Dentro de todo sistema filosófico existen algunas categorías que resultan piezas clave para la comprensión del conjunto. Creemos que este es el caso de las nociones de “identidad”, “diferencia” y “contradicción” para la filosofía de Hegel. El filósofo mismo señaló que ellas representan el punto de no retorno de su concepción filosófica respecto a lo que lo antecede. Por eso creemos importante ofrecer una descripción puntual de tales categorías. El lector encontrará aquí una interpretación de tales categorías (lo que involucra una determinada comprensión del proyecto filosófico) y no un distanciamiento crítico de ellas, o un debate con otras interpretaciones. Sin embargo, como sucede muchas veces, para llegar a ello es preciso adoptar una perspectiva más distanciada, considerando en particular la relación que Hegel ha mantenido con el idealismo trascendental de Kant. Desde luego, la relación que él mantiene con Kant no puede resumirse en pocas líneas, pero resulta indispensable iniciar examinando algunos puntos de su debate con aquello que él mismo llama la base y el punto de partida de la filosofía moderna.
Para Hegel, el inmenso mérito de Kant radica en haber producido una completa mutación en la filosofía. Esta transformación consiste en la prueba presentada en la Crítica de la Razón Pura de que para que un “algo” sensible se convierta en objeto para el conocimiento debe obtener una configuración mediante los conceptos puros del entendimiento. Al examinar las categorías que se relacionan a priori con los objetos, al definir las reglas del pensar puro y al remontar al origen del conocimiento, tal crítica ha demostrado que ninguna lógica puede ser atribuida a los objetos de la experiencia inmediata. Después de Kant, los objetos externos ya no disponen de una prioridad absoluta determinando desde su perspectiva al sujeto; por el contrario, es el sujeto el que posee en sí mismo todo lo que se requiere para entrar en relación con el objeto según la verdad. Ofreciendo su sistema de representaciones a priori, el programa trascendental presenta a la vez la demostración de que el objeto de conocimiento –aún si su materia es necesariamente empírica -, no existe como tal sino en la medida en que es construido por el entendimiento en conformidad con las categorías contenidas en la unidad del “yo pienso”. En estricta justicia, para Kant el conocimiento es la unidad inseparable de intuición y pensamiento, pero Hegel considera que la diferencia entre lo sensorial y lo intelectual se resuelve a favor de éste último, porque aún cuando únicamente la sensibilidad puede proporcionar elementos empíricos, éstos no se convierten en objetos de la experiencia sino cuando el entendimiento aporta la estructura que hace ese “algo” inteligible.
Es esta función otorgada a las categorías la que retiene el interés de Hegel. En efecto, para Kant los conceptos puros del entendimiento o categorías no son simples entes de razón, sencillos pensamientos recluidos en las cabezas de los individuos, sino estructuras fundamentales que otorgan su modo de ser a los objetos que constituyen. La aplicabilidad de las categorías es condición necesaria del objeto en tanto que objeto pensable: producir un objeto en la percepción y aplicar una categoría son dos aspectos de un proceso único, por eso se justifica que las categorías sean llamadas “objetivas” en el sentido de “constitutivas de objeto”. Los conceptos puros son desde luego pensamientos, pero los objetos no están ausentes sino que están subsumidos en aquellos: las relaciones establecidas entre ambos no son accidentales, porque de los objetos solo se conoce aquello que la razón produce con apego a su proyectos. De acuerdo con la Crítica, la objetividad de esos objetos se realiza en la unidad trascendental de la apercepción en la cual la diversidad ofrecida por la sensación es sintetizada en el concepto de objeto. Por tanto, la apercepción puede ser llamada “objetiva” en la medida en que ella constituye a los objetos o que en ella los objetos son constituidos. El programa trascendental depende justamente de esta tesis: aunque el entendimiento requiere de la sensibilidad para recibir una multiplicidad de datos, la objetividad del objeto depende la capacidad de subsumir esos datos en la función de unidad que es el concepto puro.
Hegel estima que con ello ha quedado establecido el principio inamovible de la filosofía moderna, a saber, que la verdad de las cosas reside en la unidad sistemática aportada por la razón (o en términos kantianos, por la apercepción). Las cosas sensibles, limitadas y finitas existen sin duda pero no poseen en sí mismas su verdad. Esta demostración de Kant es la que permite a Hegel afirmar que el idealismo comienza con la afirmación de que el conocimiento no es el espejo de la naturaleza, ni se mide contra ninguna cosa que no sea él mismo. A partir de ese momento no hay afirmación de la realidad fuera de la actividad pensante, porque lo verdadero lo es únicamente mediante las formas del pensar (expresadas, claro está, en forma lingüística). Por supuesto, esto no significa que el pensamiento es el creador de la existencia o que el ser sensible es sólo una manifestación de las ideas, sino la tesis epistemológica según la cual toda realidad existente fuera del pensamiento adquiere consistencia únicamente en la medida en que éste la aprehende. La verdad de las cosas, lo que llamamos su “esencia”, emerge en la síntesis de esas categorías pensadas y éstas no están destinadas a reconocer una verdad anterior o exterior al pensamiento sino a reconstruir, mediante la reflexión, al objeto en su verdad. La esencia de la cosa no es entonces una entidad oculta que se encuentra detrás o encima de ella, sino la trama de determinaciones del pensamiento mediante la cual ese “algo” se presenta en la experiencia: “de un modo general lo que es en sí, es tal como es en tanto que cosa pensada, y de este modo el pensamiento es la verdad del ser objetivo”.
Hasta aquí la aprobación de Hegel a Kant es completa. A partir de ahora surgen las divergencias. En efecto, Hegel piensa que a pesar de la primacía otorgada al pensamiento, Kant continúa hablando de “las cosas sensibles” y en especial de la “cosa en sí” como de algo que permanecería intacto, más allá de cualquier operación del intelecto. A pesar de la “revolución copernicana”, aún se preserva la idea de que el conocimiento es algún tipo de relación establecida entre dos mundos separados: uno, el mundo de las cosas en sí, otro, el mundo de las representaciones en la estructura del pensamiento; ambos son en sí mismos realidades independientes, aunque ambos son también el uno para el otro. Es por eso que para Kant la verdad de la lógica trascendental no corresponde a la verdad de la cosa en sí, sino a la figura de la verdad relativa únicamente al fenómeno, es decir, a nuestra estructura intelectual específica. A fin de cuentas, el idealismo trascendental, aún criticando a las metafísicas tradicionales, admite y afianza una premisa básica de estas: que hay dos ordenes separados e inconciliables: el ser y el pensamiento, el objeto y el sujeto, lo finito y lo infinito. La presencia de la “cosa en sí” por un lado, y de las representaciones del entendimiento por el otro, es entonces indicativa de que la revolución filosófica ha quedado inconclusa debido a la exagerada “ternura hacia las cosas” de la que Kant fue víctima, en su afán por salvar al conocimiento científico. Admitiendo una “cosa en sí” irreductible, Kant ha creído salvar a la ciencia sacrificando a la metafísica, mientras que según Hegel la ciencia y la metafísica se salvarán o se derrumbarán juntas.
Esta separación que Hegel cuestiona era a los ojos de Kant un logro definitivo obtenido mediante la crítica a la metafísica tradicional, una vez que había logrado despertar del sueño dogmático en que se encontraba sumergido. Hegel reanima pues una cuestión que se creía saldada con la condena de aquella doctrina venerable. ¿Se trata pues de una vuelta atrás? Recuérdese que para Kant la metafísica tradicional es un intento por obtener conocimiento de lo incondicionado a través de la pura razón. Hay en este propósito dos elementos: el posible conocimiento de lo incondicionado y los medios categoriales que están al alcance de la razón. En cuanto a lo primero, Kant entiende lo incondicionado como aquello que completa una serie de condiciones: la causa final, la última unidad de análisis, el último sujeto de predicación. La totalidad de estas condiciones, inalcanzable en su opinión, es lo que Kant llama “infinito”. Existen tres ideas fundamentales que corresponden a tres conceptos básicos de lo incondicionado: Dios, la libertad y el alma. Ahora bien, al examinar los medios de que la razón dispone, la crítica encuentra que si aquella intenta ir más allá de los límites de la experiencia cae en falacias de todas clases como los paralogismos o las antinomias expuestas en la Dialéctica Trascendental. En consecuencia, Kant sostiene que la metafísica, entendida como el intento de conocer lo incondicionado mediante la pura razón, es imposible. Es cierto que los temas clásicos de la metafísica: Dios, la libertad y el alma no son cancelados del todo, pero se convierten en “ficciones heurísticas” que funcionan como ideas reguladoras de la orientación práctica del mundo, pero en ningún caso son objetos de conocimiento.
