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FOUCAULT Y LA EXPERIENCIA


Hacia el final de su vida, en un artículo titulado “Dos ensayos sobre el sujeto y el poder”, rememorando su obra, Foucault escribe que su trabajo no ha tenido como centro ni el discurso, ni el poder, sino la historia de los diferentes modos de subjetivación del ser humano en nuestra cultura. En la introducción al segundo volumen de su Historia de la sexualidad, retomando esa idea, él llama experiencia a esos modos de individuación a través de las cuales el ser humano se ofrece como pudiendo y debiendo ser pensado. Si se le toma al pie de la letra, la arqueología, la genealogía y la ética que Foucault ha practicado no serían sino momentos de esa experiencia (que aparecerá así, en itálicas, cuando se trate de la categoría) cuyo significado sólo se destaca al final de la empresa. Aquí desearía prolongar esa sugerencia tomando a la categoría de experiencia como eje de una obra que nunca cesó de rectificarse, aportando de paso la prueba, muy foucaultiana, de que una obra personal no es el despliegue suntuoso de un significado previsto de antemano por un autor visionario. Veamos de cerca.

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Foucault ha dedicado su libro Le souci de soi, a probar que la sexualidad de los siglos II y III de nuestra era ha estado orientada por una “interrogación de sí” que indicaba, a cada individuo varón, el sendero indispensable para mantener una vida equilibrada y razonable. Aunque esta experiencia de la sexualidad condujo a prácticas y enunciados similares en apariencia a los que existen en otros sistemas de conducta (por ejemplo circunscribir la vida sexual al interior del matrimonio o el rechazo progresivo de la pederastria), la modalidad de la relación de sí a sí que la gobernaba era esencialmente distinta a la nuestra. Como corolario de estas investigaciones, Foucault sostiene que por experiencia (sexual) debe entenderse la unidad de la existencia humana con las categorías que la determinan. Su conclusión es que no hay, primero un cuerpo y luego una representación de sí del sujeto que vendría a imprimirse en aquel a la manera de una simple materia prima. No hay vida sexual, ni percepción del cuerpo, como no estén orientadas por una serie de categorías que no vienen a agregarse a la experiencia, sino que son constitutivas de ella. El sexo no es un dato biológico en el cual se insertarían modalidades de la sexualidad explicables por la moral, la razón, o lo que una cultura acepta como lícito, porque es en el proceso mismo de la experiencia (sexual) en donde se establecen ambos extremos de la relación: el sujeto y el objeto (el cual es, usualmente, un ser humano y en un número variable de casos, del sexo opuesto). Si esta interpretación que ofrecemos es correcta, la categoría de experiencia es a la vez el índice del abandono de una filosofía centrada en la conciencia, un intento por resolver la separación entre mundo sensible y mundo inteligible y finalmente, la prueba que aporta Foucault de que no existe una relación definitiva del hombre a sí mismo que trascienda todas las experiencias. En síntesis, la experiencia es un signo de la posición de la filosofía de Foucault entre las corrientes críticas de la modernidad (y no contra la modernidad).

            Debe tenerse presente ante todo que la categoría de experiencia es, desde la Historia de la Locura, una alternativa a la representación filosófica que imagina un posible encuentro entre un objeto bruto y una idea. Para mostrar que la locura no es una cosa siempre idéntica a sí misma, el libro ofrece una compleja alternativa que consiste en la reflexión simultánea de la desviación mental y del entramado del saber médico, religioso, literario y familiar en que esa alienación es susceptible de ser percibida y experimentada. La promesa que el título parecía ofrecer concluía con algo distinto: la convicción de que no había un referente único llamado “locura” al cual apuntaran, con mayor o menor tino, todas las experiencias. Este intento, que Foucault mismo llama una “analítica de la experiencia”, queda entonces inscrito en la tradición de la filosofía que sostiene que no hay separación entre algo subjetivo (llamado pensamiento o idea) y algo objetivo (llamado ser o realidad), asegurando que la reflexión filosófica sólo se inicia cuando se pasa de un conocimiento meramente objetivo (es decir acerca de los objetos tal como se ofrecen en la experiencia, por ejemplo la desviación mental) a un conocimiento verdaderamente objetivo (es decir, constitutivo de toda experiencia de objeto, en este caso la locura). Por ello mismo la analítica de la experiencia queda emparentada con las “ciencias reconstructivas”, Kant por ejemplo, en el intento por ofrecer una explicación completa de ese substrato pre-teórico en el que descansa toda la presencia del objeto.


