Lo mismo que en muchos otros órdenes de la vida, la civilización de Cristo trajo consigo profundas transformaciones en la concepción del libro, del lector, y de las modalidades que llevaban a éste a leer, pero no alteró la importancia de la lectura vocalizada durante toda la antigüedad. Impulsada por otras razones, la voz lectora continuó siendo el acceso privilegiado a las páginas sagradas para la mayoría de los creyentes. Resultaba normal, porque la comunidad cristiana primitiva no era más letrada que su homóloga pagana, y quizá lo era aún menos si es verdad que estaba reclutada entre las clases bajas y las masas de pequeños artesanos y comerciantes, con el agregado de unos pocos miembros de las clases altas. Los escritores cristianos de los primeros tiempos reconocieron, sin vacilación, una brecha entre la mayoría de los creyentes iletrados y un reducido número de fieles alfabetizados e intelectualmente activos. No hay una respuesta definitiva acerca del nivel de alfabetización de los primeros cristianos, pero no debió ser muy diferente a la del resto de las sociedades en la antigüedad: una minoría nunca superior al 10 %. Este es pues nuestro punto de partida: el creyente medio de los primeros siglos recibía el mensaje que debía quedar inscrito en su memoria y en su corazón esencialmente a través de la lectura vocalizada.
Que el mensaje pasara de la boca al oído pertenecía a la herencia cristiana desde su origen. Jesús mismo no había escrito ni dictado nada. Él parece haber poseído un buen conocimiento de las Escrituras judías de las que cita con frecuencia los Salmos lo que quizá implica que sabía leer, pero es más incierta su habilidad para escribir. Aparentemente tampoco instruyó a sus discípulos para que sus palabras y sus hechos fueran puestos por escrito para beneficio de lectores educados. No hay indicios de que recibiera una educación formal y mucho menos que asistiera a una escuela rabínica (sí esta llegó a existir) en la minúscula Nazaret. La evidencia que ofrecen los evangelios en ambigua: Lucas lo presenta leyendo en la sinagoga (Luc. 4, 16-30) pero el pasaje no aparece ni en Marcos ni en Mateo. La mejor evidencia de que sabía interpretar las escritura judías proviene del hecho de que participaba en los debates, como aquel que presenta Juan 7, 15 cuando, ante su habilidad, los escépticos de Jerusalén se preguntan “¿cómo sabe éste las letras sin haberlas estudiado?”. La historia de Juan 8, 6 en la que Jesús escribe con un dedo en el suelo mientras lo interrogan acerca del delito de adulterio no prueba su capacidad de escribir, y no hay ninguna otra evidencia de que pudiera hacerlo. No parece haber duda entonces de que, tras el suceso de pascua, la primera tradición sobre Cristo fue oral.
La voz y la memoria fueron los instrumentos cristianos durante un tiempo considerable. Los primeros escritos conocidos son las cartas auténticas del apóstol Pablo cuya datación las sitúa en la sexta década del siglo I. El Evangelio de Marcos, considerado el más antiguo, es fechado entre los años 65 y 70 d. C. y los Evangelios de Mateo y Lucas entre los años 80 y 90 d. C. El Evangelio de Juan parece haber sido compuesto en la última década del siglo I y aún recibió elaboraciones posteriores. Un período enorme en términos de la vida humana que debió ser colmado únicamente con los recursos de la memoria. Con todo, la transición de la herencia verbal a los Evangelios escritos no significó el fin de la ejecución verbal, porque estos fueron leídos en voz alta y memorizados, como hizo Cipriano de Cártago († 258 d. C.), quién memorizó la totalidad de las Escrituras, alcanzando una notable profundidad de comprensión. La lectura vocalizada está presente en las escrituras judías y cristianas como un acto rutinario, referido normalmente a los mismos escritos sagrados. Las lecturas públicas habían sido promovidas ya por Moisés tras el establecimiento de la Alianza, y por Josué y Nehemías con motivo del inicio de una nueva fase en la vida nacional judía. Una instancia de la lectura vocalizada en el Antiguo Testamento aparece cuando Jeremías, estando