Hegel coincide con Kant sólo en una parte del diagnóstico y de ningún modo en la conclusión. En cuanto al diagnóstico, acepta que la metafísica tradicional ha fracasado, pero piensa que este fracaso no se debe a su intento por pensar lo incondicionado, sino a su erróneo concepto de infinito como de algo que trasciende la experiencia ordinaria. En segundo lugar, admite con Kant que esa metafísica merece el calificativo de “dogmática” por su despreocupación en examinar los medios conceptuales de que dispone: la filosofía moderna no puede evitar someter a crítica nuestra facultad racional para encontrar sus usos legítimos y sus alcances. Pero este doble diagnóstico no lo conduce a las conclusiones de Kant. Si la metafísica de la trascendencia, del reino de los seres más allá de la experiencia se ha revelado imposible es porque se ha empeñado en pensar el concepto de infinito como algo más allá de la experiencia. La solución no es entonces echar por la borda lo infinito, sino hacerlo inmanente al mundo de las cosas finitas: en adelante, lo mismo que para Aristóteles, para Hegel lo infinito, lo universal, debe estar íntimamente inscrito en lo existente. Por otra parte, es claro que los conceptos puros del entendimiento, que en última instancia derivan de las formas del juicio son, por su naturaleza, finitos, condicionados y divisibles y por ende resultan inadecuados para pensar lo absoluto que por definición es infinito, incondicionado e indivisible. Pero ¿son estos medios del entendimiento los únicos disponibles? Hegel piensa que no; él sostiene que es posible conocer algo incondicionado y puramente inteligible, aunque reconoce que para ello no bastan las reglas y los principios del entendimiento. En consecuencia la solución que propone consiste en elaborar una teoría de la razón infinita. Para ello, una premisa indispensable es liberar al pensamiento de las cadenas de la intuición sensible y declararlo enteramente libre, independiente y autosuficiente en sus propias operaciones. Hegel estima que la razón como pensamiento infinito no es una invención suya, sino una necesidad del entendimiento, como el mismo Kant lo ha mostrado. De manera que aunque distingue sistemáticamente entre entendimiento y razón, estos términos no designan facultades completamente independientes: la razón es simplemente el resultado necesario del movimiento inmanente del entendimiento. Resumiendo lo anterior: Hegel comparte el proyecto de una crítica a la metafísica tradicional, pero no concluye en el dualismo kantiano entre ser y pensamiento, ni en la separación de lo condicionado de lo incondicionado, sino en una metafísica de la inmanencia, en la unificación completa del ser y del pensamiento, proponiendo para ello una teoría de la razón capaz de pensar esta unidad entre lo finito y lo infinito, es decir susceptible de pensar lo absoluto.
El propósito de Hegel no es reanimar la metafísica condenada por Kant, sino construir una metafísica que cumpla las exigencias de la crítica racional, pero ¿cómo caracterizarla? Veamos. Hegel reconoce a Kant el haber sostenido una cierta identidad del sujeto y el objeto, pero considera que se trata de una identidad imperfecta porque es a la vez formal y subjetiva: formal, porque las representaciones alojadas en el entendimiento son “vacías” y no prestan ninguna atención al contenido, y subjetiva, porque la razón es algo impuesto al mundo por la actividad del sujeto mientras el mundo previo a esta actividad es un ser en sí, inalcanzable. Contra esta desconfianza que se ha puesto a dudar que el pensamiento sea capaz de alcanzar la verdad esencial de las cosas, y que debido a ello ha confinado a la verdad en el reducto ideal del entendimiento, Hegel reivindica el espíritu de la metafísica clásica la cual tenía un concepto más elevado del pensar puesto que lo consideraba lo verdaderamente verdadero de las cosas, de lo que en ellas y de ellas se conoce. Cuando hablamos de categorías lógicas –piensa Hegel -, no estamos tratando del pensamiento acerca de un algo que existe independientemente, como un dato para nuestro pensar y aparte de él, y tampoco estamos hablando de formas que se supone deben proveer meros signos de la verdad; por el contrario, esas categorías son las formas necesarias y las autodeterminaciones del pensamiento que forman el contenido y la verdad última en sí misma. Sólo recientemente, bajo los prejuicios de la conciencia vulgar, nos hemos puesto a dudar admitiendo de manera implícita que los pensamientos “no son más que pensamientos”, asumiendo así que toda realidad viene del exterior, adoptando en fin la idea de que el conocimiento es una especie de representación imperfecta de la realidad. Kant, quien habría podido disipar ese prejuicio, se ha convertido por el contrario en responsable de su vitalidad como consecuencia de haber colocado en planos diferentes al contenido material del conocimiento y a la forma del entendimiento. Lo que separa a Hegel de Kant es que el primero rechaza la distinción entre lo conceptual y lo intuitivo como elementos del conocimiento porque para él, toda experiencia sensible, aún la más humilde, es conceptual, es decir, involucra al pensamiento: “En toda intuición humana hay pensamiento. Del mismo modo, el pensamiento es lo que es universal en toda representación y en cualquier actividad espiritual, en toda voluntad, apetencia, etcétera ... Si nosotros consideramos al pensamiento como lo que es genuinamente universal en toda cosa natural y en toda cosa espiritual, entonces él comprende a todas éstas y es el fundamento de todas ellas”.
Tan tenue y tan sutil como se desee, lo cierto es que el idealismo trascendental ha mantenido una separación entre el pensamiento y las cosas, y entonces se hace inconsecuente con sus propios principios. A pesar del acuerdo de partida, Hegel acaba oponiéndose a Kant bajo la idea de que la tarea urgente es erradicar ese dualismo de las que llama las “filosofías de la representación”. ¿Qué podemos entender por este término? Según Hegel, estas filosofías son una serie de perspectivas de la relación sujeto-objeto que son propias de la conciencia común, las cuales admiten sin crítica que existe una separación entre la forma y el contenido del conocimiento y por tanto que no hay punto de unión entre “verdad objetiva” y “certeza subjetiva”. Aunque con el término “filosofías de la representación” Hegel alude explícitamente a Leibniz y Wolff, bajo ese título pueden encontrase igualmente una serie de variantes empiristas, idealistas, fenomenológicas o del materialismo vulgar. La actuación de todas estas filosofías de la representación sigue un cierto patrón: presuponen que la materia del conocimiento proviene de un mundo exterior e irreductible al pensamiento mientras éste, vacío a la manera de una simple forma, se aproxima a esa materia para dar contenido a sus operaciones abstractas. Una vez que esas dos partes, ser y pensamiento, son declaradas independientes se establece una jerarquía: los objetos en su exterioridad pueden ignorar por completo al pensamiento mientras éste no puede subsistir sin aquella materia, puesto que sin ella no abandona su forma indeterminada. La verdad a la que el conocimiento aspira se convierte entonces en “alguna clase de concordancia del pensamiento con el objeto y para lograr esa concordancia –pues ella no existe en y por sí- el pensamiento debe someterse al objeto y acomodarse a él”.
Es natural que bajo los prejuicios representativos el mundo objetivo sea percibido como un hecho bruto, sin idea ni propósito, mientras que el pensamiento se encuentra recluido en la interioridad de la conciencia. Es normal también que el conocimiento se presente como una estrategia subjetiva destinada a encadenar signos (cómodos, aunque inexactos) concebidos como sustitutos del objeto. De ahí las filosofías de la representación concluyen que el pensamiento es algo abstracto, que los conocimientos son parciales y que el saber está separado de cualquier forma de vida práctica. Aceptan que algo puede ser verdadero, pero sólo “en mi cabeza”, porque el conocimiento ha sido reducido a un montaje de signos ordenados de tal modo que el “yo pienso” se complace en recorrerlos. El programa de Hegel no se comprende sin su oposición radical a estas filosofías de la representación. En ello, Kant ha jugado un papel doble: Hegel admite de éste la demostración de que el pensamiento no descubre ninguna objetividad “en las cosas”, pero disiente de él porque afirma que el pensamiento constituye por completo al objeto en su verdad mediante la reconstrucción pensada y que, más allá de esa verdad que une al pensamiento y a su objeto, no hay nada, y no queda ningún misterio –por ejemplo la “cosa en sí”- inaccesible. Es esto lo que provoca que la Lógica de Hegel contenga de hecho una metafísica, si por esta se entiende el conocimiento de la estructura general del ser a través de las determinaciones del ser pensado en cuanto tal. Esto es lo que sintetiza el núcleo de la filosofía del idealismo absoluto: la identidad completa del ser (que es íntegramente determinado por el pensamiento), y del pensamiento (que en su libertad es determinante, tanto de ese objeto, como determinante de sí mismo).