            La analítica de la experiencia es entonces en nuestra opinión una instancia del combate que desde Hegel se libra contra las llamadas “filosofías de la representación” y el axioma clandestino que las organiza, a saber, que entre el sujeto y el objeto hay una separación originaria, irreductible, inamovible. Estas filosofías de la representación se inician con el prejuicio fijo de que por un lado, existe una naturaleza (que incluye la naturaleza humana) que los hombres no han hecho, ni podrían hacer y por el otro, el ser humano, con sus pensamientos y su trabajo. Así, de un lado está la locura, objeto misterioso puesto que ha sido necesaria astucia y paciencia extremas para cercarlo y develarlo; del otro, una serie de conceptualizaciones con diverso grado de acierto o ignorancia. Luego, la estrategia de esas filosofías es sencilla: una vez que han separado al sujeto del objeto, para colmar la brecha que ellas han abierto colocan al pensamiento y al discurso como intermediarios, los cuales no están destinados a unirlos sino a mantenerlos separados, de manera que debe iniciarse de inmediato una investigación acerca de su fidelidad y su transparencia. La conclusión a la que llegan las filosofías de la representación es que la unidad absoluta entre el sujeto y el objeto es imposible; pero si no logran concebirla no es porque la unidad de sujeto y objeto sea inconcebible, sino porque “representación” significa justamente “separación” e implica que las categorías y los discursos son acerca de “algo” y por tanto su legitimidad descansa en la existencia de aquello sobre lo cual se realiza su ejercicio.


            Con su analítica de la experiencia, Foucault desea remover ese prejuicio fijo. A través de ella se busca probar que no hay dos extremos eternamente separados sino únicamente un proceso: la correlación incesante entre dominios de saber, tipos de normatividad y formas de subjetividad, en la cual cada cultura establece lo que admite como una experiencia dada. Experiencia no designa entonces el encuentro de un espíritu solitario con una naturaleza indiferente, sino la relación de sí a sí en que la cultura constituye los objetos de su saber y la relación de sí a sí en la que el sujeto se constituye como ser pensante y como objeto s ser pensado. La locura, por volver al ejemplo, es el resultado sintético e incluso incoherente, del saber médico, de las formas de encerramiento y las normas jurídicas que la designan, pero también de la literatura o de las normas de comportamiento individual en las que se expresa. De este modo la analítica de la experiencia se sitúa en la tradición crítica que desde Kant busca contrarrestar la ilusoria vida independiente de los objetos otorgando a la conciencia, como lo hace la Crítica de la razón pura, el papel constitutivo de esos objetos. La diferencia es que Foucault prolonga tal crítica como lo hace Hegel, al hacer de la experiencia lo único incondicionado, afirmando que la conciencia tampoco es un extremo soberano y que ella sólo es consistente en la medida en que se encuentra absorbida en el mismo proceso. En lo sucesivo ya no es el sujeto –aunque se llame “trascendental”- el que posee las determinaciones categoriales de la experiencia, sino que son éstas las que explican la síntesis de intuiciones y representaciones que recibe el nombre de “sujeto”. Esta analítica ya no es una filosofía de la conciencia (por ejemplo, lo que la mirada médica ha dicho acerca de la alienación mental), porque su centro se establece en la serie de prácticas y discursos en la que puede precisarse alguna experiencia de objeto y de sí mismo que permite al sujeto reconocer si ha tenido o tiene dicha experiencia.

            Son estas mismas conclusiones las que Foucault refleja en la Arqueología del saber, haciéndolas actuar esta  vez en el plano del conocimiento. En efecto, a fin de evitar la autonomía del sujeto y del objeto, en la arqueología se presentan dos tesis que resultan cruciales. 1) En el mundo de “las cosas” no existe ninguna racionalidad intrínseca y no reina ningún orden oculto que sólo habría que descifrar, porque no hay ninguna predicación de la realidad que sea externa a los procedimientos del pensamiento y del discurso. 2) Por su parte, las categorías y los discursos tampoco existen plenamente en el anonimato antes de tropezarse con un hecho. Para la arqueología no hay ninguna condición previa antes de la experiencia incondicionada y la verdad que se alcanza en la experiencia no es ni del orden de la imitación, ni del orden de la ratificación o del consenso. Naturalmente, estas conclusiones epistémicas no son el equivalente de un “método de conocimiento”. Si por “método de conocimiento” se entiende alguna estrategia de seducción de objeto, entonces la arqueología no cuenta con ningún procedimiento semejante, porque son justamente las categorías de sujeto y de objeto autónomos las que están puestas en cuestión. Pero esas conclusiones tampoco son simplemente máximas preventivas para reducir la fe en la racionalidad o el orden imperantes en la naturaleza. Más que principios epistemológicos, ellas son principios metafísicos –en nuestros días, en que el término “metafísica” de ha vuelto una mala palabra-, que afirman que son el discurso y sus categorías los que orientan y constituyen toda experiencia tanto de la verdad del objeto como de su aprehensión por el sujeto. Es por eso que Foucault se ha visto obligado a otorgar a las categorías y al discurso un estatuto objetivo y hacerlos simultáneamente fuentes de toda objetividad de la experiencia. Sin embargo, hay que tomar la precaución de señalar que Foucault no está proponiendo con ello ninguna ontología porque, siguiendo a Kant, no existe ningún sistema de predicados de la verdad en el ser, sino sólo una estructura de categorías mediante las cuales se constituye el ente categorial que está siendo pensado.


            En breve, la analítica es un dispositivo conceptual destinado a mostrar que todo lo que existe y se piensa se realiza en la experiencia, y que antes de esta trama de prácticas e ideas que es incondicionada, ni los objetos viven una vida esperando una conciencia que los descubra, ni el intelecto posee ningún esquema categorial o formal ya constituido. No hay sino una problemática que podría llamarse trascendental: la constitución de los extremos de toda experiencia, porque es en ésta donde el pensamiento reconoce la existencia del objeto otorgándole una presencia al determinarlo y donde el pensamiento se autoconstituye al reflexionar sobre sus propias operaciones.