preso, ordena a Baruc leer en las puertas del Templo, “para que lo oiga el pueblo”, el rollo que contiene las profecías que le ha dictado. Al hacerlo, Baruc fue denunciado al rey, quien ordenó que el escrito fuese traído y leído ante él. A medida que Yehudí interpretaba el rollo en su presencia, el rey, que tenía delante un bracero encendido, lo cortaba en fragmentos y los arrojaba al fuego, hasta que se consumió la totalidad. El Nuevo Testamento también contiene escenas del hábito de leer en voz alta, como la siguiente: Felipe, quien se encuentra de camino a Gaza, se tropieza con un ministro de Candace, reina de los etíopes, quien sentado en su coche lee al profeta Isaías. Al aproximarse, Felipe escucha lo que está leyendo y le pregunta “¿por ventura entiendes lo que lees?”, a lo que el eunuco responde “¿cómo voy a poder, si no hay uno que me guíe?”. La lectura de cartas en voz alta aparece mencionada nuevamente en Hechos 15, 30-31: Judas, llamado Barrabás, y Silas, enviados a Antioquía por los apóstoles y los presbíteros con un mensaje escrito, “congregaron a la muchedumbre, entregaron la carta y habiéndola leído, se gozaron con esas palabras de aliento”. Del mismo modo, el autor del Apocalipsis esperaba que su texto fuese interpretado en voz alta, pues al inicio escribió: “Bienaventurado el que lee y los que oyen las palabras de la profecía y guardan las cosas escritas en ella, porque el tiempo está cerca”. En total, el término que denota la lectura en voz alta, *αναγιγνώσκω, anagignósko, aparece 32 ocasiones en el Nuevo Testamento referido a la lectura de las Escrituras o de la Ley, presuponiendo muchas veces que es un hábito cotidiano, por lo cual en la mayoría de los casos se presenta en contextos de reproche: “¿acaso no habéis leído que…?”, por ejemplo en Mc. 2; 25 y en Mt. 12; 3. En resumen, la Biblia muestra comúnmente a lectores judíos y cristianos leyendo en voz alta, al igual que lo hacían sus homólogos paganos. Naturalmente, entre todas, la más célebre es la escena en la que el mismo Jesús lee en la sinagoga de Nazaret: “según su costumbre, el día sábado entró en la sinagoga y se levantó a leer…”; le fue entregado el volumen del profeta Isaías del que Jesús leyó unas líneas, seguramente en voz alta, porque “todos estaban pendientes, los ojos clavados en él”, esperando su comentario.
El apóstol Pablo también esperaba que sus cartas fuesen leídas en voz alta al grupo al que iban dirigidas: “os conjuro por el Señor que esta carta sea leída a todos los santos hermanos”. Los autores de las cartas seudónimas atribuidas a Pablo suponen igualmente que tales cartas serían proclamadas públicamente e intercambiadas entre las comunidades: “y cuando esta carta sea leída entre ustedes, hágase leer también en la iglesia de los Laodiceanos y cuiden ustedes también de leer la carta de Laodicea”. Probablemente eran interpretadas cuando la congregación se reunía para el servicio de Dios, pues la primera mención de una lectura se debe al autor de 1Timoteo”. Por su naturaleza, la carta se prestaba admirablemente a la lectura vocalizada: el término griego que la designaba, επιστολη, epistole, significaba originalmente una comunicación oral transmitida por un mensajero, y debido a ello persistió largo tiempo la convicción de que su función era reemplazar la voz y la presencia del ausente. Este vínculo de la voz y su transmisión escrita explica la fortuna que la carta tuvo en el cristianismo original. Las fuentes más importantes de la primera literatura cristiana son cartas, auténticas o seudónimas. Entre las quince diferentes composiciones escritas entre el 90 y el 140 d. C. por nueve Padres Apostólicos, doce están en forma de cartas. Incluso el Apocalipsis de Juan está estructurado como una carta, tiene dimensiones epistolares, e incorpora un conjunto de cartas a siete iglesias , cosa excepcional dentro del género apocalíptico. La razón esencial del éxito de la carta era, por supuesto, la necesidad de comunicarse a distancia, pero como consecuencia indirecta, el género epistolar estimulaba que la recepción fuese básicamente colectiva y aural.