Hegel ha hecho suya la idea básica del programa trascendental: criticar las determinaciones de la reflexión mediante las cuales el ser, en sí mismo carente de consistencia es pensado, pero ha creído llevar ese revolución más allá de Kant, evitando lo que considera el formalismo vacío de las categorías. El resultado es que en la Lógica (tanto en la versión de 1812, como en la contenida en la Enciclopedia) las categorías no son “modelos” o “esquemas” vacíos con los cuales se intenta dar forma a una diversidad externa; en Hegel esas categorías son “determinaciones” porque definen lo sensible y fundan toda su objetividad: ellas constituyen al objeto como objeto pensado y le otorgan todo su sentido, porque no existe experiencia alguna, ni apropiación práctica del objeto externo que no esté guiada, establecida, posibilitada por algún tipo de categorización. Se comprende entonces lo lejos que Hegel se encuentra de cualquier idea del conocimiento entendido como “representación mediante el pensamiento de un objeto externo”. Para Hegel, conocer no es imitar. El objeto pensado no es igual al objeto percibido, aunque incontestablemente es la misma cosa la que es, primero percibida, y después pensada. Según él, es inútil esperar la reproducción ideal de las cosas porque no existe ninguna lógica general de la representación. Pensar no es pues traducir y conocer no es simular al mundo por medio del pensamiento. Pensar es mucho más que eso: es otorgar la inteligibilidad necesaria y la presencia en la experiencia a un mundo que, sin el pensamiento, carece por completo de sentido.
Traducido al plano epistemológico el proyecto de Hegel es ambicioso pero inteligible: en él se busca demostrar que todo conocimiento filosófico o científico es una reconstrucción pensada del objeto a través categorías que el pensamiento logra partiendo de determinaciones más o menos elaboradas, pero que siempre son obra del mismo pensamiento. El resultado de esta reconstrucción es un objeto pensado el cual, tan perfecto como parezca, será siempre una entidad ideal que permite conocer el objeto real pero que no se confunde con él, lo explica pero no lo suplanta. Es decir que entre el conocimiento “exterior” y el conocimiento de la esencia no hay sólo una diferencia de grado, sino de naturaleza, por eso el conocimiento racional es un problema. En consecuencia, la filosofía de Hegel no se propone nulificar la experiencia sensible sumergiéndola en el pensamiento, sino hacer inteligibles, mediante el pensamiento, las condiciones de cualquier experiencia sensible. En el plano metafísico, el programa de Hegel se traduce en el propósito de mostrar que no hay ninguna separación entre algo subjetivo (llamado pensamiento) y algo objetivo (llamado ser o realidad). Piensa que no hay pensamiento que se realice al margen de la existencia de las cosas (porque “pensar” no es encadenar formas vacías), pero agrega que no hay simplemente “cosas” fuera del pensamiento, porque las cosas no pueden ser para nosotros más que el concepto que tenemos de ellas. No cabe duda que vivimos en un mundo de “cosas”, pero Hegel se empeña en mostrar que son nuestras cosas en el sentido de que sólo adquieren consistencia, sentido y verdad mediante los actos del pensamiento.
Dicho de manera más coloquial: para Hegel los seres humanos no están como en un exilio rodeados de un mundo de cosas que no han puesto, ni podrían poner. Lo propio del ser humano –piensa él- es apropiarse conceptual y prácticamente de esas cosas en el momento en que, mediante su reflexión las hacen ingresar en la experiencia, y mediante su trabajo guiado por el pensamiento las manipulan y las transforman. Los seres humanos prueban cotidianamente que el mundo de “las cosas” no existe sino por su mediación: la filosofía no hace más que llevar a la conciencia eso que ellos ya están realizando. Por eso Hegel tiene como adversaria cualquier filosofía que los haga dudar de esto y busque convencerlos que entre ellos y las cosas existe una separación insuperable.
Teniendo claro el objetivo general de la filosofía de Hegel, el análisis de las categorías de identidad, diferencia y sobre todo contradicción adquiere un significado particular. Tal análisis es impuesto por la premisa de que ninguna categoría metafísica posterior a Kant puede evadir las exigencias de la crítica racional. Luego, ese examen mostrará que la contradicción, que es el corazón de la dialéctica, no puede entenderse como una categoría extraída del reino de los objetos sensibles, de manera que ella no es el indicativa de ninguna ontología; pero la contradicción deja de ser igualmente una suerte de método universal que el entendimiento aplicaría indistintamente a cualquier objeto externo. Sin ninguna ontología, ni un método universal, el programa de Hegel no tiene el carácter arbitrario y megalómano que algunos gustan atribuirle; creemos por el contrario que la razón especulativa ofrece una alternativa valiosa para pensar nuestras condiciones efectivas de existencia. Sigamos entonces esas categorías en su exposición lógica.
Identidad. Contenidas en la segunda sección de la Lógica, la “Doctrina de la Esencia”, las categorías de identidad, diferencia y contradicción pertenecen a la clase llamada “esencialidades”, porque Hegel sostiene que ellas constituyen la verdad, es decir la esencia de la cosa que está siendo pensada. Iniciar con la categoría de identidad no es arbitrario: primero, porque todo lo que existe posee una identidad a sí y es en torno a ésta que las demás categorías deben tematizarse y, segundo, porque la identidad es uno de los pilares de la metafísica que nuestro filósofo combate. En efecto, ¿qué categoría podría parecer más evidente que la identidad, entendida como determinación universal del ser? A través de la categoría de “identidad”, el pensamiento parece extraer del ser un dato ontológico básico e incontrovertible. Afirmar que “todo es idéntico a sí mismo” tiene el aspecto de una proposición absoluta y universal que no requiere de una demostración ulterior. Y sin embargo, Hegel propone examinar nuevamente la cuestión. Su argumentación es, sin embargo, singular: él no desea hacer poner en duda la estabilidad de las cosas exteriores al pensamiento, y tampoco se propone dudar acerca del valor de nuestros sentidos con el fin de conducirnos a un escepticismo radical. Hegel se concentra más bien en examinar los medios conceptuales con los cuales se afirma la identidad de cualquier cosa para mostrar que tal identidad no es el punto de partida, sino el punto de llegada de la reflexión pensante. Su interés fundamental es mostrar que la identidad (que la conciencia ordinaria considera una evidencia) no es una premisa para el pensamiento sino por el contrario un resultado, una síntesis del pensamiento unificador.
La estrategia elegida consiste en examinar los enunciados en los que se presenta la identidad: por ejemplo, si se tiene la proposición “todo es idéntico a sí mismo”, se percibe de inmediato que ella no puede provenir de ninguna experiencia inmediata, porque la proposición se enuncia como un universal, mientras que cada experiencia es siempre algo singular. Además, esa proposición tampoco describe un género manifiesto del ser, porque para los sentidos todo lo real se ofrece en un flujo cambiante mientras que, por el contrario, definir la identidad supone alcanzar aquello que es permanente en el ser y lo hace siempre idéntico a sí mismo. Es visible desde el mismo inicio que en la proposición “todo es idéntico a sí mismo”, la reflexión está realizando alguna suerte de síntesis.