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Este rechazo a cualquier substrato fundador que se encontraría en el sujeto o en el objeto obliga a Foucault a reconsiderar sus ideas acerca de categorías tradicionalmente filosóficas como la esencia, la presencia y la identidad de los objetos, si desea evitar el reproche de irresponsable (o “posmoderno”). Sin embargo, es conocido el resultado militante al que llega Foucault siguiendo a Nietzche: no existe ningún mundo de esencias detrás de la apariencia; a espaldas del mundo no se perfila ningún otro mundo más estable. Según nosotros, el genealogista habría podido recurrir con el mismo resultado a la Lógica de Hegel, pero en todo caso, lo importante es examinar las consecuencias de esta transformación en la idea de “esencialidad”.


La esencia.              Ante todo, Foucault se ve obligado a formarse otra concepción de la esencia: por esencia no debe entenderse ni un más allá del objeto, ni una interioridad inaccesible, sino un “siempre aquí” de la presencia. Sin embargo, ello no conduce a un “presentismo” porque la presencia no es un dato sino un resultado, un “algo” constituido en el cual no se oculta ningún sentido primigenio, ni se revela un orden trascendente. Los objetos que se ofrecen en la experiencia tienen una esencia y un sentido (y no caen en un vago relativismo), pero ellos no son más que la procesualidad que los ha hecho llegar a ser. La esencia del objeto no es otro ser intangible como el ángel de la guarda que lo acompaña, sino un proceso: el proceso por el que llega a la experiencia todo lo que en ella se presenta como objeto. No hay nada más que lo que existe. Todo lo realizable y lo pensable se ofrece en la existencia y ésta es el punto de partida obligado, pero comprender la esencia de esos objetos existentes no quiere decir dejarlos intactos, sino remitirlos al mecanismo que explica su lenta constitución. Al final de la reconstrucción las cosas, de apariencia tan misteriosa, se revelan carentes de misterio.


Es esta concepción particular de esencia la que explica la idea que Foucault ofrece de las categorías organizadas en discursos que examina en la arqueología: los discursos, esas herramientas del entendimiento no son simples entes de razón, ni sencillas ideas recluidas en las cabezas del sujeto pensante, sino estructuras fundamentales que otorgan su modo de ser a los objetos. En esto, el arqueólogo sigue a Kant, puesto que desde la primera Crítica se había mostrado que si el objeto sensible es el punto de partida, la aplicabilidad de las categorías es la condición necesaria de toda experiencia de objeto en tanto que objeto pensable. Las categorías y los discursos no expresan entonces un montaje de ideas representativas de un objeto sino su estructura constitutiva, es decir la totalidad de su presencia y de su significado. De este modo, puede decirse legítimamente que la locura no es la simple desviación mental, sino la totalidad del dispositivo médico, legal, familiar, que designa al alienado y lo encierra en un conjunto de prácticas específicas. Para la arqueología, reflexionar sobre tales objetos no significa excluirlos, ni tomarlos como pretextos para ejercer el virtuosismo del pensamiento; reflexionar sobre los objetos de la experiencia es reconstruir simultáneamente su presencia y su esencia, su ser y su sentido. Se percibe ahora que es enteramente inadecuado acusar a Foucault de practicar un relativismo nihilista.


Es por eso que La arqueología del saber no trata a las categorías y a los discursos como simples soplos de aire sin otra dignidad que la de ser indicadores de contenidos sensibles. En ese sentido, no se puede admitir que sea una obra fallida, porque sigue siendo válido afirmar que el discurso no es el lugar en el que los objetos vendrían a ser imitados con palabras. Hay una forma de desdén hacia el discurso –aún elogiándolo- que consiste en concluir que “sólo son palabras” porque entonces, o bien se sospecha de él, o bien se le hace índice de alguna cosa o de alguna idea. Para Foucault, por el contrario, las categorías organizadas en discursos no son definiciones ontológicas del mundo, ni definiciones convencionales de los sujetos que piensan y argumentan sobre el mundo; ellas son definiciones de la experiencia incondicionada, es decir, formas de comprender y atributos de lo comprendido. Es en este punto donde Foucault no puede aquí estar de acuerdo con Kant en la convicción de que, por desgracia, la experiencia es la madre de la apariencia, porque aún cuando la arqueología y la genealogía parten de una experiencia, no se conforman con esa simple presencia y buscan hacer explícito el fundamento de esa existencia, probando a la vez que al adquirir consciencia de sí en el discurso, el pensamiento obtiene la misma objetividad del ser.


Siempre se vive y se piensa en la experiencia. Pero la reflexión y el conocimiento acerca de ésta conduce a una doble conversión: del objeto, porque el cúmulo original de intuiciones, sensaciones e ideas se transforma en un objeto unificado por dicha reflexión, pero también se realiza una conversión del pensamiento porque este no se limita a aproximarse al objeto con el fin de otorgar contenido a sus operaciones vacías, sino que se autoconstituye en razón de ese esfuerzo. Pensar la experiencia no es traducirla en palabras, y conocer no es simular al mundo mediante las ideas. Pensar la experiencia es reflexionar sobre la actividad de producir al objeto como inteligible, examinando simultáneamente las categorías que otorgan esa inteligibilidad.


