Hegel: su concepto de libertad
La filosofía política de Hegel no está de moda. Por uno de esos pliegues del saber que provocan que en un determinado momento ciertas doctrinas sobresalgan mientras otras se eclipsan temporalmente, a Hegel la situación actual le resulta desfavorable. A lo largo de este trabajo se irán precisando algunas de estas razones, pero es un hecho que hoy las doctrinas contractualistas predominan ampliamente y éstas tienen buenas razones para desconfiar de aquél. Las cosas cambiarán, no hay duda, pero ese tránsito es aún impredecible. Mientras tanto, la filosofía política de Hegel permanece más bien en la penumbra. A decir verdad, ella ha sido siempre polémica. Por momentos, una extraña unanimidad se ha establecido en su contra: denunciado (lo mismo que Platón) por Popper entre los principales enemigos de la “sociedad abierta” , tampoco ha obtenido los favores de una izquierda que no cesa de leerlo a través de la mirada excesiva del joven Marx . Es verdad que desde el primer momento sus partidarios manifestaron por ella grandes pruebas de aprecio, pero también surgieron voces extremadamente adversas que declaraban a los Principios de filosofía del derecho “un libro servil, de doctrinas y principios tales que todo hombre que ame la libertad debe mantenerse alejado con repulsión” . El debate se extendió de la doctrina al individuo y pueden citarse intentos por mostrar al filósofo, lo mismo como un hombre comprometido contra la opresión y la tiranía, que como un conservador más bien conformista, cuando no un reaccionario abierto. Durante largos períodos, la filosofía política de Hegel ha sido el partido de un solo hombre.
Por nuestra parte creemos, como lo hacía Eduard Gans su discípulo y sucesor de la cátedra de Berlín, que la filosofía de Hegel está enteramente construida con el metal de la libertad . Ésta anima literalmente toda la obra del filósofo: de manera explícita la Filosofía del derecho y de la Historia, pero también la Fenomenología, la Filosofía de la religión y hasta la Lógica. Sin embargo, la idea de libertad que él defiende lo aleja de la fe liberal y de ciertos prejuicios corrientes, lo que explica en gran medida su marginación. Resulta pues necesario dejar en claro cuál la noción de libertad que propone. A ello se dedicarán estas páginas.
Conviene iniciar por una caracterización general: Hegel comparte con Rousseau y luego con Kant la idea de que el fundamento de la vida política es la voluntad, la voluntad libre. La cuestión tiene relevancia porque recientemente se ha insistido en que una característica de la filosofía política moderna, en oposición a las doctrinas antiguas, es que aquella coloca como fundamento del estado a la voluntad y la libertad, en el lugar que el pensamiento clásico colocaba a la razón o la naturaleza. A la vez que descansaba la idea de “obligación moral” en la razón y la naturaleza, la filosofía política antigua poseía una noción indiferenciada de voluntad o de acción voluntaria, mientras la filosofía moderna, a partir de Rousseau, fundamenta la obligación ampliamente en la voluntad y el consentimiento . El término “racional” aplicado a la voluntad que aparece en Hegel no debe crear confusión: ello no implica ninguna trascendencia y ninguna predicación acerca de la naturaleza de las cosas. Puede afirmarse entonces que esta filosofía política pertenece a la modernidad en la medida en que hace de la voluntad el fundamento del Derecho y del Estado: “El derecho forma parte del dominio del Espíritu, pero en el seno del Espíritu, tiene más precisamente su lugar y su punto de partida en la voluntad” .
Ahora bien, lo primero que conviene reconocerle a la voluntad es su poder de manifestarse: ella es *energeia, energía, una fuerza de efectuación que se manifiesta en todo el campo de la vida ética y social, al grado que una voluntad que no se exterioriza recibe el nombre de “impotencia”. En su exteriorización, la voluntad es esencialmente actividad libre: “Una voluntad sin libertad es una palabra carente de sentido y la libertad no es real sino como voluntad, como sujeto” . La voluntad es acción, realización de sí, pero además, puesto que esa actividad persigue un fin, ella está necesariamente acompañada por el pensamiento. En la acción humana, la voluntad, su libertad y el pensamiento siempre van juntos, asociación que se percibe mejor al considerar la única premisa “antropológica” de la doctrina. En efecto, para Hegel, el ser humano es “negatividad”, es decir que enfrenta un mundo natural sólo para hacerlo suyo, conociéndolo por su actividad teórica, y transformándolo por su trabajo y su actividad práctica. Ante el mundo, el hombre nunca adopta una actitud puramente pasiva o contemplativa; por el contrario, él lo “niega” cuando lo transforma en categorías y conceptos mediante su conocimiento, y lo “niega” cuando lo modifica mediante su trabajo. Al actuar, el ser humano lo hace movido por una voluntad guiada por un fin preestablecido en su pensamiento, lo mismo cuando construye cualquier instrumento de trabajo que cuando se propone una institución política. De manera que el ser humano piensa y actúa, piensa y desea simultáneamente y no hay, no puede haber, una historia del pensamiento separable, independiente de sus actos prácticos. “no se puede imaginar que el hombre es, por un lado un ser que piensa y por el otro un ser que quiere, y que tiene en una bolsa de su pantalón el pensamiento y en la otra la voluntad. Esta sería una representación vacía. La diferencia entre la voluntad y el pensamiento es únicamente la diferencia entre la actitud práctica y la actitud teórica. Pero no se trata de dos facultades diferentes” .