Examinemos entonces el principio de identidad bajo una forma general, como una “ley del pensamiento”, en la fórmula A=A. Si con ello se afirma que un árbol es ... un árbol, seguramente se obtendrá un consenso universal, pero no se ha dicho nada. De hecho, en esta tautología vacía el “nada” que se ha dicho prefigura justo lo contrario de lo que se ha querido decir. En el momento en que para salir de la tautología se afirme “algo más”, lo que se introducirá no es la identidad sino la diferencia, porque una determinación –cualquier determinación por pequeña que sea- involucra un otro respecto de la cosa, el cual, aunque desaparece enseguida, desaparece como lo negativo de otra determinación: por ejemplo, “el árbol es ...verde” (y no amarillo o castaño). Si el pensamiento se contentara con la identidad original A=A, pensar sería la actividad más superflua y fatigosa, pero escapar de la tautología equivale a introducir un contenido y todo contenido determinado involucra la diferencia, al menos bajo la forma de un límite: la cosa es algo y no otra cosa. Hegel no está poniendo en duda el principio lógico de la identidad y tampoco niega que sea correcto decir que todo tiene, en esencia, una identidad: lo único que demuestra es que las proposiciones con las cuales se establece la identidad no son de naturaleza analítica, sino resultado de una actividad sintética del pensamiento que unifica, bajo la forma de un juicio, una cosa (el árbol), y una determinación (es verde), que necesariamente es diferente a la primera, aunque pueda atribuírsele al sujeto. La identidad comienza a mostrarse no como un dato inmediato arrancado al ser sino como un resultado del pensamiento que involucra la diferencia y que supone la actividad de unificación lograda a través y contra la multiplicidad de determinaciones que pueden ser atribuidas al objeto. Se vislumbra desde ahora la futura definición propiamente hegeliana: la identidad es la unidad –lograda por la reflexión- de la identidad y la diferencia.
La lógica formal no se equivoca al postular la identidad como principio del pensamiento. El problema aparece cuando esa lógica está acompañada sin precaución por una metafísica que sugiere que dicho postulado es una evidencia “de las cosas” y se desentiende del movimiento de pensamiento que permite individualizar un objeto como idéntico a sí. Al establecer la identidad como proposición, el lógico se deja atrapar por el metafísico admitiendo que tal proposición se refiere de inmediato al ser y que por tanto la identidad es una cualidad que el objeto tiene en sí. La crítica de Hegel está dirigida no a la lógica sino a metafísica ingenua que ingresa de contrabando y que erige la identidad como un principio ontológico irrefutable. Cuestión capital -piensa Hegel- porque es justamente a propósito de la noción que posee de la identidad como se distingue una mala filosofía, de la filosofía que verdaderamente merece este nombre.
Diferencia absoluta y diversidad. Lo que el análisis de las proposiciones de la identidad ha mostrado es que en la identidad pura subyace una tautología, pero que salir de ésta hace surgir necesariamente la diferencia. La diferencia es la segunda de las determinaciones de la reflexión llamadas “esencialidades”. Es preciso pues que el movimiento del pensamiento abandone momentáneamente la identidad y se desplace a examinar esta nueva categoría. Pensar la diferencia es arriesgarse en la alteridad, en la negatividad, y por ello en un primer momento la diferencia es “absoluta”. El movimiento que lleva al pensamiento a ocuparse de la diferencia para pensar la identidad es perfectamente natural porque cualquier cosa, para ser identificada como idéntica a sí, debe ser diferenciada respecto de otra, e inversamente para ser diferenciada de otra debe ser identificada a sí misma. Pero con ello se muestra que Identidad y diferencia no son dos categorías independientes entre sí, sino dos momentos del pensamiento que, mediante una única actividad, en un caso identifica y en otro diferencia. Puesto que son dos “momentos”, la diferencia y la identidad son inseparables: aquella no es “otra cosa”, sino la categoría indispensable para la salir de la identidad tautológica original. La diferencia inició como pura negatividad, pero ahora muestra que también posee una determinación positiva: la de ser en sí “un algo”: lo diferente a la identidad. Como diferencia absoluta era solo negatividad sin determinación alguna, pero ahora revela que no es in-determinada pues consiste en ser lo otro de la identidad. En ella coexisten pues la diferencia (ese es su propio nombre) y la identidad, tanto a sí misma, como a la identidad de origen. La diferencia que así se determina (puesto que contiene en sí misma su identidad) ya no puede ser “absoluta” y se convierte en la categoría de diversidad, es decir una forma particular de la diferencia. La categoría de diversidad tiene la ventaja de que ofrece una perspectiva que resulta muy familiar a la conciencia ordinaria: la de un mundo de cosas diferentes entre sí, cada una de las cuales es sin embargo idéntica a sí misma.
La diversidad es la forma que adopta la diferencia en el momento en que se despliega bajo el modo de la identidad. Al ser “diversas”, las cosas se comportan autónomas, indiferentes unas respecto de las otras, y parecen autosuficientes, ocultando su íntima dependencia de las demás. Es el momento en que las cosas parecen guardar una mayor exterioridad respecto al pensamiento que las piensa. La diversidad es sin embargo un momento necesario en la constitución pensada de cada cosa, porque la reflexión debe comparar las cosas entre sí de manera exhaustiva bajo una serie de relaciones a fin de establecer un conjunto de semejanzas y diferencias (por ejemplo una es baja y la otra alta, una bella y la otra fea, etcétera). Dos cosas son consideradas iguales o desiguales entre sí, justo porque son diversas y exteriores una a la otra. Sin embargo, esta autonomía entre las cosas que aparece bajo la diversidad, es ilusoria. Si se examina más de cerca, la diversidad obliga a la presencia de un tercero: el pensamiento, que es quien realiza la comparación. Es él quien separa ambos términos o los unifica afirmando que, bajo cierta relación, son iguales o desiguales puesto que es únicamente esta perspectiva la que permite determinar una cosa respecto de la otra. Dos cosas son iguales o desiguales primero, porque están unidas por una determinación que les es común (por ejemplo, la belleza) lo que permite compararlas y luego, porque respecto a ese algo en común son semejantes o desiguales. La diversidad, que en un primer momento parecía justificar la independencia de las cosas, exige a fin de cuentas que cada cosa reciba su determinación por el pensamiento (el ser “bella” en nuestro caso) respecto a otra, su otra.
Del mismo modo que sucede con todas las otras categorías, la diversidad no es un atributo de “las cosas”, porque la operación misma que establece las semejanzas y las desigualdades es obra del pensamiento que no es ni una, ni otra, de las cosas puestas en relación. Pero mediante esta operación el pensamiento establece la identidad de cada cosa a través de la diversidad con su otro. Así, mediante la acción de va y viene entre semejanzas y diferencias, el pensamiento alcanza una unidad en la que reúne la identidad a sí de la cosa y la desigualdad con su otro, y convierte a estos en momentos de una categoría más alta que la diversidad, más alta porque muestra que cada cosa es, simultáneamente, idéntica a sí misma y diversa de su otro: es la categoría de oposición. Se trata de una nueva etapa en la progresión del pensamiento el cual, para definir la identidad de una cosa concreta, debió partir de la identidad formal y tautológica, se vio obligado a incluir en ella la diferencia absoluta y luego la diferencia determinada que es la diversidad, reduciendo gradualmente la idea de que la diferencia es simplemente aquello que separa las cosas para probar que, por el contrario, es aquello que las determina y las define como idénticas a sí.
La oposición. La diversidad se manifestó como una forma de la diferencia que relaciona dos momentos relativamente independientes, pero mostró que al tratar de pensar al objeto como igual a sí mismo era inevitable introducir en él la desigualdad con su otro: la oposición no es más que la interiorización, en una única cosa, de esos momentos que la diversidad ofrecía relativamente separados. Hegel piensa que el pasaje de la diversidad a la oposición se comprende mejor si se examina la forma de la proposición que establece la diversidad: es el “principio de los indiscernibles” propuesto por Leibniz el cual afirma que “todas las cosas son diversas”, que “no hay dos cosas que sean absolutamente iguales una a la otra”. Es cierto que Leibniz otorgaba a este principio un significado empírico (lo que provocó el espectáculo inaudito de un grupo de damas de la Corte buscando en el bosque dos hojas iguales con el propósito de refutar al filósofo), pero Hegel estima que si se le comprende correctamente, ese principio expresa algo más: al afirmar que una cosa es distinta de la otra, lo expresa bajo alguna determinación y puesto que toda determinación es negación de su determinación opuesta, entonces la cosa contiene en sí misma la negación de ese otro, es decir una diversidad de sí misma en relación a sí. El principio de los indiscernibles expresa la necesidad de que la diversidad no sea cualquier diversidad, sino una diversidad específica, determinada (la cosa es diversa a otra, respecto de esta determinación particular y no de otra) introduciendo con ello en la cosa a su otro, incorporando la negación en cada una de las cosas que están en relación. El otro de la cosa no pues es cualquier otro sino su otro, es decir, su negación determinada. Si en un primer momento la reflexión acerca de la diversidad se presentaba como exterior a las cosas, ahora se muestra como una reflexión que, haciendo desaparecer las diferencias externas entre las cosas, introduce en cada una de ellas a su diferente y mediante éste las determina, convirtiéndose así en reflexión determinante en el sentido de “constitutiva” de la cosa que está siendo pensada. La diversidad no se refiere pues a una comparación entre dos cosas independientes al pensamiento e independientes entre sí, sino a la estructura interna que el pensamiento otorga a cada cosa, trama en la cual subyace, incesante, la negatividad de la diferencia en sus diversas formas. La reflexión manifiesta así la exigencia lógica que la mueve: pensar la serie de determinaciones por las cuales una cosa es diferente de otra y por tanto idéntica a sí.