La experiencia siempre está ahí e incluye al pensamiento y al discurso como algunos de sus momentos a los cuales hay que agregar los actos prácticos de apropiación de objeto. Es por eso que el conocimiento de esa experiencia no tiene ningún inicio asignable, mucho menos en una “realidad”, porque toda realidad, incluso la más humilde, está de un modo u otro mediada por la reflexión. En la “invención” del conocimiento no se encuentran siquiera aquellos trozos mezquinos e inconfesables que Foucault concede a Nietzche porque como ha mostrado la genealogía, el encuentro con la realidad más insignificante supone una mediación. El programa de la arqueología y la genealogía puede entonces parecer gigantesco, pero no es absurdo ni irracional. Ellas buscan probar que partiendo de la presencia se alcanza la esencia mediante la reconstrucción del objeto pensado y el sujeto pensante, y que el resultado es la experiencia reflexionada por completo, sin necesidad de substratos previos. Del mismo modo, el resultado de la analítica de la experiencia tan perfecto como sea, no una autojustificación del presente sino su reconstrucción racional; permite el conocimiento de lo que existe, pero no se confunde con él; lo explica, pero no lo suplanta. De esta manera, Foucault participa en el proyecto de la modernidad la cual no busca anular la experiencia ahogándola en el discurso, sino hacer explícita e inteligible mediante el discurso reflexivo, toda experiencia.


La esencia y la identidad.           Lo mismo que ha debido reconsiderar la categoría de esencia siguiendo el hilo de la experiencia, Foucault ha requerido redefinir la noción de “identidad a sí”, de la cual depende una buena parte de la inteligibilidad de su propia empresa. Es por eso que desde la Arqueología del Saber ha debido dejar atrás la idea de que la identidad sea una característica atribuible al ser. La identidad no es un dato ontológico que el pensamiento arrancaría a las cosas y ella tampoco puede descansar en la indicación de un referente mudo. La identidad de sí no es un principio analítico proveniente de las cosas, sino un principio sintético: es el resultado de la actividad de unificación realizada por la reflexión a través y contra la multiplicidad de determinaciones cambiantes y discursos opuestos y hasta antagónicos en los que el objeto está inscrito. Desde luego, la arqueología se exige alcanzar la identidad del objeto (sea este la locura, la prisión o la mirada clínica) pero rechaza la idea de que tal principio sea un género del ser que excluyera el movimiento de la reflexión por el cual se individualiza a tal objeto como idéntico a sí. Definir la identidad de un objeto requiere sin duda de la descomposición analítica de cada uno de las determinaciones que lo constituyen, pero lo que Foucault afirma es que la esencia del objeto es su identidad sólo en el momento en que aquella diversidad es integrada en una síntesis única. Entonces, mediante la reconstrucción se dirá que el objeto tiene una esencia y que esta le confiere identidad. La genealogía, por ejemplo, a través de un montaje de minucias buscará mostrar que ningún criminal de la era moderna surgió de improviso armado con todas sus piezas, sino que es el constructo surgido de las formas de ilegalismo vigentes en ese momento, de las interrogaciones judiciales o médicas que sobre él se hacen y de los procedimientos que lo sancionan. El objeto, en este caso el criminal, no es primero idéntico a sí, y luego posee una esencia; a la inversa, es porque posee una esencia, es decir un entramado de ideas y prácticas que lo designan, que es idéntico a sí. La identidad que la analítica persigue es la reconstrucción del objeto en la unidad de la experiencia y no la continuidad de la experiencia a través de las diversas interpretaciones que se hacen sobre el objeto.


             Todo esto es sencillo pero de ahí se deriva una consecuencia fundamental para comprender el proyecto de Foucault: lo que nos es conocido no es el objeto inmediato sino sus relaciones y por “relación” no debe entenderse una serie de vínculos y enlaces con otros objetos, sino una forma de determinación que esos lazos imponen al objeto mismo. El propósito de Foucault no es inscribir al objeto en una serie de relaciones con otros objetos a fin de mostrar la funcionalidad del conjunto (por eso rechaza firmemente el nombre de “estructuralista”); su proyecto es más radical y tiene un carácter estrictamente filosófico: es definir la manera en que el objeto es constituido por el hecho de estar inscrito en una serie de relaciones. La pregunta que orienta sus análisis no es ¿cómo entra un objeto (por ejemplo, un criminal) en una serie de relaciones? Sino ¿qué transformación sufre la noción misma de objeto (en este caso la criminalidad) por el hecho de estar constituido a través de un entramado de relaciones? En esta filosofía los objetos no son desde el primer momento y luego se relacionan, porque lo que se afirma es que los objetos son el resultado sintético de esa serie de relaciones.