A medida que fueron producidos y difundidos, los escritos cristianos eran leídos en voz alta en la prédica y en la catequesis, citados en los debates apologéticos, desplegados en las disputas teológicas o sugeridos para la edificación personal, pero no hay duda de que el lugar privilegiado de ellos eran los oficios divinos, donde el creyente escuchaba aquello de debía conservar en su memoria. San Pablo mismo lo afirma: “la fe viene de la audición y la audición por la palabra de Cristo”. La ceremonia cristiana es sobre todo palabra, palabra leída, recitada, cantada. No es palabra cotidiana, sin embargo, porque en ella hay poco lugar para la improvisación y casi todo es un texto estable, predeterminado. El cristianismo pudo haber heredado este hábito de sus antecedentes judíos. El Nuevo Testamento conoce esa tradición y menciona en varias ocasiones a la lectura vocalizada de la Escritura judía realizada en las sinagogas (Hechos 13., 15, 2 Cor. 3, 14). Probablemente la nueva religión no hizo más que seguir estos antecedentes. Muchos elementos del servicio cristiano eran deudores de la ceremonia en la sinagoga porque el cristianismo surgió como un movimiento sectario dentro del judaísmo.
La primera mención explícita de la lectura en los oficios eclesiásticos proviene de Justino Mártir, en el siglo II d. C.: “y durante el día llamado del Sol hay una asamblea de todos los que viven en la ciudad y en el campo y ahí son leídas las memorias de los apóstoles y las escrituras de los profetas, todo lo que el tiempo lo permite. Luego, el lector se detiene y el que preside habla, exhortándonos y amonestándonos a imitar esos ejemplos excelentes”. Desde su inicio, la celebración del domingo cristiano ofrece dos partes solidarias: la liturgia eucarística, núcleo simbólico de la misa, y la liturgia de la palabra, entre la cual se encuentra la lectura al lado de la homilía y el sermón. Sin embargo, la deuda cristiana para con el ritual judío no significó imitación absoluta. Justino menciona que todavía se leen las “memorias de los apóstoles” que es el nombre que él da a los Evangelios y los “escritos de los profetas” que forman parte de las Escrituras judías, pero un poco más tarde, en tiempos de Ireneo de Lyon y Clemente de Alejandría, ya predominaban los textos cristianos.
Los Evangelios y los primeros textos cristianos fueron escritos en griego y en el comienzo debieron ser leídos en esa lengua. Exceptuada Palestina, la lengua del primer cristianismo fue el griego, incluso en Roma. De los primeros 14 obispos de Roma, diez fueron griegos y en griego se escribieron las inscripciones de sus lápidas. Hay indicaciones de que en algunas áreas no griegas una traducción seguía a la lectura de la Biblia: Egeria, en su Itinerario (siglo IV d. C.) dice que se leía primero en griego y luego alguien traducía al sirio. Después del exilio, en su ceremonia, los judíos también solían traducir del hebreo al arameo de manera simultánea, pero bajo normas que hacían imposible la confusión entre la lectura y la traducción: el traductor siempre tenía que ser diferente del lector, tenía prohibido leer la traducción de un texto escrito, lo mismo que hacer pausas, y debía interpretar en un tono más bajo que la lectura. Los cristianos, por el contrario, quienes nunca consideraron a la lengua griega con el carácter sagrado que los judíos valoraban al hebreo, pronto admitieron la aparición de traducciones de su Escritura al latín o al sirio permitiendo que, cuando fuese posible, la lectura fuese realizada en lengua vernácula. . Puesto que la lectura de las Escrituras era una parte esencial de los oficios, las traducciones de la Biblia al latín adquirieron la mayor importancia: ellas empiezan a aparecer en el siglo II d. C, patrocinadas inicialmente por los obispos, pero en algunos casos obra de hombres de dudosa reputación. El primer signo de una versión en latín autorizada aparece en el norte de África y es la traducción que Cipriano de Cártago cita con frecuencia en sus cartas. En Roma, las primeras indicaciones de una Biblia latina aparecen con Novaciano, pero a partir del siglo IV, la variedad de traducciones se hace patente. El latín no empezó a predominar en el cristianismo romano sino hasta bien entrado el siglo III d. C., cuando aparecen algunos libros cristianos compuestos originalmente en latín y éste se convierte en la lengua oficial de la iglesia romana. Aunque la evidencia es muy tardía, probablemente las lecturas fueron las primeras en realizar ese cambio: los lectores comenzaron a interpretar en latín y los auditores perdieron el conocimiento que tenían de las fuentes originales griegas. Entre el 360 y el 382 d. C. el latín se confirmó como la lengua de la liturgia.