Lo positivo y lo negativo. El examen de la diversidad nos ha conducido a la categoría de oposición cuya característica es la de unificar al interior de cada cosa, de cada objeto, tanto la identidad como la diferencia. La cosa es una, es decir que posee una identidad a sí, la cual sin embargo para poder ser pensada contiene en sí a su otro, a su no-ser. En cada objeto coexisten ahora dos momentos: a) cuando se observa la reflexión a sí de esa identidad, se obtiene lo positivo; b) cuando se observa la relación a su no-ser, se obtiene lo negativo. Lo positivo y lo negativo son pues dos momentos en la unidad constitutiva del objeto, momentos que son, por una parte autónomos, y por la otra están íntimamente relacionados. Lo positivo y lo negativos son “reflejados” (porque cada uno es el no-ser de su otro) e idénticos a sí mismos (porque cada uno es, por el no-ser del otro). Con ello Hegel no se propone hacer complicados juegos de palabras, sino resaltar que cada uno de esos dos momentos es el retorno a sí de la relación en que se encuentra y por tanto cada uno es, tanto positivo como negativo.
Afirmando la identidad a sí de lo negativo, dándole una forma de presencia, Hegel desea combatir el dualismo de aquellas filosofías que consideran que solo lo positivo tiene objetividad y consistencia, mientras que lo negativo no tiene más que una existencia subjetiva y evanescente. Tradicionalmente, la filosofía sólo se ha interesado en pensar lo positivo en cada cosa, porque considera que sólo éste tiene una realidad asignable. Esto descansa a su vez en el tránsito inmediato entre el ser y el pensamiento que su metafísica permite: puesto que sólo el ser es real, sólo el ser es pensable. ¿Cuál es la diferencia con la filosofía especulativa? Que Hegel estima que lo negativo también tiene un ser y una consistencia propios: dado que cada uno de los términos, positivo y negativo, se define únicamente a través de su reflejo en el otro, esto significa que este otro se refleja en sí, es decir que ese no-ser, es. Recuérdese que no nos encontramos en el plano de la existencia sensible sino en el plano de la lógica, en el plano del pensamiento, y aquí lo negativo posee una objetividad porque sin él no puede pensarse nada efectivo aunque, por supuesto, lo negativo no pertenece al orden de los cuerpos.
Aquello que es definido mediante lo positivo y lo negativo no es el objeto tal como existe al exterior del pensamiento sino el objeto tal como está siendo pensado, el cual no tiene más consistencia que la que el pensamiento le otorga. Este objeto pensado explica pero no reemplaza al objeto real: es sencillamente su transformación en objeto “para el pensamiento”. El objeto sensible puede ser conocido pero a condición de ser transformado en un objeto pensado mediante una trama de categorías. Todo esto es sencillo, pero conduce a una consecuencia fundamental: lo que es conocido no es el objeto inmediato, pleno, sino las relaciones por las cuales la reflexión constituye su identidad. Estas relaciones a las que se refiere la Lógica no provienen de la simple comparación entre objetos considerados en sí mismos autosubsistentes: ellas son más bien una forma de constituir al objeto pensado mediante sus determinaciones esenciales. La categoría de oposición permite entonces descubrir mejor el propósito que Hegel atribuye las categorías de la reflexión: no se trata de inscribir al objeto en una serie de relaciones con otros objetos a fin de establecer comparaciones (como lo haría aún Kant). El programa de Hegel es más radical: es definir la manera en que los objetos son constituidos por el hecho de estar inscritos en determinadas relaciones. La pregunta que él se hace no es: ¿cómo entra el objeto en una serie de relaciones?, sino la cuestión más fuerte de ¿qué transformaciones sufre la noción de objeto por el hecho de estar constituido mediante una serie de relaciones? Se trata pues de otra forma de percibir la identidad del objeto, quitándole su evidencia de premisa y convirtiéndola en el resultado de esta reconstrucción pensada. Lo positivo y lo negativo no son pues atributos de un objeto, sino relaciones constitutivas de ese objeto en la medida en que está siendo pensado.
No es desde luego un error que, en busca del conocimiento, el pensamiento se ocupe esencialmente de la parte positiva del ser del objeto, de su identidad a sí. Pero es necesario que la reflexión reconozca que ocupándose únicamente de la identidad sólo resalta el aspecto positivo, descuidando lo negativo que es el motor del conocimiento, porque gracias a lo negativo desaparece la identidad primitiva de las cosas para dar paso a una forma más alta: la identidad reflexiva de las cosas. Inseparables, lo positivo y lo negativo permiten ahora alcanzar la unidad más alta de la serie de categorías de la reflexión que hemos venido examinando: la categoría de contradicción. En sentido estricto, la contradicción ya no es otra figura de la reflexión que se añade a las anteriores, sino que es sólo la supresión de la poca autonomía que aún poseen lo positivo y lo negativo considerados aisladamente. Lo positivo y lo negativo son ya la contradicción, pero en su aspecto más inmediato: sin duda ellos son en sí la misma cosa pero también ambos son para sí la misma cosa, puesto que cada uno es la supresión del otro y luego de sí mismo. Cada uno de ellos es el pasaje y la superación de su contrario, de manera que la unidad de ambos, que es propiamente la contradicción, posee a su vez una instancia negativa y otra positiva.
La contradicción. La contradicción es el momento en que la oposición (lo positivo y lo negativo) se interioriza en el objeto y éste hace de su otro una parte esencial de su propia determinación. A decir verdad la contradicción ha estado presente desde la categoría de diferencia absoluta, pero como en ésta los términos relacionados aún parecen excluirse mutuamente, la diferencia en general no es suficiente para la determinación esencial de ninguno de ellos. Con la categoría de contradicción tal distancia entre términos excluyentes se ha reducido considerablemente, sin desaparecer del todo. Lo poco que resta es simplemente que, como unidad de dos instancias la contradicción exhibe aún un doble aspecto: uno positivo y uno negativo.
En su aspecto negativo la contradicción se resuelve en cero y no conduce a nada. Este aspecto es bien conocido, se trata del escepticismo radical: a todo objeto conviene una determinación y también la determinación opuesta, lo que conduce a afirmar que nada es estable, que ningún atributo es permanente y que la única salida es este suicidio de la razón. El hecho de que la contradicción se resuelva de manera negativa es resentido por el pensamiento mediante la confusión y la desesperación que sufre el escéptico recalcitrante.
Afortunadamente la contradicción no se resuelve sólo de manera tan decepcionante y ofrece también un resultado afirmativo: lo positivo y lo negativo son reconocidos como dos momentos contenidos en cada una de las determinaciones del objeto: la alteridad, la diferencia, que en un primer momento aparecía como exterior al objeto, se revela condición indispensable para la atribución de cualquier determinación al objeto. Recuérdese que la alteridad se introdujo porque, para superar la vacía identidad A=A, fue preciso otorgar al objeto alguna determinación y cualquier determinación no sólo es diferente al objeto mismo (“verde” no es “árbol”), sino que es la negación de otra determinación (lo “verde” no es lo “castaño”). Una vez recorrido el proceso lógico. la contradicción, el no-ser, esta alteridad, se revela ahora parte del ser. La contradicción no es más que el reconocimiento, por parte de la reflexión, de que para pensar la identidad de un objeto es necesario insertarlo en una trama de relaciones con su otro, con sus otros, y que esta negatividad forma parte de su definición esencial.