La voluntad logra sus fines justamente porque es guiada por el pensamiento, de modo que “voluntad razonante” es exactamente lo mismo que “razón práctica”. Ahora bien, siguiendo a Kant, Hegel otorga a esta razón práctica un papel que igualmente pertenece a la modernidad: tal razón no es una facultad que sirva únicamente para describir el lugar humano en la naturaleza, para orientar al individuo hacia un fin natural, o para satisfacer una pasión: ella sirve más bien para legislar a la naturaleza, es decir para prescribir las reglas de la actividad humana, para hacer a la naturaleza como debe ser. En otras palabras, la razón en su uso práctico es legisladora. La novedad reside en que, para Hegel, la razón en su uso teórico también es legisladora. En un movimiento mucho más radical que en Kant, quien en el plano teórico restringía la libertad del pensamiento atándolo a la existencia de una exterioridad irreductible, la cosa en sí, en Hegel la libertad del pensamiento no está circunscrita al plano práctico. Por tanto, para éste, la libertad no es un puro ideal de la razón, sino que es conocimiento verdadero que los hombres reconocen y se proponen (y cuya fuente consideraremos más adelante). La libertad es pensamiento reflexivo que se sabe libre y cualquiera que desee hablar de libertad rechazando al pensamiento, no sabe lo que está diciendo.
Lo propio de la voluntad es pues su libertad de manifestarse, de exteriorizarse. Sin embargo, esta salida de sí que la lleva al mundo, la obliga a determinarse, a admitir limitaciones, antagonismos y hasta reveses. Tal encuentro resulta entonces crucial, sea para su efectuación o para su frustración. ¿Qué determinaciones va a elegir? ¿Qué clase de libertad resulta para la voluntad? Puesto que en estas preguntas se resuelve el fundamento de la obligación política, los Principios de la Filosofía del Derecho se inicia con el examen de tres “momentos” de la voluntad: la voluntad inmediata, la voluntad reflexiva y la voluntad sustancial. Hegel llama voluntad “inmediata” a la pura reflexión del yo en sí mismo, a un simple “querer”, sin que por el momento admita ninguna determinación exterior o interior. Se trata de una voluntad entregada a sus impulsos y sus inclinaciones inmediatas, cada una de las cuales es a la vez indeterminada (pues se desea ahora esto, y luego aquello) y generalizable, pues cada una de esas querencias puede ser satisfecha por distintos objetos y de diferentes maneras. Los deseos recalcitrantes son diferentes unos de otros, numerosos y violentos, y pueden enterrar la libertad o la autoactividad del yo. No hay mucho que decir de esta voluntad inmediata salvo que, puesto que no interpone ningún obstáculo a sus tendencias, está dirigida por una apetencia inextinguible y sin descanso .
Desde luego, esta primera voluntad aún informe e infantil debe abandonar pronto ese estado, tal indiferencia, y admitir alguna determinación, debe querer “algo”, cualquier cosa. El querer algo es por supuesto una limitación, una negación, puesto que querer algo es renunciar a muchas otras cosas también deseables. Las voluntades inmaduras protestan pero eso no impide que con ello se particularicen, se doten de un contenido. Es ya un signo de libertad, piensa Hegel, porque muestra que el agente es libre de actuar contrariamente a cualquiera de sus deseos, o incluso contrario a todos ellos en bloque. Este segundo momento es la voluntad “reflexiva”, aquella que mediante deliberación ha elegido, ha tomado una decisión, se ha vuelto finita, quiere algo y lo quiere en este mundo, en la objetividad que tiene frente a sí, por eso ella posee este doble aspecto: por una parte es reflexión libre, abstrayéndose de sus apetitos, pero por otra parte depende de un contenido que le es dado, sea éste exterior o interiormente. El haber tomado conscientemente una decisión no es poca cosa, pero es aún insuficiente porque esta voluntad, que no ha determinado su propio contenido, puede orientar su elección en un sentido o en otro. Su elección es entonces contingente, en el pleno sentido del término “contingencia”, es decir, aquello que puede ser así, o de otro modo. La libertad que esta voluntad reflexiva ejerce no es, desde luego, falsa pero es aún una mera posibilidad, una opción entre posibles, por eso Hegel la llama “voluntad formal” y la asimila al “libre arbitrio”, el cual lo mismo quiere una cosa que otra . Ella no procura estabilidad al agente, pues la satisfacción que obtiene con algo la paga con la satisfacción perdida con lo que no posee. No obstante, esta realización de la voluntad es importante porque corresponde en gran medida a la idea moderna de libertad, entendida sencillamente como posibilidad de actuar y elegir como nos plazca, sin interferencias externas.