Sin embargo, esta suspensión momentánea de la identidad de sí no hace de la analítica de la experiencia la empresa irresponsable de disolver al objeto. Por el contrario, ella se propone mostrar que todo lo que existe tiene un fundamento, una razón de ser y posee la consistencia que parece tener. Es pues inexacto reprocharle que se libra a construcciones arbitrarias o que su resultado es sencillamente santificar el presente. La mejor prueba es que todo el análisis de Foucault consiste en concluir con la supuesta arbitrariedad del objeto que se ofrece en la experiencia, realizando una excursión hacia aquello que lo determina subterráneamente. Sin duda, la elección de tal o cual objeto (la locura, la sexualidad, la criminalidad) supone un diagnóstico del presente que la genealogía no explica sino parcialmente pero de ahí, ella efectúa la prueba de que dicho objeto no es contingente, ni arbitrario, y lo logra trayendo a la luz el mecanismo que ha presidido su proceso de constitución.


Santificar el presente nunca formó parte del proyecto de Foucault. Su punto de partida es la presencia de algo efectivo porque, a diferencia de ciertos escepticismos modernos, para ella la existencia de los objetos no está en duda. Pero su propósito no es fundamentar al objeto basado en su simple existencia sino comprender el mecanismo por el cual reconocemos esa presencia indudable. Lo incondicionado no es ni el ser por sí mismo, ni el pensamiento o el discurso por sí mismos, sino la unidad procesual de ambos en la experiencia. De ahí proviene un doble movimiento que no resulta ser una aporía: el objeto sólo se presenta en la existencia porque tiene un fundamento, una razón de ser, pero a la vez sólo se conoce su fundamento porque la cosa ya está ahí. La analítica se preocupa entonces por establecer una jerarquía entre las determinaciones constitutivas de la cosa reflexionando a la vez sobre esa operación. Y con ello, la analítica se consolida como empresa estrictamente filosófica y se distingue para siempre de la historia en el sentido usual de este término. En efecto, aunque la mayoría de los materiales foucaultianos son históricos, el filósofo no busca describir la serie temporal en la que se localiza el objeto  como lo haría un historiador, sino definir la serie lógica de determinaciones que rigen la identidad de la cosa.


Evaluar el programa de Foucault requiere que se precise lo que él no es: él no es ni una teoría social, ni una teoría de la historia –aunque por momentos haya pretendido ambas cosas-. Frente a las ciencias humanas, la analítica no se coloca en posición de superioridad, de suplantación o de anticiencia. Toda su insolencia consiste en interrogar a esas ciencias acerca del dominio de objetos que ellas examinan, despertando la sospecha de que ellas participan en un proceso que ignoran. Aunque resulte irritante, esa pregunta no conduce a un juicio y a una condena sino a una forma de crítica que sólo está al alcance de la ciencia misma. Igualmente, la analítica tampoco tiene la soberbia de erigirse en un “método de conocimiento” sugerido para su aplicación ante los objetos indóciles: la analítica no es una forma de pensamiento preestablecida con el fin de otorgar una mayor transparencia a las cosas. Así se justifica el pretensioso título de “analítica del presente”: “analítica, porque su propósito no es el examen de “las cosas” sino del mecanismo que las llevado a ser justamente “cosas”; del presente, porque para comprenderlas en su esencia se propone remitirlas al mecanismo que les otorga una presencia. La obra de Foucault requiere ser comprendida en el terreno que se presenta a sí misma: como una posición en filosofía que se inserta en una larga tradición: en el examen crítico de los medios reflexivos y prácticos con los cuales las ciencias humanas organizan su experiencia de objeto. Y con eso basta para ocupar un lugar estratégico en el saber de nuestros días.


Necesidad y libertad.       Con el término de experiencia la analítica no designa cualquier realidad, ni otro tipo de realidad, sino aquella entidad conceptual en la cual la existencia del objeto ha sido completamente reconstruida por la reflexión. La experiencia no es el punto mítico en el que vendrían a fundirse el ser y el pensamiento sino una categoría que denota la relación entre el pensamiento que reflexiona sobre sí mismo (el pensamiento pensado) y que reflexiona también sobre las transformaciones que le han conducido desde el objeto inmediato hasta el objeto conceptualmente reconstruido (el pensamiento pensante). Cabe preguntarse ahora –aunque Foucault no lo haya hecho de manera explícita- por la modalidad bajo la cual se piensa esa experiencia: ¿ella es posible, contingente o necesaria? Su modalidad ¿pertenece al plano lógico, ontológico o pragmático?


Parece claro que la analítica no se detiene en examen en la simple posibilidad lógica de los objetos porque la cuestión que dirige sus reconstrucciones no es ¿la cosa (sea la prisión, el hospital o la escuela) es lógicamente posible? sino más bien ¿cómo ha sido realmente existente? Parece claro también que la analítica no se conforma con la necesidad formal del objeto porque, como se ha visto, ella no eleva artificialmente a la existencia a fundamento de sí misma. Habría que aceptar entonces que la analítica persigue la determinación completa del objeto a través de dos momentos: a) por el análisis de la serie de condiciones que lo determinan, pero que a su vez son por sí mismas entidades separables (por ejemplo, es posible examinar de manera independiente las prácticas médicas, jurídicas o pedagógicas que conforman el horizonte de la disciplinarización en la edad moderna); b) por la síntesis de esa serie de condiciones en la unidad de ese objeto específico (mostrando la manera en que esa serie de prácticas ha concurrido en la aparición de las prisiones). Este paso de la serie de condiciones reales a la presencia efectiva de la cosa no es más que la explicación del mecanismo que ha conducido necesariamente a dicho objeto. Por ejemplo, la prisión no era un hecho inevitable de la época moderna, pero es posible mostrar la serie de condiciones que produjeron esa peculiar forma de encerramiento, de esa manera y no de otra. Estamos pues afirmando que las minuciosas genealogías de Foucault sólo son inteligibles si logran anular la contingencia del objeto, sin que por ello se confundan con lo que fue su punto de partida. Así, la analítica de la experiencia no otorga a la locura o a la prisión el valor de “cosas en sí” poseedoras de un fundamento propio y no obstante, la reconstrucción reflexiva quiere mostrar la serie de condiciones que determinan su existencia, arrancándolas de la arbitariedad y otorgándoles un fundamento necesario.