Una vez que la alteridad ha sido subsumida en la definición del objeto tiene sentido afirmar que éste es la unidad de su ser y de su no-ser, que ha alcanzado una identidad a sí en la que están contenidas tanto la identidad, como la diferencia. El objeto ha pasado así de una identidad inmediata a una identidad reflexiva. Como unidad del ser y del no-ser, el objeto ha sido reconstituido en su totalidad (y no queda ninguna exterioridad inalcanzable) en el mismo movimiento del pensamiento que lo piensa, mediante una definición que es exhaustiva y esencial, es decir, constituye toda su verdad. Puesto que el objeto conocido ha sido producido por el movimiento propio de la reflexión, Hegel puede asegurar, como se había propuesto, que el pensamiento es autosuficiente, libre, en el sentido de que logra una elaboración exhaustiva del objeto pensado, impulsado únicamente por su propios procedimientos.
Juntas, la identidad a sí y la diferencia alojadas en el objeto forman una unidad más alta que cada una de ellas: es la categoría de fundamento. En el fundamento se encuentran unificadas la parte positiva (el ser del objeto) y su otro (la parte negativa). Con ello, la Lógica quiere indicar que todo objeto tiene un fundamento, una razón de ser, pero que no se fundamenta a sí mismo, sino que descansa en la trama de relaciones que establece con sus otros. Para obtener el fundamento, el pensamiento ha debido salir del objeto en sí, lo ha nutrido de esas relaciones que lo determinan y ha vuelto a él, dotándolo ahora de una identidad que incluye a su diferente. Entre esa incesante salida de sí y esa vuelta a sí, se encuentra la trama siempre cambiante de relaciones en las que el objeto es determinado (por ejemplo, en un momento de la vida el individuo es “hijo”, luego es “padre” y más tarde “abuelo”). Puesto que esta trama de relaciones cambia de manera incesante, la identidad que estas relaciones determinan, cambia también: el objeto siempre tiene una identidad a sí, pero no es siempre el mismo, no permanece tieso en su ser original porque cada vez subsume diversas determinaciones de la alteridad que lo modifican. Y sin embargo, la reflexión que ha debido abandonar por un momento el objeto original, vuelve siempre a él, trazando un círculo que se cierra sobre sí mismo. Con cada círculo que traza, el objeto enriquece su significado al interiorizar las determinaciones que provienen de una nueva alteridad. Es este eterno retorno a sí, mediante el cual el objeto pensado se enriquece, transformándose, lo que Hegel llama “infinito”. Lo infinito es simplemente el proceso circular interminable por el cual el objeto hace suyas nuevas formas de la diferencia, sólo para ser reconstituido nuevamente como idéntico a sí. Puede entonces afirmarse que lo infinito ya no está más allá, como un mundo diferente de la experiencia, sino que es inmanente a lo finito, idéntico al ser pensado que resulta del proceso. Esta es la metafísica inmanente que Hegel propone. Alcanzando la categoría de fundamento, la contradicción se muestra por completo constitutiva del objeto puesto que este obtiene su definición esencial a través de su otro, excluyendo cualquier tipo de exterioridad entre ambos.
El enunciado de la proposición acerca de la contradicción dice: “todas las cosas son en sí mismas contradictorias”. Al presentarla como proposición universal Hegel deja claro que ella no se refiere al ser de la experiencia sensible sino al ser pensado, pues la aseveración “en sí mismas” supone que se ha efectuado el movimiento reflexivo mediante el cual se ha definido la esencia de cada cosa. Las cosas son en sí mismas contradictorias, pero no en tanto que cosas aisladas, sino como momentos del movimiento de pensamiento que las constituye. La contradicción no está pues presente en los objetos reales: lo único que está presente en la experiencia sensible son los objetos mismos, pero para alcanzar su conocimiento, su identidad mediante la reflexión, el pensamiento tiene que pasar necesariamente por la contradicción. Este es un punto crucial si se quiere comprender el programa hegeliano: para el idealismo absoluto la existencia de las cosas sensibles no presenta ningún problema, ni está de ningún modo en cuestión. El problema de la filosofía no es probar la existencia del mundo externo sino comprender el mecanismo de pensamiento mediante el cual conocemos esa presencia indiscutible. La gran apuesta de Hegel es que ese mecanismo de pensamiento incluye obligatoriamente la contradicción. “Todo es contradictorio a sí mismo” significa que la contradicción no es atribuible al objeto externo, como si fuese una propiedad suya, porque la contradicción, como cualquier determinación, proviene de y es regida por, una relación, y cualquier relación es una operación del pensamiento. La contradicción no está “en las cosas”: ella se genera cuando la reflexión trata de pasar de “las cosas” inmediatas al examen de las relaciones que las constituyen, lo que equivale a decir que el pensamiento nunca es el espejo de la naturaleza sino su completa reconstrucción inteligible.
La contradicción no es entonces una invención de Hegel que se agregaría a la ontología espontánea de la conciencia inmediata. Ella es mas bien un nuevo modo de pensar al objeto, modo que resulta decisivo porque aparece en el momento en que el pensamiento hace un esfuerzo de unificación entre la multiplicidad de las determinaciones que reconoce como convenientes a la definición del objeto. La contradicción está ligada a la transformación del dato (cualquiera que sea el grado de su elaboración reflexiva) en un objeto pensado. Sin duda alguna en el origen del conocimiento existe un momento de receptividad del objeto empírico, pero ese momento es simultáneo (inseparable y no previo) a la organización conceptual que permite reconocer su identidad mediante la reflexión. El objeto resulta entonces doblemente contradictorio: por una parte él se ofrece como una existencia sensible, independiente, mientras que su existencia no puede ser pensada más que en relación con su fundamento, es decir la trama de categorías de la reflexión; por otra parte, el objeto es definido como idéntico a sí pero lo es mediante una serie de relaciones que incluyen a sus otros, es decir a lo negativo. Al insistir en este doble aspecto de la contradicción en el objeto Hegel desea mostrar, contra Kant, que la necesidad de pasar por un dato externo no implica mantener la idea de su exterioridad (la “cosa en sí” irreductible al pensamiento), y tampoco implica que la búsqueda de una determinación completa del objeto lleve a antinomias insolubles. La serie completa de condiciones, lo incondicionado para Kant está, según Hegel, al alcance de la razón. Por otra parte, la categoría de contradicción es una pieza clave para probar que no existe una separación entre el mundo en sí y el mundo de los fenómenos, entre ser y pensamiento, sino un proceso único mediante el cual el pensamiento reconstituye la verdadera identidad de los objetos del mundo sensible y nos orienta hacia la apropiación práctica de éstos.
Pero la contradicción es también el punto de mayor distanciamiento entre Hegel y las filosofías dualistas. En efecto, para la conciencia que se representa el mundo como una serie de existencias separadas, primero cada cosa es (puesto que posee una esencia) y luego cada cosa es diferente de otra. Cuando trata de pensar la identidad de la cosa, esta conciencia separa una serie de determinaciones aisladas y las aplica a modo de definición a un substrato llamado “sujeto” que funciona como soporte de esos predicados: se dirá por ejemplo que Dios es eterno, justo, bondadoso, que está en las alturas, etcétera. Hegel llama “entendimiento” justamente a esta facultad de pensar en función de tales determinaciones finitas y limitadas. Definidas de este modo por el entendimiento las cosas, tiesas cada una en su ser, son diversas, vecinas unas de otras y nada más. Cada una es idéntica a sí con exclusión de otra, lo que confirma a una en su independencia y a otra en su aislamiento. La comunidad de esos seres plenos en sí mismos reúne una pintoresca multitud de diferentes: cada ser es y su otro es también y responsabiliza a ese sencillo “también” de la unidad del espacio en que ambos coexisten: “Dios es y nosotros somos, también; esta es una mala síntesis, una transacción equitativa. Es el modo de representación que consiste en considerar cada lado tan sustancial como el otro, en honrar a Dios situándolo en el más allá pero atribuyendo también un ser a las cosas finitas, en el más acá; la razón no puede contentarse con este criterio igualitario, con esta actitud indiferente”. En consecuencia, la Lógica de Hegel asegura que la identidad esencial de un objeto no se obtiene por la acumulación en serie de predicados unos al lado de los otros, sino por la unificación de tales determinaciones mediante la absorción de la alteridad, de una negación que no es ni impensable, ni innombrable. A través de lo negativo, la contradicción no desea hacer coexistir lo diferente al lado de cada cosa, sino incluir en cada cosa su diferente.