La carencia básica de esta voluntad reflexiva o formal descansa en que aun subsiste una separación entre lo que el mundo objetivo ofrece y lo que la voluntad persigue. Aunque hay independencia, no hay verdadera libertad, porque el contenido de esa voluntad no está dado por ella misma, sino por otro. La solución consiste pues en resolver esta separación haciendo coincidir ambos extremos, es decir, haciendo que la voluntad se otorgue a sí misma sus contenidos al determinar lo que desea, lo que persigue y lo que quiere alcanzar. Guiada por el pensamiento, la voluntad establece sus objetivos y se dota de los medios para lograrlos: es la voluntad “sustancial”. Este tercer momento es la voluntad verdaderamente libre; lo es en un doble sentido: primero, porque se ha abstraído de la contingencia de sus impulsos y su tendencias primarias y actúa bajo el dominio del pensamiento y la razón. Luego, porque la superación de esa inmediatez no la conduce a otra forma de contingencia, esta vez exterior, sino a transformar ese exterior en una universalidad establecida por ella misma. De este modo es actividad del pensamiento ejerciéndose en la voluntad, es inteligencia pensante, voluntad racional: se ha hecho libre no solo en sí, es decir respecto a sus tendencias, sino también para sí, en su exterioridad. Lo propio de la voluntad es manifestarse, pero si esa manifestación consiste en construir un mundo trabajando para su efectuación, estamos ante una voluntad efectivamente libre. Esta no es una quimera, sino el acto más cotidiano, y los seres humanos lo prueban todos los días, construyendo con sus actos prácticos innumerables artefactos y realizaciones espirituales que no son otra cosa que realización de sus propósitos. Cuando esa noción de la voluntad pasa a ser realidad, se han unido en ello el pensamiento y la existencia, se ha logrado lo que Hegel llama una “Idea”. Es únicamente desarrollándose a sí misma en existencia efectiva que “el concepto abstracto de la idea de voluntad o voluntad libre que quiere la voluntad libre” puede convertirse en la Idea, es decir no en un algo “ideal”, sino en una efectividad totalmente desarrollada o explícita .
Un largo rodeo que ocupa desde el § 4 hasta el § 25 de los Principios de la filosofía del Derecho ha sido necesario, pero el resultado puede ser resumido de este modo: la voluntad no es verdaderamente libre cuando se entrega a sus impulsos y carece de determinaciones, sino en la medida en que se otorga a sí misma sus determinaciones, no recibiéndolas pasivamente de un mundo extraño, sino estableciendo en éste, mediante la razón, su propia legislación. Entonces es autosubsistente porque ella se coloca a sí misma como contenido, objeto y fin de su acción. Es libre no solamente en sí, respecto a sus impulsos, sino para sí, en un mundo que es su propia obra. Ella ha superado tanto su inmediatez como su particularismo, alcanzando su universalidad. Pero esa supresión de lo inmediato y esta elevación a la universalidad son precisamente lo que se llama actividad del pensamiento . En consecuencia, la libertad de la voluntad requiere del pensamiento, primero para liberarse de sus inclinaciones y sus manías, luego actuando como razón práctica, para legislar sobre el mundo desarrollándose a sí misma en existencia efectiva. De este modo se llega a la voluntad “racional”; Hegel la llama también “sustancial” pues asegura que, lo mismo que el peso es la sustancia de la materia inerte, la libertad es la sustancia de la voluntad, del reino del espíritu.
La voluntad conduce de manera inevitable al tema de la libertad. Ahora bien, la voluntad solo existe como sujeto, alojada en la acción práctica de los individuos. Aunque la voluntad ha permitido prefigurar ciertos temas cruciales, es necesario examinar ahora lo que significa la libertad en la acción de los individuos. En efecto, del mismo modo que la voluntad, la libertad tiene dos aspectos que, por razones analíticas, pueden ser considerados como separados, pero que deben ser unificados para dar lugar a una realización efectiva: ellos son la libertad subjetiva y la libertad objetiva. Contra lo que normalmente se asegura, en Hegel uno de los momentos indispensables de la obligación política es la libertad subjetiva que él define como “la reflexión del individuo en su propia conciencia” . En Hegel no hay ninguna sugerencia de que la libertad individual se eclipse en beneficio del estado y él no acepta que el individuo se limite a obedecer los preceptos de un déspota. ¿Cómo podría ser llamado libre un sujeto moral que no consulta a su conciencia en el momento de su acción? En este punto, le otorga completa razón a Kant: la autonomía es una propiedad de la voluntad sólo en la medida en que es capaz de abstraerse completamente de las determinaciones que le son impuestas, encontrando la base de su acción en los fines y deberes a los que está obligado solo en virtud de su libertad y su racionalidad. Hegel retiene como suyo ese principio de autonomía de origen kantiano: la libertad subjetiva, en su determinación concreta, es el derecho del sujeto a encontrar su satisfacción en su acción.
Pero, y esta es la diferencia crucial, para Hegel la libertad moral no consiste únicamente en el hecho de realizar la acción correcta, aquella permitida por la razón, sino también en tener la motivación correcta en el fuero interno, lo mismo que la comprensión racional del valor efectivo de tal acción. Recuérdese que en Kant, la autodeterminación de la conducta consiste en que esté sujeta a un principio fundamental: la ley moral, que él desea establecer como principio incondicionado, universal y objetivo de la acción humana. ¿Qué clase de principio es esta ley moral? De acuerdo con Kant una ley práctica sólo puede ser objetiva si existe un fundamento que la haga necesariamente válida, incondicionada, para todo ser humano como tal. Un fundamento de esta clase no puede consistir en otra cosa que en el acuerdo entre la máxima que dirige la acción del agente, con el concepto de una ley que sea objetivamente válida. A su vez, este acuerdo entre la máxima de la acción y la ley práctica únicamente puede consistir en la posibilidad de que dicha máxima sea universalmente aceptada. En consecuencia, la única ley posible es: actúa siguiendo una máxima que puedas desear que sea universalmente válida, por ejemplo, ¡nunca mentir!. Este es el imperativo categórico. De manera que el agente para guiar su conducta sigue máximas cuyo único examen es la comparación con esa ley: una acción es moral si aprueba la universalidad que le impone el imperativo categórico, cualesquiera que sean las circunstancias y cualesquiera que sean las consecuencias. Él reflexiona y delibera, sin duda, pero lo hace únicamente con su razón y sigue esa ley porque estima que todo ser racional actuará del mismo modo. Obedecer a esa ley moral aprobada por la razón es ser libre de modo que, como lo sostienen los Fundamentos de la metafísica de las costumbres, una voluntad libre y una voluntad moral son una y la misma cosa.