Como lo indica la cita de Justino Mártir en el cristianismo inicial y aún en tiempos de los oficios en latín, la misa se llevaba a cabo únicamente los domingos y ciertos días de fiesta. Se esperaba que toda la congregación de reuniera entonces porque la misa representaba la unidad de la iglesia. Según León el Grande era posible realizar una segunda misa en la iglesia si por alguna razón los fieles no habían podido asistir, pero esto no era la regla. Lo que sucedía cotidianamente no era la misa sino un tipo diferente de servicio, las horas canónicas. Este servicio se realizaba dos veces al día, por la mañana y por la tarde. Hacia el siglo VI en Roma, el servicio matinal estaba compuesto de tres o cuatro lecturas conocidas bajo el título general de lectiones, seguidas del canto del mismo número de Salmos, tanto bajo la forma de antífona como en forma de responsorio. El principio esencial que guiaba la estructura del oficio diario era proveer tiempo y espacio suficiente para la lectura, especialmente de las Sagradas Escrituras, las que recibían la más alta estima. Dios ofrecía su Gracia y sus bendiciones a través de esos escritos que no estaban al alcance de la mayoría de los fieles; en consecuencia, la lectura pública tenía una importancia mucho mayor que la que hoy se le otorga.
Se puede percibir mejor ahora la importancia de la lectura y el lector en la iglesia primitiva. Como un testimonio inconsciente de ello, al precisar lo que significaría el fin de los tiempos, Hipólito de Roma imaginó el fin de la lectura: “el servicio público de Dios se extinguirá, la salmodia cesará y la lectura de la Escritura ya no será escuchada”. La responsabilidad del lector era muy grande. Leer no era únicamente vocalizar la palabra de Dios sino revivirla mediante un acto ritual rodeado de la mayor atención, al grado que el mismo san Pablo consideró necesario recomendar a Timoteo “vigilar la lectura, la prédica y la enseñanza”. Resulta comprensible que la lectura se convirtiera pronto en un oficio: hacia el siglo II d. C. había surgido en la iglesia un orden específico, el del lector, *αναγνοστες, lector, en latín, que se convirtió en la más antigua de las llamadas “órdenes menores” de los clérigos. El oficio está testimoniado primero en el norte de África por Tertuliano y un poco más tarde en Roma por Hipólito, pero hacia el siglo III d. C. se encontraba establecido en todas partes. Originalmente el lector ocupaba un puesto superior y documentos antiguos lo colocan en un rango mayor que el subdiácono, pero cuando se estableció la estricta jerarquía del celro masculino, ésta se encontraba en el siguiente orden: subidaconado, ecolitado, exorcistado, lectorado y ostiariado. Este descenso gradual se explica porque en un principio la capacidad de leer fue apreciada como un carisma, pero en una tendencia que es perceptible desde finales del siglo I d. C., aquellas actividades consideradas carismáticas fueron asimiladas poco a poco a oficios particulares y llegaron a ser ejercidas mediante una autoridad fija. Lo mismo sucedió con aquello que el lector tenía autorización para leer en público. Inicialmente, él era responsable de todas las lecturas del servicio. En aquel momento, en algunas iglesias el lector no sólo leía las Escrituras sino que también ofrecía una homilía en la que interpretaba el fragmento que había leído. Pero a medida que la alfabetización creció y se consolidaron los oficios eclesiásticos, la responsabilidad de esta interpretación fue transmitida a aquellos que gobernaban la iglesia y administraban su enseñanza: obispos, presbíteros y diáconos. Hacia el siglo IV d. C. tanto en oriente como en occidente, la lectura de los Evangelios, un privilegio especial desde luego, fue monopolizada por los diáconos y presbiteros, mientras los lectores debieron concentrarse en el Antiguo Testamento y las Epístolas. Los Cánones de Basilio ya insisten en que únicamente un diácono o un presbítero puede leer el Evangelio en la iglesia católica y nadie puede elevarse por encima de ese rango.