Puesto que la metafísica que subyace a esta conciencia del entendimiento cree tener como respaldo la evidencia de las cosas inmediatas, entidades autónomas y aparentemente autosubsistentes, la idea de que la contradicción podría participar en la constitución de esas cosas le resulta literalmente impensable. Si comienza por aceptar que cada cosa es, y es plenamente, ¿dónde podría alojarse su no-ser? El pensamiento representativo, que no se asigna otra tarea que reproducir idealmente esa evidencia considera que la alteridad de cada cosa es otra cosa, algo opuesto, un límite a la primera. El Otro es así convertido en una exterioridad, irritante si se quiere, pero que de ningún modo compromete la identidad esencial de cada cosa. En este mundo de seres plenos e independientes la contradicción no puede ser más que una anomalía, una aberración proveniente de una subjetividad incontrolada: en breve, una enfermedad lamentable pero pasajera del pensamiento.
La obstinación con la que actúa el entendimiento es comprensible porque dar a la alteridad alguna participación en el ser equivale a retirarle la primacía al objeto y otorgársela a la relación. Por ese camino, el entendimiento pronto tendría que aceptar que la contradicción es inmanente al objeto y no únicamente un sencillo malentendido. La metafísica ingenua viene entonces en su auxilio y declara que la contradicción es impensable, que lo que se contradice no es nada, que la dialéctica es saber de un día de feria y que debe ser incluida entre los productos de una mentalidad primitiva. Y sin embargo, Hegel insiste en que, frente a cualquier otra determinación, la contradicción “es la determinación más profunda y esencial” porque aloja toda la vitalidad del ser, ¿dónde radica entonces la divergencia entre ambas perspectivas?
a) El examen de las esencialidades de la reflexión ha mostrado que, contra lo que afirman las filosofías de la representación, la categoría de contradicción no introduce dos determinaciones contrapuestas en un sujeto ya constituido. Hegel no espera convencernos del absurdo de que “Calias está a la vez de pie y sentado”, porque es justamente esa lógica de la identidad preexistente la que se trata de combatir. Hegel acepta que a ningún sujeto pueden convenirle dos determinaciones contradictorias porque introducir lo negativo en el ser no significa anexar un territorio nuevo a lo que ya existe. Él considera que ha superado a esos pensadores admirables que intentaron pensar la contradicción sin lograr liberarla de los prejuicios de la representación. A pesar de toda la estima que le tiene, este es el reproche que le hace a Heráclito: el haber oscurecido la profundidad de su pensamiento refiriéndose al movimiento dialéctico como si se estableciera entre cosas en sí mismas plenas e independientes. Afirmar que “la guerra y la paz son lo mismo” es arriesgar que la dialéctica sea arrojada al ridículo pues pretende que dos cosas que son absolutas en sí, finjan estar íntimamente relacionadas. Si dos cosas son, cada una por su parte, es un error asegurar que son “lo mismo”. Por el contrario, para Hegel introducir lo negativo en el ser no es postular a la negación como si fuese otro ser, sino pensar la alteridad inmanente a cada cosa. La filosofía de Hegel comienza en el momento en que la diferencia deja de ser sinónimo de separación y se convierte en interiorización del otro en la identidad del uno. Para ella resulta crucial mostrar que entre esos dos momentos no hay independencia y desterrar el “axioma clandestino” que asegura que toda determinación positiva se puede realizar en completa ausencia de su otro, fundamento espontáneo que declara entonces que lo negativo es impensable.
b) Mediante la categoría de contradicción, Hegel piensa de manera radical la finitud del ser. Alojando el no-ser en la definición esencial del ser, Hegel devuelve a la finitud su sentido más primitivo de “evanescente” y afirma que si un ser es finito, lo es porque en su esencia contiene su no-ser, y con ello anuncia su necesidad de tener un fundamento más amplio que él, pues de otro modo no sería “finito”. Desde luego, Hegel no es el primer filósofo en destacar el carácter precario de las cosas finitas. De hecho, todas las filosofías aseguran que de ningún modo confunden lo finito y lo absoluto, pero la metafísica subyacente a tales filosofías de la representación ofrece una imagen errónea del ser finito, porque insiste en la consistencia de la cosa en detrimento de su precariedad. Puesto que tal metafísica les prohibe pensar lo negativo, el no-ser, esas filosofías deben dar paso a lo positivo sin restricción. Reconocen que el ser finito es una realidad limitada, pero piensan que al fin y al cabo se trata de una realidad. Distinguen entre lo finito y lo imperecedero, pero de lo finito sólo pueden pensar su ser y no su finitud. Admiten que lo finito se extingue, pero a ese ser que pasa nunca le otorgan el sentido esencial de “lo pasajero”. Y puesto que de los seres finitos subrayan sobre todo su ser, bajo este principio la extinción de ese ser, su paso a su no-ser, es siempre el resultado de una catástrofe, de un accidente externo.
La filosofía de Hegel, por el contrario, quiere introducir en la definición de la cosa el significado de “esencialmente perecedera”. Si lo logra, entonces puede afirmar que la extinción no es un tropiezo de la existencia. A pesar de lo que sugieren las apariencias, las cosas no son y luego dejan de ser, porque su existencia es desde el primer momento la unidad de ser y no-ser, es decir “lo que está fluyendo”. ¿Existe un modo más fuerte de probar la inmanencia de lo infinito en lo finito? Es verdad que esto confirma la certeza de nuestro fin, triste e ineluctable, pero tiene el aspecto positivo de mostrar que existe un fundamento más allá de nosotros mismos, en el proceso infinito de la Vida a la que pertenecemos: ésta es lo único absoluto. La existencia de lo absoluto deriva entonces de la finitud de los seres inmediatos: es porque lo finito aloja en sí mismo su no-ser, y por tanto es contradictorio, que se puede derivar el ser de lo absoluto, es decir la necesidad de una entidad más alta que otorgue fundamento a esos seres contingentes. La filosofía de Hegel asegura que lo que efectivamente existe no es la simple realidad del ser inmediato, sino su unidad con un proceso infinito que le otorga sentido y límites, puesto que se trata de seres finitos.
c) Es preciso tener claro que la contradicción inmanente a la definición de la cosa es siempre una negación determinada, no cualquier negación. Como condición categorial para la determinación de la identidad, la negación es absoluta, es diferencia pura, pero su existencia está siempre delimitada por el objeto que está siendo pensado: cada cosa es idéntica a sí porque es lo otro de su otro (no de cualquier otro). Es por eso que lo opuesto a una conciencia no es ese lápiz o este pedazo de papel: de este tipo de “negaciones” que son por completo imprecisas, no se deriva nada. Cuando Hegel habla de “oposición” no se refiere a estas oposiciones simuladas, a esos simulacros de diferencia, sino a la negación determinada de la cosa, su otro, cuya unidad pasa a su fundamento común. Aquellos ejemplos de negaciones ficticias resultan irrelevantes porque lo que busca es la contradicción inmanente por medio de la cual lo positivo muestra que, intrínsecamente, no es sino lo negativo de su otro. Mediante la negación determinada lo otro, pero no cualquier otro, deja de ser sinónimo de exterioridad, de incompletitud, y se introduce en la definición esencial de la cosa. Definir no es entonces excluir de la cosa todo lo que le es diferente, sino incluir en la cosa su diferente.
d) Finalmente, la categoría de contradicción tiene un aspecto objetivo y es perfectamente pensable. “Objetividad” no significa aquí que la contradicción se localiza en la estructura de las cosas: “objetividad” quiere decir que ella está realmente presente, que es un quehacer necesario de la reflexión (en eso lleva razón Kant) en el momento en que el pensamiento intenta lograr la unificación pensada del objeto contra la multiplicidad de determinaciones que le pueden ser asignadas. Pensar la contradicción no es entonces la aventura subjetiva de imponer a un objeto indócil una forma de pensamiento preestablecida, sino acompañar la actividad impersonal de la reflexión cuando ésta persigue la identidad esencial de la cosa. En la contradicción se concentra el propósito esencial de la filosofía especulativa: expresar el pensamiento constitutivo de las cosas (y de ningún modo imitar la vida de las cosas mediante el pensamiento).