En Hegel, por el contrario, la virtud no se reduce a obedecer un principio formal, así se llame imperativo categórico. Para él, la libertad debe realizarse también en un mundo sujeto a las incertidumbres de la vida, repleto de otras autoconciencias, por eso la libertad subjetiva debe completarse con la libertad objetiva. A la libertad no se la encuentra únicamente entre los principios racionales de los individuos, sino también en un mundo efectivo que ellos habitan. La libertad, como cualquier otro fin, debe presentarse en la existencia, por eso el agente moral debe dar cuenta del acuerdo de su acción no solo con su autonomía, sino también con los principios de la vida ética en la que vive. Para hablar de objetividad es pues indispensable referirnos a un mundo propiamente humano y a ese mundo creado por la acción de los hombres Hegel lo llama “espíritu” . Con el término “espíritu” no se trata de dar una existencia imaginaria a un ser intangible, sino designar sencillamente el horizonte de experiencias y acciones comunes de un grupo humano, algo que, por comodidad podría ser llamado “cultura”. El espíritu no es un ser universal abstracto sino aquello que se objetiva de manera permanente por los actos y valores de una organización comunitaria. Hegel lo llama “espíritu” para oponerlo a la naturaleza, indicando con ello que, aun situados en ésta, por su actividad los seres humanos logran una forma de autonomía, una separación creciente de aquello que podría imponerles restricciones ciegas. El espíritu es pues una segunda naturaleza, aquella en la que se desenvuelve necesariamente toda existencia, porque para todo ser humano se cumple que éste habita un medio espiritual que, siendo suyo, exige justificaciones, razones y normas.
La libertad debe poseer cierto contenido y sólo hay un espacio capaz de proveerlo: el espíritu. Afortunadamente, con su actividad los seres humanos han creado tal mundo que los constituye espiritualmente y les enseña a ser libres, otorgando a esta libertad contenidos precisos. Es únicamente por la educación y la aculturación que un individuo o un pueblo pueden reflexionar sobre su libertad e intentar desarrollarla. Por tanto es legítimo decir que, para Hegel, el individuo es libre pero no es causa de sí, una causa incausada, radicalmente libre o espontáneo. Desde luego, el narcisismo de la conciencia no quiere oír hablar de ello. La conciencia prefiere colocarse ella misma como fuente de la idea de libertad, ¡cómo si el individuo pudiera por sí mismo ser tal como es actualmente y lo universal no lo hubiera hecho tal como es en verdad! Hegel piensa, por su parte, que es ese medio espiritual el que ofrece sus contenidos a la conciencia, desplegándose ante los particulares, introduciéndolos en ciertos fines colectivos e históricos. Los individuos pueden llamarlos suyos, pero esos fines ya están contenidos en el proceso interminable de la historia humana y exigen su realización. Se percibe ahora de dónde extrae la voluntad sus propósitos: no es de la imaginación o de un ejercicio libre de la razón, sino de un proceso que, según Hegel, involucra toda la historia humana.
La libertad efectiva resulta de la unificación de las libertades subjetiva y objetiva. La libertad concreta introduce así, al lado de la autonomía de la conciencia, al otro, a “los otros”, a un ser heterónomo a la conciencia individual. Decimos “los otros”, porque de esa otredad se puede hablar al menos en una triple dimensión: el espíritu, el reconocimiento intersubjetivo y las pasiones. Veamos. En primer lugar, la libertad es consustancial al espíritu porque éste es justamente aquello que es libre. Cuando se habla de libertad como autodeterminación, la única entidad en la que puede ser reclamada es el espíritu, porque éste se mantiene a sí mismo por su propio impulso, no obedece sino a su propia potencia, existe por necesidad de su propia naturaleza y es determinado a actuar únicamente por sí mismo. La naturaleza, la materia inerte no es libre y no puede ofrecer ninguna libertad porque su sustancia se encuentra fuera de sí misma, mientras que el espíritu, es decir el mundo que resulta de la actividad humana es autónomo y autosuficiente. Quiere decir que para Hegel el mundo que los seres humanos crean con sus actos es una totalidad autosuficiente, que no tiene ninguna causa fuera de sí, que no obedece a otra ley que la que se da a sí mismo y no admite ninguna trascendencia; por eso no vacila en llamarlo “divino”. Por su naturaleza, el espíritu es activo y la actividad es su esencia: él es su propio producto y por tanto su propio principio y su propio fin. Su libertad no consiste en estar estático sino en la constante negación de todo aquello que amenaza su autonomía. Es sólo en ese dominio infinito y autodeterminado, que a la vez los hombres realizan y los determina, donde tiene sentido discurrir sobre su voluntad y su libertad efectiva.