Pero a fin de evitar equívocos, precisemos dónde se sitúa tal “necesidad”, porque con frecuencia se le acusa de hacerla sinónimo de “inevitable”. Aquello que es llamado “necesario” no es ningún objeto simplemente externo al pensamiento (del cual la analítica como sabemos no ofrece predicación alguna), con lo queda descartado cualquier fatalismo. Lo “necesario” tampoco es la organización puramente formal de ideas, a la manera kantiana, porque experiencia significa apropiación de un objeto efectivo. En consecuencia, sólo puede ser llamada “necesaria” una característica de la reflexión acerca de la experiencia, es decir un tipo de relación que se ha podido establecer entre el pensamiento constitutivo de objeto y el pensamiento constitutivo de sí mismo. La modalidad “necesaria” no se refiere al ser, no es un predicado de las cosas traducido en ideas, pero a la vez no es extraña a las cosas, sino que pertenece a la finalidad inmanente de su reconstrucción reflexiva. Mediante la necesidad, la analítica de la experiencia remite entonces a una exigencia que es propia de todo conocimiento que merezca ese nombre: hacer explícito por completo el fundamento racional de la existencia del objeto.


¿Qué entiende entonces la analítica por “necesidad”? La necesidad no es, como en Hume, la traducción psicológica de la regularidad que está presente en las cosas; tampoco es, como sucede en Kant, una síntesis a priori del entendimiento (que no obstante no logra anular del todo la contingencia del dato empírico). La analítica de Foucault coloca la necesidad en un plano hegeliano: ésta es producto del pensamiento que reflexiona y simultáneamente reconstrucción inteligible y acabada de la cosa bajo examen, y no hay nada más. Afirmación que debe entenderse como la conclusión lógica de la idea de que cualquier cosa externa al discurso y a los medios del pensamiento no tiene ningún sentido a interpretar, ni es objeto de ninguna experiencia. La determinación completa del objeto que hemos llamado “necesidad” viene a dar consistencia definitiva a la experiencia: Sólo en la necesidad hay entera identidad entre el pensamiento sobre el objeto y el objeto plenamente pensado; sólo entonces el movimiento del pensamiento es idéntico al objeto reflexionado y el objeto encuentra completamente explicado aquello que lo constituye como idéntico a sí mismo. La analítica puede ahora afirmar que el mundo de la experiencia no es absurdo ni caótico y sobre todo que contiene la ley de su propia coherencia, que es autodeterminado y que no requiere de ningún universo trascendente.


Una consecuencia notable es que la analítica puede ahora asociar en la experiencia tanto la necesidad como su concepto de libertad. En efecto, la analítica de Foucault prueba que en la experiencia no se está sujeto ni a la arbitrariedad del dato objetivo, ni a una estructura preestablecida por el pensamiento, porque experiencia quiere decir justamente producción del significado material de la cosa y de la forma significante de la cosa. Si “libertad” significa autodeterminación, ser por sí mismo y no por otro, entonces la analítica contiene un concepto de libertad porque muestra que el mundo de la experiencia humana –de los objetos y de la conciencia- no requiere de ninguna entidad suplementaria y que es presuposición, móvil y resultado de su acción. La necesidad prueba que en la experiencia la unión del sujeto con su otro (con el mundo objetivo o con otros sujetos) no es una quimera, sino la mayor verdad, no es un ideal irrealizable, sino un acto cotidiano. Ella muestra que los hombres nunca están exiliados de las cosas ni entre sí, y no enfrentan ni en la naturaleza, ni en el pensamiento, un jeroglífico propuesto por un demiurgo maligno o malintencionado. Y si la analítica de la experiencia forma parte de la tradición ilustrada se debe a esta lección tan sencilla: siempre ha sido verdad que los seres humanos han modelado las circunstancias de su existencia, sólo que ahora se han elevado a la conciencia de esa autodeterminación. Claro está que con ello no quedan exentos de estar en el mundo, pero no caerán en el pesimismo porque reconocen como suyos la necesidad y el significado completos de este mundo.