Los oficios divinos concedieron a la lectura un lugar específico y visible desde el cual interpretar frente a la comunidad: se trataba de una plataforma elevada, ancestro del púlpito, una especie de podio llamado “ambón”, o bien lectricium o legitorum. La evidencia arqueológica muestra un pequeño podio que podía alcanzar 1.50 o 1.70 metros de altura, con escaleras a ambos costados, provisto de balaustrada y de un atril para descansar el libro durante la lectura, un conjunto más grande que un púlpito porque debía alojar al lector y eventualmente a dos acompañantes provistos con candelabros. Hacia el siglo III d. C. el ambón debía ser común: san Cipriano lo menciona como pulpitum. El ambón antecede a la construcción de las primeras basílicas cristianas, pero cuando hace su aparición en éstas solía estar colocado en un lugar tan destacable como el centro de la nave principal y con frecuencia estaba unido al altar por una pasarela llamada “solea”. Era un lugar sumamente reservado: el Concilio de Nicea del año 325 prohibió el acceso al ambón a todos aquellos que no hubiesen recibido la imposición de manos, y el Concilio de Laodicea del año 371 reservó el derecho a subir al ambón únicamente a los lectores y a los cantores. Nunca fue usado para la prédica, porque en la iglesia primitiva el obispo predicaba desde su trono o desde las gradas del altar. El ambón sobrevivió hasta el siglo XIV, cuando comenzó a ser sustituido por el púlpito como sitio de la predicación (pero unas Instrucciones Vaticanas recientes de 1964 sugieren nuevamente su uso para la lectura de libros de enseñanza católica). En ese lugar exclusivo, aquel que leía, resaltado y expuesto en un sitio en el que podía ser observado por todos, buscaba propiciar sentimientos de valor y gloria en aquellos que lo escuchaban.
De las palabras de Justino previamente citadas se desprende que en los primeros siglos la Escritura no era leída en pequeños sino en largos fragmentos “tanto como el tiempo lo permite”, dice el Mártir. Es improbable que las nuevas comunidades adoptaran la costumbre judía de la lectio continua, es decir, la lectura secuencial y completa de la Tora en períodos establecidos de uno o bien de tres años. Probablemente en los primeros tiempos y ciertamente durante el siglo II d. C. se fue imponiendo el uso de lecturas litúrgicas apropiadas de acuerdo con la recurrencia anual de fiestas y estaciones. A medida que el año litúrgico se estabilizó y las fiestas y las ocasiones rituales se multiplicaron, determinados pasajes bíblicos quedaron asociados a éstas, lo que impedía la lectio continua de la Biblia. Inicialmente la elección de tales pasajes era tarea del obispo pero gradualmente esas lecturas, llamadas perícopas, se hicieron obligatorias. Hasta el siglo IX d. C. el hábito era marcar en los márgenes de los Evangelio y aún en Biblias completas las perícopas que el lector debía interpretar en cada ocasión, agregando al inicio o al final del libro la lista completa a modo de orientación. Sólo faltaba un paso para extraer de ahí esos pasajes y transformarlos en un libro independiente. Este es el origen del Evangelario, un tipo de libro que contenía los pasajes completos de los Evangelios ordenados según su ciclo anual de lecturas, del Epistolario, un género que contenía los pasajes epistolares completos y del Leccionario, un libro que contenía tanto los pasajes de los Evangelios como de las epístolas. Se trataba de libros de lecturas. La aparición de estos nuevos tipos de libros no eliminó el uso de las notas al margen que permanecieron hasta el siglo XIV, pero ahora el lector manejaba con más frecuencia evangelarios o leccionarios, lo que facilitaba su tarea y le evitaba llevar al ambón la Biblia entera. Dada la importancia de la lectura pública, los nuevos libros se hicieron suntuosos, especialmente los evangelarios, que eran ricamente decorados. Son estos géneros de libros litúrgicos los que se convirtieron en obras maestras de la iluminación medieval e incluidos en los inventarios, al lado de los tesoros más preciados de iglesias y monasterios.
Un gran número de ceremonias litúrgicas en oriente y occidente hacían preceder la lectura de la Biblia de una procesión, en la que el libro recibía homenaje como presencia de Cristo: la entrada del Evangelio a la iglesia representaba la llegada del Hijo de Dios, según el ritual de Constantinopla. El acceso de la Biblia al ambón era igualmente rodeado de un ceremonial de gran solemnidad para iluminar la importancia de la lectio y la virtud que en ella residía. El ascenso era acompañado por cantos llamados graduales (del latín gradus, peldaño) inspirados en versos de los Salmos o de otros cantos bíblicos. El acceso del lector al ambón y la lectura eran objeto de un meticuloso ritual del cual se conserva un relato en el ordo romano: “El diácono habiendo besado los pies del celebrante y solicitando su bendición va hacia el altar, toma el libro con el cual cantará el Evangelio, lo besa y lo eleva y apoyándolo parcialmente en su hombro izquierdo se dirige al ambón. Dos subdiáconos lo preceden con uno o dos incensarios; otro subdiácono precede a aquellos para alimentar los incensarios de vez en cuando. Llegados al ambón, los acólitos se apartan a fin de dejar pasar entre ellos a los subdiáconos y al diácono que porta el Evangelio. Los subdiáconos con sus incensarios suben al ambón por un lado y descienden por el lado opuesto manteniéndose en pie en la escalera. El subdiácono que no lleva incensario se voltea hacia el diácono y presenta su brazo izquierdo sobre el cual al diácono coloca el Evangelio a fin de que el subdiácono le indique la parte del texto que debe leer. Enseguida, el diácono sube al ambón y colocando el libro sobre el pupitre canta y todo el mundo le responde. Habiendo sido cantado el Evangelio, el diácono desciende del ambón y el subdiácono recibe el libro de los Evangelios. Teniéndolo así, lo hace besar, lo primero por el obispo y luego por el sacerdote”. Tratándose de la lectura del Evangelio, el subdiácono ocupaba el puesto del lector. Quizá por ese monopolio en la lectura llegaron a existir dos ambones, uno que solía estar colocado en el lado norte de la basílica para la lectura del Evangelio y un segundo, colocado en el lado sur, para la interpretación de las Epístolas.