Surgen de ahí dos consecuencias: primero, la autodeterminación de la conciencia no involucra ningún retorno a la naturaleza; según Hegel, los seres humanos no eran libres en un pasado idílico para luego caer en la tiranía de la vida en común. En eso coincide con Hobbes: la naturaleza es el reino de la violencia generalizada, el monopolio de los brutos, la ley del más fuerte. En la jungla no cabe hablar de derechos, por eso la libertad no consiste en volver a ningún estado “natural”. En Hegel no se encontrará ninguna celebración de la naturaleza y aún se permite decir que el paraíso terrenal debió ser como un gran parque silvestre, apto para ser habitado por las bestias pero no por los seres humanos. Ya se ha visto que lo mismo vale para la conciencia individual: estar sujeto al impulso no es ser libre, es sólo estar sometido a lo más primitivo. No es verdad que se respire mejor en un mundo selvático, porque ahí la conciencia es oprimida por los temores más elementales.
Segunda consecuencia importante: la libertad no es una simple idea surgida de la imaginación humana y tampoco pertenece al código de ideas innatas del hombre. Ella es una categoría que resulta de la experiencia de la historia universal, que los seres humanos conocen y han alcanzado mediante el rechazo progresivo a diversas formas de opresión, expandiendo gradualmente ese principio hasta alcanzar, tendencialmente, a todos. Actualmente, la libertad se ha vuelto un derecho natural e inalienable, pero su naturaleza es histórica, resultado de un largo y tumultuoso proceso humano. La libertad y los derechos inalienables no preceden sino que son consecuencia de ese progreso: el resultado de una lucha compleja y contradictoria para construir un mundo en el que el hombre pueda reconocerse y actualizarse a sí mismo. Y es en esta “segunda naturaleza”, que es su obra, donde el ser humano obtiene reconocimiento de su libertad y de su subjetividad racional. La libertad es pues un concepto, un conocimiento y no únicamente un ideal. Por eso, y solo por eso, la libertad tiene un fundamento efectivo y no solo un fundamento imaginario. Comenzando por Hegel, lo inalienable de los derechos y de la libertad no deriva de la naturaleza, ni de la pura razón, sino de la historia universal, porque ésta ha desarrollado y acumulado un legado común para todos los hombres, para el hombre como tal, para el hombre universal .
La irrupción del otro en la idea de libertad tiene un segundo sentido que se concentra en la categoría de reconocimiento, es decir en el encuentro de la conciencia de sí con otras conciencias, en el espacio colectivo. Ya se ha visto que para Hegel, el ser humano no logra su libertad en la reclusión de su interioridad sino en encontrarse en su otro, como en sí mismo, dependiendo de sí mismo y estableciendo en ese encuentro su propia determinación. Tómese como ejemplo la categoría de propiedad: si considero un objeto de mi propiedad puedo aferrarme a él, aun con los dientes, pero ¿cómo podría ese objeto ser considerado mi propiedad si no hubiera otras conciencias que lo reconocieran y algún tipo de derecho que lo sancionara? A ese espacio de encuentro entre conciencias, Hegel lo llama “estado”, y al individuo que actúa en él para realizar su libertad, lo llama ciudadano. Es importante señalar que la categoría de “estado” no es equivalente a la noción mucho más limitada de “gobierno”, ni se reduce a una institución jurídico-política. Hegel, siguiendo a los clásicos griegos llama “estado” al orden social en su conjunto, a la sociedad humana. ¿Por qué tiene entonces que haber un estado? Porque una condición para ser libre consiste en comprometerse con una elección razonable, que sea admisible para nuestro pensamiento y nuestra razón, pero para que esa elección pueda realizarse ella debe manifestarse en la vida efectiva, es decir reconocer y ser reconocida por otros seres humanos. En un mundo que carezca de nociones como las de propiedad, justicia, ley, castigo, amor o compasión, no puede existir tal reconocimiento porque faltan todos los mecanismos para que ese reconocimiento se exprese: “Es solo en un mundo social que contenga al estado que los ciudadanos desarrollan esas capacidades, porque tal mundo es el mínimo autosuficiente que es capaz de mediar en el reconocimiento mutuo” . La existencia del estado (entendamos: de la sociedad humana) no es simplemente un mal, una limitación que la conciencia individual tiene que soportar con resignación, sino que es el lugar de su más alta realización porque ¿cómo realizar el bien, cómo ser virtuoso (o malvado), si no se pertenece a comunidad alguna? Y justo porque solo se puede ser al interior de esa sustancia, el estado no es del orden del consentimiento. Poco importa que los hombres otorguen su acuerdo: existe una razón fundada en la libertad para afirmar y sostener el mundo social (incluido el estado moderno), sea que hallamos consentido a él, o no.