Además, la contradicción es una categoría perfectamente pensable. Es verdad que siendo un momento del pensamiento, ella es movilidad absoluta y tratar de permanecer en la contradicción puede conducir al escepticismo radical, pero en su aspecto positivo ella disuelve la inmediatez y muestra que lo existente no está simplemente ahí, con su aspecto arbitrario y absurdo, sino que tiene un fundamento y una razón de ser. Claro está que para la conciencia vulgar cada cosa que existe muestra la primacía del ser sobre el no-ser, puesto que existe (hasta que sea la inversa la que prevalezca). Aquella intuye de manera sorda que el no-ser está presente, mas la positividad de lo sensible se lo oculta. Pero el que la contradicción quede oculta no exime de que, para pensar la identidad a sí de eso que existe, sea necesario recorrer el proceso reflexivo que la constituye: “Lo que en general mueve al mundo es la contradicción y es ridículo decir que la contradicción no se deja pensar. En esta afirmación solo hay una cosa justa: que no es posible mantenerse en la contradicción y que ésta se suprime a sí misma. Pero la contradicción suprimida no conduce a la identidad abstracta porque ésta no es más que uno de los extremos de la oposición”.
La categoría de contradicción se revela entonces como una pieza clave para comprender el significado de la filosofía de Hegel. En oposición a lo que espera la metafísica espontánea, Hegel no autoriza a ver en la contradicción una categoría contenida en la estructura objetiva de las cosas y por tanto no es el fundamento de ninguna ontología (entendida ésta como discurso sobre tal naturaleza intrínseca). La contradicción no es un descubrimiento realizado en el mundo sensible sino un quehacer necesario de la razón cuando busca reconstruir, mediante el pensamiento, ese mundo sensible. Pero a la vez, la categoría de contradicción no es un simple ente de razón: ella no forma parte de los instrumentos lógicos con los que se forman figuraciones más o menos exactas de los objetos, sino parte de la estructura esencial de cualquier tipo de objeto que ingresa en la experiencia. De manera que, para Hegel, la contradicción no es un método de la razón aplicable indistintamente a cualquier objeto imaginable. Carente de ontología dogmática y carente también de un método universal, el programa de Hegel evade los prejuicios con los que normalmente se le ataca. Para él, ni los objetos por sí mismos, ni las categorías por sí mismas, llevan una vida independiente. Sólo existe verdaderamente la unidad del pensamiento y del ser, porque no hay pensamiento sin el esfuerzo de reconstruir reflexivamente su objeto y tampoco hay simplemente objetos fuera del pensamiento porque toda experiencia, sea sensible, práctica o teórica sólo es posible si está guiada por algún tipo de categorización. Por eso es que la contradicción no está en las cosas y sin embargo no es extraña a ellas; no es una “forma lógica” aunque pertenece indudablemente a la razón. El programa de Hegel consiste en una metafísica posterior a Kant, una filosofía de la unidad del ser y del pensamiento, de lo finito y lo infinito, de la experiencia y de aquello que la fundamenta. Enorme quizá pero de ningún modo absurdo, este es el programa del Idealismo Absoluto.
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Para las adiciones a la Enciclopedia que no están contenidas en la traducción anterior, se ha consultado igualmente la siguiente edición en francés:
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Las obras de Hegel en alemán son citadas de acuerdo con la edición:
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Un útil examen de la crítica de Hegel a la concepción de las categorías en Kant se encuentra en: Houlgate Stephen; The opening of Hegl’s Logic, p. 9-24.
“Esa metafísica estimaba por tanto que el pensamiento y las determinaciones del pensamiento no eran algo extraño al objeto sino que constituían más bien su esencia”. Lógica, libro I, Introducción, p. 43 ( w. 5, 38).
Una exposición de cada una de las categorías que constituyen este fragmento de la “Doctrina de la esencia” se encuentra en Schmidt, Thomas; “Die Logik der Reflexion”. p. 110 y sigs.
Comentarios detallados de la doctrina de la esencia se encuentran en: Léonard, André: Commentaire littéral de la Logique de Hegel (se ocupa de la Lógica contenida en la Enciclopedia); Biard, J. et al; Introducyion à la lectura de la Science de la Logique (que sigue la Lógica de 1812).
“Pero lo concreto y la aplicación consisten precisamente en la relación de lo idéntico simple con un múltiple diferente de él”. Lógica, libro II, p. 364 (w. 6, 43).
“De ahí resulta claro que el principio de identidad mismo y aún más el principio de contradicción no son de naturaleza analítica, sino sintética”. Ibidem, p. 366 (w. 6, 45).
“La diferencia es la negatividad que la reflexión tiene en si: es la nada que se dice por medio del hablar idéntico”. Lógica, libro II, 366 (w. 6, 46).
“Esta diferencia es la diferencia en si y por sí, la diferencia absoluta, la diferencia de la esencia”. Ibidem, p. 366, (w. 6, 46).
“La distinción es 1) distinción inmediata, la diversidad en la cual cada uno de los términos distintos es cada uno de por sí aquello que cada uno es, y son indiferentes con respecto a su referencia a otro la cual, por tanto, les es extrínseca”. Enciclopedia § 117 (w. 8.239).
“Aquello que es diferenciado subsiste como diferente, indiferente respecto del otro porque es idéntico consigo mismo, es decir porque la identidad constituye su terreno y elemento; o bien, lo diferente es lo que es, precisamente sólo en su contrario, vale decir en la identidad”. Lógica, libro II, p. 368 (w. 6, 48).
“Si algo es igual o no a otro algo, esto no atañe ni al uno, ni al otro de ellos; cada uno de ellos se refiere solamente a sí, es en sí y por sí mismo lo que es; la identidad o la no identidad en tanto igualdad o desigualdad es la perspectiva de un tercero, que cae fuera de ellos”. Ibidem, p. 369 (w. 6,49-50).
“Dos cosas no son solamente dos – la multiplicidad numérica es solamente la uniformidad- sino que ellas son diferentes por medio de una determinación”. Ibidem, p.371 (w. 6, 53).
“... ambos momentos, la igualdad y la desigualdad son diferentes en una sola y la misma cosa, ose que la diferencia, que cae por separado, es al mismo tiempo una sola y única relación. Así ella ha traspasado a la oposición”. Ibidem, p. 372 (w. 6, 54).
“... lo positivo y lo negativo son, en primer lugar momentos absolutos de la oposición; su subsistir es inseparablemente una única reflexión; es una única mediación, en la que cada uno existe por medio del no ser de su otro y por consiguiente por medio de su otro o sea de su propio no-ser”. Ibidem, p.374 (w. 6, 57).
Una discusión útil se encuentra en Marrades, Julián; “Hegel y el fundamentalismo moderno” en su libro El trabajo del espíritu. Hegel y la modernidad, p. 211- 250.
“El horror que habitualmente experimenta el pensamiento representativo, no el especulativo, frente a la contradicción, tal como la naturaleza frente al vacío, rechaza esta consecuencia; en efecto, se detiene en la consideración unilateral de la solución de la contradicción en la nada y no reconoce el lado positivo de aquella según el cual ella se convierte en absoluta actividad y absoluto fundamento”. Lógica, libro II, p. 388 ( w. 6, 78).
“En la acostumbrada manera de silogizar el ser de lo finito aparece como el fundamento de lo absoluto; por el hecho de que existe un finito existe un absoluto. Sin embargo la verdad es ésta: que precisamente porque lo finito es la oposición que se contradice a sí misma, es decir porque él no existe, por eso lo absoluto existe. En el primer sentido la conclusión del silogismo suena así: El ser de lo finito es el ser de lo absoluto, pero en este segundo sentido suena así. El no-ser de lo finito es el ser de lo absoluto”. Lógica, libro II, p. 389 (w. 6, 79-80).
“Cuando es cuestión de un Algo, enseguida surge en nosotros el pensamiento del Otro y sabemos que no hay únicamente Algo, sino también otro. Ahora bien, el Otro no es un ser que nos encontramos por accidente de tal manera que ese Algo podría ser pensado también sin él, sino Algo que es en sí el Otro de sí mismo, y el límite de ese Algo se hace algo objetivo en el Otro”, Enciclopedia § 92 ad. (w. 8, 197-198).