En lo alto del ambón, el lector leía de pie, porque en la liturgia esa posición es un signo de respeto: “de pie se hace la oración judía, lo mismo que la oración cristiana y de pie esperan los bienaventurados la venida del Hijo del Hombre”. Con el códice abierto frente a sí (porque desde el siglo II los cristianos adoptaron de manera casi exclusiva el códice en detrimento del volumen), el lector anunciaba que iba a leer y procedía a comenzar. Podía hacer uso de varias fórmulas para indicar el inicio de la lectura, las cuales recordaban las fórmulas iniciales de la oración: las frases de apertura conservadas parecen referirse a un intento de establecer un tiempo de la narración como In illo tempore para los pasajes de los evangelios o In diebus illis para los fragmentos del Antiguo Testamento. Las responsabilidades del lector ante la asamblea no eran menores que las de su homólogo ante auditorios paganos. La suya debía ser una ejecución verbal producto del conocimiento, habilidad y la discreción, cualidades que Isidoro de Sevilla establece para el intérprete cristiano del siglo VI d. C. Para Isidoro, el lector es sobre todo un intermediario entre las escrituras y el pueblo llano, por eso su primera obligación es respetar el sentido literal del texto que lee. Para ello se requieren dos cosas: un escrito provisto de una puntuación adecuada y que el lector esté impregnado de cultura literaria y conocimiento de la ideas y las palabras, “de manera que pueda interpretar, en la puntuación del escrito, dónde termina un grupo de palabras, dónde el texto permanece en suspenso, dónde se encuentra la cláusula final”. El respeto al sentido literal no era obra de la casualidad: exigía por un lado preparar códices bien puntuados y por el otro preparar al lector para entender correctamente el sentido de esos signos de puntuación. Isidoro de Sevilla ya no espera que sea el lector quien agregue los signos de puntuación a la página porque esta obligación se había ido trasladando gradualmente al copista, pero advierte que si este hace un uso muy sumario de la puntuación, la habilidad del lector debe ser mayor. Y, sin embargo, se percibe en Isidoro una ansiedad, como si en su época la preparación de los lectores fuera tan deficiente que se encontraran desvalidos, como niños, ante un manuscrito mal puntuado. La segunda obligación del lector cristiano era respetar el sentido bíblico del texto. Esta vez, su interpretación debía ser exacta porque existen algunos pasajes de la Biblia que, a menos de ser pronunciados correctamente, pueden caer en el contrasentido. La función del lector era importante porque la exactitud de la interpretación no involucraba solo la corrección sino la ortodoxia. Sin embargo, simultáneamente, el lector no era más que un intermediario y debía cuidar que su ejecución no desbordara en exégesis o en comentario, cuestiones que corresponden al predicador. El lector no era ni un laudator, ni un expositor y su lectura debía ser únicamente literal y didáctica, por eso san Agustín exigía que no pronunciase ni una sola sílaba que no estuviese contenida en el escrito. La cuestión era importante porque en esos tiempos el lector se encontraba con frecuencia asociado al laudator, el comentarista de los textos leídos. El lector era un transmisor de la palabra de Dios y su dominio específico era la interpretatio en la que sus primeros deberes consistían en respetar la ortodoxia, la exposición literal y la claridad.