Existe un tercer sentido en que la conciencia obtiene su libertad a través del otro: son las pasiones y los impulsos. Este tercer sentido es importante porque permite reconocer la distancia que Hegel se esfuerza en mantener respecto de lo que considera el formalismo moral kantiano. En efecto, para Hegel, Kant tiene el mérito insuperable de haber defendido el valor de la autonomía moral del individuo, pero lo ha hecho mediante la estrategia de mantener separadas dos esferas: la sensibilidad, la inclinación, el amor patológico por una parte y por la otra la razón, la ley, la norma. La ley moral descansa enteramente en la razón, pero excluye cualquier heteronomía. El individuo es moral porque su conducta se apega a la razón, pero debe mantenerse ansiosamente alejado de toda forma de contingencia, especialmente de sus pasiones. Hegel se opuso sin cesar a esta separación: según él, Kant se había propuesto originalmente realizar la unidad entre derecho y deber, entre lo real y lo ideal, afirmando que la esencia del sujeto pensante y del sujeto volitivo son una y la misma. Pero el resultado es diferente a las intenciones, porque la doctrina pura del deber establece un desacuerdo entre la diversidad de las inclinaciones y los imperativos ideales de la razón. En Kant, la facultad sensible de desear no tiene ningún acuerdo necesario con la unidad pura de la razón práctica. Ésta contiene una idea radical de la libertad del yo porque supone un “querer”, un ejercicio de la voluntad mediante una actividad y una autonomía completas, pero se realiza a costa de someter a la sensibilidad. Kant ha dejado abierto un abismo entre la legalidad y la moralidad. Es cierto que ha subrayado la libertad esencial de la voluntad como autodeterminación pero es para someterla a otra tiranía, porque donde quiera que hay “deber ser”, hay agresión a la libertad. Absolutizando al deber, ha fragmentado al hombre y no cesa de sugerirle que oprima sus impulsos naturales. Elevar los mandamientos de la moral a rango de principios de la razón, como él lo pide, significa obrar contra las inclinaciones por respeto al deber, instaurando “una contradicción permanente entre el corazón y la cabeza”. Obedeciendo únicamente a la voluntad racional el sujeto es moral en sentido radical, pero su razón se opone sistemáticamente a su naturaleza porque la obligación resulta de un criterio puramente formal.
Hegel se esfuerza en ofrecer una visión diferente: él afirma que la libertad que está al alcance del individuo no consiste en suprimir sus pasiones sino en modificar la relación que mantiene con ellas, con las representaciones que las acompañan y con los impulsos que las suscitan. Los deseos y las inclinaciones forman uno con el individuo, aunque es verdad que pueden convertirse en su otro al menos en la medida en que interfieren con su actividad racional, que limitan su actividad cuando no se encuentran en armonía con su razón práctica. Por ello el individuo debe modelarlas. En ello Hegel se encuentra mucho más cerca de Spinoza: el individuo no puede, ni debe, liberarse de sus pasiones porque éstas son parte de su acción, son aquello que lo conduce a realizarla. ¿Qué sería de una acción sin el incentivo de la pasión? Nada grande puede hacerse sin pasión y la vida moral no tiene por qué ignorarlo . A diferencia de Kant, en Hegel la acción no está motivada únicamente por la razón sino por la inclinación y el impulso, a condición de que estén guiadas y puestas en escena por la razón, en determinadas situaciones específicas. Un sujeto racional que esté vivo, suele estar motivado por sus pasiones, pero no por ellas inmediatamente sino por una deliberación inteligible que, independiente de toda contingencia, elige tal o cual pasión y la pone en juego, dirigiéndola acorde con el objetivo que persigue. Determinarlas, in-formarlas, es una manera de reconocer que ellas son verdaderas y necesarias, pero también es una forma de convertirlas en imágenes claras, en pasiones positivas. La liberación de los impulsos no consiste en oprimirlos creando una esfera inteligible y separada, pero tiránica, sino en modificar la relación que se guarda con esas querencias, integrando los deseos y las elecciones en un todo coherente. Eso es la virtud: “lo llamamos virtud cuando las pasiones están de tal manera relacionadas con la razón que ellas hacen lo que la razón ordena” .
Hegel utiliza con frecuencia una expresión para referirse a la libertad: “estar en casa consigo mismo en su otro, dependiendo de sí mismo, y estableciendo su propia determinación” . El sentido de esa expresión debe ser claro ahora: la libertad no es sólo ser en sí mismo, con su razón, sino también en sí mismo en el otro. La libertad del espíritu –dice la Enciclopedia- no es meramente una ausencia de dependencia obtenida a espaldas del otro sino ganada en el otro; ella no se actualiza escapando del otro sino subsumiéndolo, haciéndolo partícipe de la libertad. En Hegel, lo mismo que en Kant, el individuo es libre en la medida en que obedece a una ley de la que es, a la vez, autor y objeto. Pero a diferencia de Kant, esa ley no proviene de un paradójico momento único de elección por el cual el individuo acepta obedecer a un principio racional, más bien que a su impulso o a su amor de sí mismo. La formación de sí y la autosujeción a la ley se dan, según Hegel, de manera gradual, colectiva y realmente histórica. Esta presencia del otro otorga a la idea de libertad su característica hegeliana. En la tradición liberal, la libertad refiere usualmente a una esfera de privacidad en la que los individuos pueden hacer lo que les plazca, inmune a la injerencia de otros, especialmente del estado. Normalmente, a esta libertad de hacer lo que se quiera se agrega la expresión “siempre y cuando no coarte la libertad de los demás”. Aquí “los demás” no son más una precaución indispensable para evitar el desenfreno. Hegel no tiene una idea de libertad tan trivial. Para él, la libertad es autorrealización, un logro en el dominio del otro, en la que la voluntad planta sus obras, reconoce y es reconocida por los otros. Libertad quiere decir que el individuo realiza sus fines, busca y obtiene satisfacción con sus actos, efectúa su esencia racional.
