de fuerzas políticas, y que ellas envejecían con el tiempo; hoy se tiende a creer que las constituciones políticas reflejan ciertos principios de la razón práctica y que envejecen, pero no en el plano histórico, sino en el plano lógico. En ciertos casos, los fracasos del pasado han conducido a aceptar la idea de que “de la historia no se aprende nada” y a “suprimir” (en el sentido ya descrito) el pasado reciente substituyéndolo con las fuerzas puras de la voluntad. Existe una asimetría latente: la historia no puede separarse del orden normativo de la sociedad porque afirma, literalmente, que todas nuestras normas provienen de logros históricos y que no hay una sola idea socialmente compartida que no sea un recuerdo de experiencias pasadas; pero a la inversa, el orden normativo tiende a separarse de la historia bajo la idea de que bastan las fuerzas de la razón para hacer al ser humano tal como quiere ser hoy.
El pasado es lo que ya fue y en sí mismo carece de determinación. Hemos intentado mostrar que desde la memoria individual al recuerdo y luego al pasado colectivo, el esfuerzo del ser simbólico consiste en determinar, es decir en dar significado a ese pasado enfrentando sin embargo la serie de conflictos individuales y colectivos que esa elaboración del tiempo le plantea. Ese recorrido no es nostalgia sino aprendizaje. Nuestra tesis ha sido que la rememoración consciente del pasado es indispensable porque enuncia que lo verdaderamente sustancial del ser humano, que es el pensamiento, se despliega en el Tiempo.
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México, mayo del año 2008.
Nos referimos especialmente a santo Tomás quien en su comentario a la obra de Aristóteles sostiene que la rememoración se desarrolla a la manera de un silogismo que parte de los principios para llegar a una conclusión que no es otro que el contenido de la memoria.
Hegel, G.W.F.; Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas, § 464. La cuestión cobrará toda su importancia a medida que nos desplacemos a la historia, que es pura elaboración mental.
Proust, M.; op. cit, IV, 624. Es por la reminiscencia que el sujeto percibe que lo que fue, es una suerte de contemporáneo oculto con el presente: “No sabía que mantengo atado a mí un tiempo tan largo, que había sido vivido, pensado, secretado por mí, que era mi vida, que era yo mismo y que no podía moverme sin desplazarlo, sin atraerlo conmigo”. Ibid.
Nuestra lengua, como otras lenguas romances sugiere que “olvidando” somos activos mientras que nuestro sentimiento intuitivo y lenguas como el latín sugieren que mas bien sufrimos pasivamente el olvido. Esta última es la perspectiva que aquí se adopta.
La exposición de estos mecanismos respecto al olvido se encuentra, desde luego, en la obra de Freud, Psicopatología de la vida cotidiana.
“Nunca vemos a los seres queridos sino dentro del sistema animado, el movimiento perpetuo de nuestra incesante ternura la cual, antes de dejar las imágenes que nos presenta su rostro, los coge en un torbellino, las lanza sobre la idea que nos hemos hecho de ellos desde siempre, los hace adherir a esta, coincidir con ella”. Proust, M.; op. cit., II, 438.
De todo lo anterior se desprende que somos activos al recordar pero que, por el contrario, el olvido está mas sujeto a dispositivos involuntarios. El olvido voluntario nos parece más complejo de admitir: o bien se realiza como represión (pero es solamente una postergación), o bien es preciso esperar que el mecanismo psíquico haga su tarea, lo que en ciertas circunstancias llamamos “elaborar el duelo”.
Koselleck, Reinhart; Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia; Hartog, François; Régimes d’historicité. Présentisme et éxperiénces du temps.
De acuerdo a Koselleck la modernidad se caracteriza justamente por un alejamiento mayor y progresivo entre las expectativas a futuro y las densas experiencias del pasado.
En ese momento resulta verdad que ni los muertos están a salvo de la política, como señalaba W. Benjamin.
“La diferencia entre memoria e historia, escribió P. Vidal Naquet- es que el modo de selección de la historia funciona de otro modo que el modo de selección de la memoria. La historia no logra corregir a la memoria porque la memoria tiene su propia carga simbólica y es una forma específica de aprehensión del pasado y por lo tanto, sus distorsiones son tenaces.
“Historia del presente”, tal como la propone M. Foucault y no “Historia del tiempo presente”, término este último que según Koselleck es bello pero confuso.
Para utilizar la terminología de Koselleck, se trata de convertir la experiencia en un pasado presente, cuyos acontecimientos han sido incorporados y pueden ser recordados. Véase Pasado Futuro, p. 388.