La lectura antigua siempre fue expresiva y el lector cristiano no escapó a esa regla. Según Isidoro de Sevilla, en la pronuntiatio el lector debía respetar el sentido del texto divino “de manera a llevar a la comprensión el espíritu y el pensamiento de todos los auditores, distinguiendo las categorías de elocución y manifestando los sentimientos apropiados a las ideas expresadas”. Esta era sólo la primera parte porque, como sabemos, la pronuntiatio requería expresar también la personalidad y el tono apropiados a los personajes involucrados “reproduciendo la voz de un hombre que lo mismo ofrece indicaciones, que expresa sufrimiento, expresa un reproche, incita a la valentía, y así sucesivamente en función de las categorías de la elocución apropiada”. Se percibe sin duda la enorme herencia asociada a la oratoria y la lectura clásica, cuyas técnicas estaban bien establecidas. Sin embargo, ello provocó que la lectura cristiana también tuviera problemas de delimitación con otros géneros interpretativos, en especial la oratoria. El lector ante la asamblea de fieles debía ofrecer una lectura expresiva, pero no al grado de caer en una representación emotiva que correspondía más bien al orador o al psalmista. La suya debía ser una interpretación más contenida, porque la lectura era esencialmente adoctrinamiento, no emoción: “los lectores leen al pueblo la doctrina que debe seguir, los psalmistas cantan para provocar el sentimiento de tribulación en el espíritu de su oyentes, aunque hay algunos lectores que recitan con tanto patetismo que arrastran a muchos al llanto y los lamentos”. El lector no llegaba a provocar semejante compromiso emocional y en cierto modo incluso le estaba vedado remover esas intensas emociones.
La voz que resonaba desde el ambón podía tener todas las edades. No había un momento de la vida estipulado para convertirse en lector cristiano. Hacia el siglo IV d. C. había cierta tendencia a admitir niños jóvenes en el rango de los lectores: san Ambrosio habla de lectores parvuli y san Agustín menciona un grupo de lectores infantuli. Algunas inscripciones encontradas en lápidas se refieren a lectores tan jóvenes como ese Vitalis, de tan sólo cinco años de edad, quizá bajo la idea de que la inocencia infantil era la más adecuada para transmitir sin alteraciones la palabra de Dios. Para dar instrucción a esos pequeños se creó una organización presidida por un diácono, el primicerius lectorum. Debido a que el lector iniciaba su carrera tan joven dentro de la jerarquía eclesial, el lectorado se convirtió en una vía de progreso hacia rangos más altos: se conocen casos como el de Epifanio, quien habiendo sido lector desde los ocho años llegó a ser obispo de Pavia. No obstante, dadas las habilidades requeridas, la edad del lector solía ser mas avanzada, entre el final de la adolescencia y la madurez (aunque mediante las inscripciones lapidarias se conocen casos de lectores de hasta 73 años de edad). Gallus Cesar y su hermano Juliano (quien pasaría a la historia como el Apóstata) por ejemplo, fueron autorizados “a leer ante el pueblo los libros eclesiásticos” entre los 14 y los 20 años de edad. La mayoría de los lectores se encontraba en ese rango. Una prueba de ello es que, como para todas las órdenes menores, estaba estipulado que los lectores podían casarse, aunque sólo una vez, y un canon estableció en detalle las condiciones para esos matrimonios. Su trayectoria era bastante clara: llegados a la adolescencia, los jóvenes lectores tenían que hacer una elección: o bien casarse, o bien hacer profesión de continencia. Esperando que hicieran esa elección, eran temporalmente marginados del lectorado. En cuanto al género, debe hacerse notar que del ambón provenían sobre todo voces varoniles. Existe muy poca evidencia de mujeres lectoras. Ellas aparecen mencionadas en un documento llamado 127 Cánones al lado de las subdiaconisas, aunque únicamente como lectoras ocasionales, pero Tertuliano, quien se queja de las transformaciones acaecidas en los oficios de la iglesia, no menciona a las lectoras entre los atrevimientos a que habían llegado las mujeres. Quizá el cristianismo había sido influido en ello por la brutal afirmación hebrea con la cual se las había excluido del canto.
Tal diversidad de condiciones entre los lectores era posible porque, a diferencia del lector pagano, quien requería de amplios conocimientos y experiencia para enfrentarse a la página escrita, el lector cristiano recibía ayuda proveniente de la creciente mejoría en la legibilidad de la página. Pero el proceso que condujo a una mejor legibilidad y a libros de mejor calidad fue lenta: los primeros libros cristianos eran muy modestos y no fue sino hasta el siglo IV d. C. que comenzaron a ser producidos bajo un estándar bibliográfico profesional y literario. Antes de eso, las congregaciones no contaban con las condiciones para elaborar nada similar a los bellos libros paganos: ni copistas con experiencia, ni scriptoria numerosos. Las páginas que los primeros lectores cristianos tenían ante los ojos no fueron producto del comercio profesional del libro, sino obra de las pequeñas comunidades para uso propio, realizadas por los miembros letrados más competentes, pero que en conjunto se encontraban muy por debajo de los escribas de oficio.