Con esta idea de libertad, ciertas expresiones que normalmente son utilizadas para desprestigiar al filósofo, pierden su aspecto paradójico. Así, ante la cuestión, ¿qué es el derecho?, Hegel responde que, puesto que la libertad sólo existe si es vivida, ella se materializa en el derecho y en completa congruencia llama a la Filosofía del Derecho “un sistema de la libertad objetiva”, es decir una serie de instituciones en las que la voluntad se encuentra “consigo misma” . El derecho es la expresión material de la voluntad libre. Desde luego, por “derecho” Hegel no entiende una ley estrictamente jurídica contenida en códigos o legislaciones: por “derecho” en sentido extenso él entiende todo el sistema de instituciones y prácticas que son premisas de la libertad: “El derecho es toda existencia en general que es existencia de la voluntad libre. El derecho es por tanto libertad en general, la Idea” . A la pregunta ¿qué es entonces el deber?, Hegel responde que el deber no es, como en Kant, una forma de sumisión al imperativo categórico, sino la liberación del individuo. Liberación en un doble sentido: por una parte el individuo se encuentra liberado de sus tendencias naturales y por la otra se encuentra liberado de su subjetividad indeterminada, incapaz de ninguna actualización. Ciertamente en el deber el individuo obedece una ley, pero esta es su ley materializada en el mundo efectivo. El deber es ante todo una actitud hacia algo que, para mí, es sustancial y universal en y para sí, pero si este es el caso entonces hay reciprocidad entre la libertad y el deber en el sentido que, obedeciendo, soy libre: “En el deber, el individuo se libera a sí mismo y obtiene así su libertad sustancial” . Esto es así porque la libertad es efectuación, autorrealización; de ahí se sigue que los deberes éticos que nuestros roles sociales nos imponen son indispensables para la actualización de nosotros mismos como seres racionales. Los deberes liberan al individuo porque cumpliéndolos se define a sí mismo a través de su acción y ésta acción debe conducir a un proceso social más amplio en el que se busca, entre el conflicto y el tumulto, el bien. Es preciso, sin embargo, tener presente que la asociación de ideas como razón, voluntad, deber, estado y libertad crean una galaxia conceptual que causa estupor y disgusto a la conciencia liberal.
La libertad es la voluntad libre que quiere la voluntad libre . Esta expresión aparentemente circular es la solución que Hegel ofrece a una situación contradictoria. En efecto, para ser libre la voluntad tiene que cumplir con dos momentos: primero debe independizarse de todo lo que en ella es contingente y particular; luego, debe proceder a negar toda esa indeterminación; el primer momento representa la transición a la indeterminación, el segundo la transición a la particularidad; el primero es independizarse a sí misma de cualquier determinación, el segundo establecer su propia determinación. Para ser subjetivamente libre, la voluntad debe liberarse de cualquier heteronomía, pero para ser objetivamente libre debe determinarse en la existencia reintroduciendo una forma de heteronomía. Ese movimiento antagónico constituye la libertad. Autodeterminación quiere decir justamente ponerse uno mismo como lo negativo de uno mismo, como limitado por el otro, manteniendo sin embargo la voluntad de no unirse sino con uno mismo. Cierto, es una contradicción, pero que se resuelve porque la determinación objetiva que admite es su propia obra y por tanto ella no obedece sino a sí misma. Naturalmente, introducir esa oposición en el seno de la voluntad no implica problema alguno para Hegel pues este afirma que nada, ni en el cielo, ni sobre la tierra, existe sin contradicción. Bien considerado, el ser humano, en el reino del espíritu, es el único capaz de soportar en sí esa contradicción y resolverla, subsumiendo ese antagonismo en una forma más alta de libertad, mientras en el reino natural, por el contrario, toda contradicción culmina con la destrucción de uno de los opuestos.
Además de mostrar la naturaleza dialéctica de la libertad, aquella expresión de apariencia circular permite responder de manera fundada a una pregunta crucial: ¿por qué los seres humanos buscan la libertad? Resulta claro ahora que ellos no la buscan como un ideal surgido de su imaginación, o como un fin siempre inalcanzable e indefinidamente pospuesto. La libertad no es una invención subjetiva o un impulso innato, sino una obligación que se les impone porque la han creado ellos mismos a través de su historia. Los seres humanos hacen la libertad, la han estado haciendo. No se dirá entonces que la libertad surgió en un momento determinado sino que siempre ha estado en obra, en lugares insólitos y por causas diversas, hasta llegar al presente. En la modernidad, el individuo vive obligatoriamente una serie de condiciones que le dan contenido real a su libertad: él tiene que elegir entre una diversidad de posibilidades en una serie de dominios tanto públicos como privados, y está obligado a hacerlo, porque su itinerario vital ya no está predeterminado, como en las sociedades tradicionales. ¿Cómo podría renunciar a ello sin perder la mayoría de edad que ha alcanzado? Desde luego, en muchos casos ese margen de elección es limitado y en algunos de ellos es inexistente, pero basta para afirmar que hoy la obligación moral es inseparable de la libertad. Resulta, no obstante, que esa libertad como autorrealización racional no es, ni homogénea para la mayoría, ni completa para todos. Si la libertad es ya una categoría obligatoria, está lejos de ser una existencia efectiva; por eso los seres humanos continúan incesante su lucha política, buscando que su existencia se aproxime cada vez más a su concepto, a la idea que tienen de sí mismos como seres autónomos y racionales.