Tiene un aire de paradoja el reproche dirigido a la genealogía de que sus análisis minuciosos son enormes relatos del surgimiento de la falta de libertad y que conducen a la inmovilidad a un lector que, impotente, asiste al montaje del escenario que lo determina. Cabría preguntarse si estas quejas no defienden, en nombre de la libertad, una filosofía pre-crítica. Después de todo parecen suponer que toda afirmación acerca de la libertad se refiere a un atributo inscrito en las cosas y (re)conocido por el pensamiento. Es claro entonces que afirmar que algo es necesario es equivalente a un destino y lleva obligatoriamente a la pérdida de libertad. En estas filosofías de la representación, la relación entre libertad y necesidad está sujeta a tres variantes principales: a) o bien se acepta que la necesidad es una estructura ontológica, pero se agrega que el reconocimiento de esa necesidad es la libertad. El mundo posee una estructura necesaria (aunque resulte odioso) y la libertad consiste en comprender y resignarse –aunque tal resignación se adelgace con el agregado del conocimiento-. b) O bien se admite que la necesidad es un dato ontológico pero se invoca a las voces disidentes como la prueba de que en tan lúgubre paisaje restan zonas de luz. En esta perspectiva, la libertad sólo se avizora desde la marginalidad y sólo se es libre por omisión o por olvido. c) O bien se rechaza la necesidad como dato ontológico y se asigna a la voluntad la tarea de buscar y construir el reino de la libertad que, como en Kant, no incluye el mundo de los objetos sensibles.


            La analítica de la experiencia n comparte ninguna de tales alternativas. Es por eso que a esas filosofías la unión entre libertad y necesidad que postula les parece un enigma y de este misterio concluyen que la analítica es una tarea de fatalismo e impotencia. Es natural entonces que las preguntas que le dirigen giren en torno a ¿cómo escapar? Si el poder es tan penetrante e irresistible ¿no será inútil todo esfuerzo? ¿de dónde puede provenir la transformación? La analítica está entonces obligada a precisar lo que entiende por “crítica”.


El sentido de la crítica Como se ha visto, el término de experiencia denota una relación entre el pensamiento que transforma el objeto inmediato en objeto pensado y que simultáneamente reflexiona sobre sus propias operaciones. En consecuencia, la analítica tiene como tarea la explicitación de dos procesos: a)el examen de la relación de sí a sí que una cultura establece en el saber para que un objeto ingrese en la experiencia; b) la configuración entre categorías cuando ese objeto es reconstruido como objeto de conocimiento. En su libro La verdad y las formas jurídicas, Foucault se refiere a esa doble historia de la verdad: una que corresponde a los principios internos de regulación entre categorías, tal como se presenta en la historia de las ciencias; y otra que corresponde a la forma de constitución de los objetos en el espacio del saber. Existe pues una historia de la verdad en el conocimiento y paralelamente una historia de la verdad en el Saber.


Sin embargo, en ambos casos la definición de la verdad está sometida a un criterio general, bajo la forma de un acuerdo: en un caso, del saber con su objeto, en el otro, del conocimiento con su objeto. La verdad está sujeta a una norma que es a la vez finalidad intrínseca en la experiencia: lograr la adecuación del objeto con el saber y con el conocimiento. La verdad como adecuación excluye por tanto la posibilidad de ser confrontada con una medida cuya existencia fuera exterior a ese proceso. La verdad como acuerdo inmanente a la experiencia se instaura y se conserva en el conflicto contra una doble desigualdad más o menos grande: una desigualdad entre el objeto inmediato con las categorías que lo constituyen como objeto dentro de esa experiencia, y una desigualdad entre la serie de categorías con las cuales se intenta pensar ese objeto. Es en el mismo proceso en que se busca la adecuación donde se manifiesta el mecanismo crítico que anima ese movimiento. Sólo que esta vez la crítica no se ejerce en nombre de un ideal regulador de la razón, ni por la fidelidad del objeto con un modelo exterior al pensamiento. La analítica de la experiencia se asocia con aquellas filosofías que consideran que la crítica no es mas que el índice del desajuste entre el objeto y su concepto, y entre las categorías que intentan pensar ese objeto. Puesto que en ello no esta involucrado nada externo a la razón, se dirá que la razón es autocrítica.


La analítica de la experiencia contiene una original noción de crítica que conviene reconocer cuando se trata de evaluar sus fines y sus resultados: a diferencia de Descartes, la crítica de Foucault no consiste en purificar nuestras representaciones por medio de la duda sistemática hasta encontrar un soporte sólido a partir del cual deducir de ello proposiciones satisfactorias para la razón. En oposición a Kant, la crítica no conduce a determinar de antemano el poder legitimo de la razón, porque para la analítica no es posible determinar por adelantado un campo de lo verdaderamente inteligible. Para Foucault, criticar es únicamente dejar que las categorías enuncien lo que son, citándolas a comparecer acerca del lugar desde el que hablan, interrogándolas sobre el proyecto que definen y la experiencia de objeto que realizan. Criticar es solo considerar los productos que esas categorías ofrecen y la conformidad con el proyecto que anuncian. En síntesis, la crítica se origina en la discordancia entre el objeto de la experiencia y su concepto, en la inadecuación entre el programa reflexivo que las categorías definen y aquello que producen de manera efectiva.