Aún dentro de su modesta apariencia latía el impulso a una legibilidad mejorada. Al menos desde Orígenes, el segmento altamente cultivado de editores cristianos manifestó una clara preocupación por textos correctos, enmendados y confrontados contra los mejores ejemplares disponibles. Sin embargo, las ayudas que el lector recibía no bastaban para reemplazar la habilidad literaria y en cierto sentido él seguía siendo un estudioso de textos y su custodio. No es casualidad que, cuando en el siglo IV, en Cirta, capital de Numidia se inició una incautación de libros cristianos acusados de promover la magia, las investigaciones originalmente dirigidas contra los subdiáconos debieron orientarse a los lectores, quienes tenían los libros en sus casas, probablemente como parte de su preparación: al visitar la casa de Eugenius, este entregó cuatro códices, Félix, cinco, Victorinus, ocho, Projectus, cinco códices grandes y dos pequeños, Victor, el maestro de escuela, dos códices y cuatro folletos; Coddeo no se encontraba en casa pero su mujer entregó al oficial seis códices, y todo ello en una sola visita. Pero si el lector recibía un cierto auxilio en la tarea, en cambio debió cumplir con una nueva exigencia respecto a su perfil moral. En efecto, la espiritualidad propia de la lectura cristiana y la importancia de su propia posición hicieron que el lector fuera considerado como un icono viviente de ciertas dotes morales. Únicamente podía ser nombrado lector alguien que había sido cuidadosamente examinado: no debía ser parlanchín o bromista, no podía ser afecto a las bebidas alcohólicas y por el contrario debía poseer una buena moral, ser obediente, de intenciones benévolas, miembro distinguido de la asamblea de fieles, tener expresión franca, ser hábil en la exposición y sobre todo poseer la conciencia de que actuaba desde el lugar simbólico del evangelista.
El lector cristiano ante la asamblea de fieles permaneció durante un lapso histórico de muchos siglos, mientras su colega pagano se extinguía gradualmente, lo mismo que la civilización clásica. Con él, las lecturas públicas prolongaron su existencia tanto tiempo como lo requirió el auditorio y aún después, como una forma más de difundir la palabra de Dios. Desde luego, debió ceder en importancia ante la palabra escrita, pero conservó siempre un fragmento de su antigua dignidad que resulta difícil de apreciar porque nuevos lectores, con otras motivaciones, tomaron su lugar. Es este aprecio el que merece la pena reconstruir, como parte de una arqueología de los hábitos intelectuales.
México, junio del año 2004.
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Isidoro de Sevilla, citado en Banniard, Michel, “Le lecteur en espagne Wisigothique d’après Isidore de Seville”, op. cit., p.118.
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Riché, Pierre; Éducation et culture dans l’occident barbare VI-VIII siècle, París, Éditions du Seuil, 1995, p. 105.
Paoli-Lafaye, Elizabeth; “Les lecteurs des textes liturgiques”, en Anne-Marie Bonnardière (ed.); Saint Augustin et la Bible, París, Beauchesne, 1986, p. 69.
Citado en Avienary, H.; “Music. The emergence of synagoge song”, Encyclopedia Judaica, vol. 12, Jerusalem, col. 580.
“El 25 de diciembre del 274, Aureliano inauguró un templo al Sol invictus, estableciendo en Roma el culto al Sol. Esa fecha, que también celebraba el Dies natalis solis, el nacimiento del sol, se convirtió igualmente en la fecha del nacimiento de Cristo. El domingo, el día del sol, se hace sinónimo de Domenica dies, el Día del Señor, fiesta oficial instaurada por Constantino desde el 320”. Carona Muela, Juan; Iconografía cristiana, Madrid, Editorial Itsmo, 1998, p. 17.
“El término ‘ambón” deriva de la palabra griega para “prominencia”, “elevación” y recuerda el “púlpito de madera” desde el cual Esdras declamó las Escrituras del Antiguo Testamento a la multitud reunida ante el pórtico del Templo”, Milburn, R.; Early christian art and architecture, Berkeley, University of California Press, 1988, p. 123.