Los seres humanos no tienen que buscar en su imaginación ningún fin porque esos fines ya están presentes, como negación de aquello que los limita y los oprime. En su acción política no persiguen determinaciones ilusorias sino sólo aquellas que se revelan necesarias para que todos y cada uno se encuentre en posición de deliberar y expandir los fines que dan contenido a esa misma libertad. “La libertad que quiere la libertad” no es una expresión circular sino recursiva : puesto que su libertad requiere de un ordenamiento social y político que le permita mantener y desarrollar esa autonomía, el individuo busca, reflexiona y persigue justamente aquel ordenamiento que le permite mantener y desarrollar esa libertad y la racionalidad que la acompaña. La justificación básica a la que el ciudadano puede apelar para reflexionar acerca de su acción política no es ningún deseo subjetivo, ni una meta que resulte de alguna deliberación colectiva, sino mantener y expandir las condiciones objetivas de su propia libertad y racionalidad. Ya se ha visto que en Hegel, el estado no es del orden del consenso, por eso la pregunta que se plantea no es ¿cuáles son los principios sobre los cuales los seres humanos pueden ponerse de acuerdo para vivir en libertad?, sino más bien, ¿cuáles son las condiciones objetivas, es decir las instituciones y las prácticas que son necesarias para mantener y desarrollar la libertad ya alcanzada? Así, la libertad, que como sabemos es la “sustancia del espíritu”, se convierte en el motivo, el móvil y el objetivo de su acción política, su propia justificación. A propósito de la libertad puede afirmarse, como lo hacía la filosofía clásica, “no me buscarías si no me hubieses ya encontrado”. La libertad objetiva exige la presencia del estado, de una forma de organización social y política en la que esa autorrealización se haga manifiesta. Los individuos son libres en el estado porque actuando como ciudadanos están trabajando no sólo para satisfacer sus necesidades y sus deseos sino para preservar y desarrollar las propias capacidades de libertad y racionalidad que ya poseen.
En resumen, mediante la categoría de libertad, la filosofía política de Hegel no consiste en descubrir, cueste lo que cueste, la razón que se oculta en la historia sino incitar a los hombres a reconocer que, por su razón, ellos realizan un mundo tangible y efectivo. Si los hombres decidieran retirar el velo que creen que les oculta al mundo (pero es aquí donde muchas filosofías conspiran), no solamente sería necesario que ellos penetraran para que haya alguien que vea, sino para que haya algo digno de ser visto. Nada en la filosofía de Hegel condena a los seres humanos a la inacción. Por ello resultan especialmente desdichados los comentarios que hacen del concepto una doctrina conservadora. Hegel tiene razón en rebelarse: eso es traicionar lo esencial de la empresa: Para él, la libertad no es un fundamento metafísico, ni una escala externa contra la cual los seres humanos pueden comparar sus carencias: ella sólo existe si es vivida. La libertad y lo verdadero no se pueden descubrir porque no se ocultan en ningún sitio: ellas se alcanzan y se construyen en el tumulto de la historia. La felicidad y el amor no los esperan al final del camino porque ya están siendo, desde el momento en que, con sus actos, realizan la reconciliación con su diferente. Pueden ya entregarse a la realización de esos principios con la certeza de que todo temor a errar es injustificado.
Cada hombre debe aspirar a la felicidad que su autonomía moral le permite, pero para ello requiere alcanzar una cierta reconciliación con los otros y consigo mismo. Lograrla, significa aceptar que la libertad no existe en la soledad sino que se realiza en un mundo y se hace presente en su cultura y sus instituciones. Y sin embargo, reconciliarse con esa sustancia ética no es abdicar: no es cuestión de evocar un abstracto pasado o de imaginar un futuro inaccesible, sino de colocarse en el presente realizando en éste su verdad, olvidando aquellos momentos en los que se dudaba de su íntima solidaridad con los hechos. No es Hegel, sino Fichte quien ha hecho sentirse melancólicos a los hombres por su unidad con el universo; por su parte, Hegel ofrece un impulso optimista y asegura que quien sólo les habla de su finitud, quien sólo se refiere a los límites de su razón y no cesa de recordarles lo minúsculo de su acción, ese miente contra el espíritu. Nada en esta filosofía condena a los seres humanos a la inmovilidad: ella no los lleva a contentarse con lo que existe sino a indignarse con la situación horrible de la sociedad y a tener la certeza de que, actuando, ellos hacen aparecer su propio juicio. ¿Por qué sentirse entonces indescriptiblemente miserables? Los seres humanos han alcanzado ya el principio de su libertad y buscan expandirlo, eso es lo único que cuenta, lo único que subsistirá.
La filosofía tiene un lugar asegurado en ese proceso. Para quien como Hegel, cree que ella debe alcanzar la vida, ella no puede reducirse a un ejercicio intelectual y debe ser incluida entre los medios reflexivos por los que se anuncia la reconciliación. La filosofía es el pensamiento militante que permite abandonar ciertos errores tenaces acerca de la naturaleza, la impotencia y la ineptitud humanas; ella divulga la confianza de que los seres humanos dominan las circunstancias de su existencia y revela el combate que se libra para dar consistencia a lo que se intuye de verdadero en la realidad efectiva. No es verdad que la filosofía busque separarse de la vida: ella solo desea precipitar el advenimiento de la vida verdadera. En su actividad, se opone a esas perspectivas que despueblan el cielo y lo degradan a las formas más triviales de finitud y limitación. ¿Cómo podría actuar de otro modo si la frivolidad y el aburrimiento del presente descubren a su manera la forma nueva que se anuncia, si el presente ya se revela preñado de un mejor futuro? La filosofía política de Hegel es lo opuesto a una filosofía de la razón satisfecha; sería más justo definirla como una filosofía de la razón indignada.
Es posible que algunos prefieran no escucharlo. Es seguro que no es el filósofo que ha llevado más lejos la revuelta por la dignidad humana –honor que en nuestra opinión correspondería a Spinoza-, pero con todo, Hegel propone con sus medios, los suyos propios, el deseable fin de todas las servidumbres.
México, enero del año 2005.
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