Provista de esta noción de crítica, la analítica debe hacer frente a los reproches que se le hacen acerca de su compromiso con la ilustración: ¿Está usted sí o no contra él? ¿Dónde fundamenta su inconformidad? ¿Cuál es su observatorio de la verdad? Quizá porque se asume con demasiada rapidez que sin una verdad propia e independiente no hay desarrollo de principios críticos. La respuesta de la analítica –que a algunos sonará sin duda modesta-, pero que además toca a nuestro narcisismo intelectual es: la crítica que usted busca ya está en marcha. No hay necesidad de imaginarla porque ya se está realizando en la resistencia, es decir en la confrontación de nuestras circunstancias con las categorías que están destinadas a organizar nuestro presente. A decir verdad, Foucault se asigna una tarea bastante limitada: aportar una mayor inteligibilidad al rechazo existente de las formas de individuación que se nos ofrece. Cuando se le interroga por su crítica, él no hace más que señalar las revueltas que ya se viven. Y no lo hace para confundirse con el marginal puesto que asegura que no existe un punto milenario en el que confluirían los oprimidos, los explorados, los dominados, porque es endémico estar determinado. Ciertas preguntas inteligibles pierden entonces su aspecto de fundamentales: ¿por qué es preferible la lucha a la sumisión? ¿cómo fundamentar el derecho a la resistencia? Para la analítica no es necesario fundamentar la lucha porque esta no es un agregado a la existencia sino la única manera de lograr que la existencia concuerde con su concepto, es decir que nuestra existencia se ajuste a su idea. Hombres y mujeres deciden cotidianamente en qué momento esa brecha resulta insoportable, y en ese momento hacen política, no porque intenten realizar en el mundo sensible aquello que sólo contemplan en el mundo inteligible, sino porque buscan expander una necesidad ya presente en las premisas de la actualidad. Desde luego, su política está orientada por una serie de normas y valores que ya se conocen en el presente, pero con todo, la única norma básica que respetan es la exigencia de hacer que lo existente concuerde con los principios que lo fundan.


Foucault no posee ningún observatorio personal de la verdad, ni lo busca. Pero no es porque reniegue de la verdad, puesto que su propósito declarado es probar que la verdad es de este mundo. Su reticencia se explica más bien porque no admite que la crítica consista en postular un fin personal –un mundo mejor ideado por el filósofo en su estudio- y luego lamentar que no se esté realizando. Tampoco fundamenta su crítica en la frustración y el resentimiento subjetivos, y no espera que el conocimiento de lo que somos desate por sí mismo una corriente de indignación que nos impulse hacia lo que imaginábamos ser. Está seguro, eso sí, de que la voluntad de transformación proviene de nosotros mismos y se orienta por nuestros propios fines. En su diagnóstico del presente toma partido, pero no su propio partido, seguro de que los cambios que están en marcha se fundamentan –y no requieren de justificación suplementaria- por el concepto que nos hemos formado como sociedad y como civilización. Tales transformaciones no requieren, ni demandan, validación o garantías sino solo comprensión por parte del filósofo. Pero su intervención es de talla, porque aún cuando esos cambios no son siempre compatibles y tampoco están organizados en forma lógica, él asegura que involucran siempre el significado efectivo de la experiencia, la esencia verdadera de la cosa y no son sólo argumentos razonables sobre diversas interpretaciones de la cosa. A este proceso incesante, es a lo que Foucault llama “una labor paciente que dé forma a nuestra impaciencia por la libertad”.


Al detectar lo que somos y lo que rechazamos, la analítica es reservada respecto a la luminosidad de nuestro porvenir. Aunque se le reproche como falto de seriedad, ella considera que son los pacientes –puesto que son ellos los causantes de la enfermedad- quienes deben decidir de la cura y del pronóstico. Es porque sabe que el siguiente paso podría ser un error; solo que no está dispuesto a lamentarlo porque como Spinoza, considera que el error también es un acto afirmativo de la razón y no sólo una carencia o una privación. La analítica acepta entonces que cometer un error en política no es una falta moral, pero agrega que puede serlo el obstinarse en mantener las ilusiones y las ficciones individuales como si se trataran de lo verdadero. Ella no posee la verdad, pero saber que la verdad ya está presente y aunque es un bien, no es un bien privado. En breve, Foucault pertenece a la ilustración en la medida en que hace de la experiencia la autocrítica de la razón. Él no busca socavar todos los valores de la modernidad en nombre de un vacío estético; su posición, aunque es la de un etnólogo, no es la de un extraño. La distancia reflexiva que adopta no es indicativa de exterioridad porque comparte fines fundamentales: el orientarse por una crítica y una permanente creación de nosotros mismos en nuestra autonomía. La analítica de la experiencia no conduce a la inacción; por el contrario, ella busca probar a todos que la relación de sí a sí, que la concordancia de la existencia y su concepto no es un ideal indefinidamente aplazado sino un fin inmanente que siempre se está realizando aún entre las peripecias, y que existe un margen mayor de libertad que el que normalmente reconocen los afectados.


Sin embargo, la evaluación positiva de la empresa requiere del reconocimiento de sus límites. A pesar de que Foucault mismo lo haya llegado a sugerir, la analítica de la experiencia no es el equivalente de una teoría social, ni de una teoría política y por tanto no tiene los medios para proponer un nuevo contrato social entre los hombres. Sus descripciones minuciosas no pueden suplantar una teoría de la sociedad. Cuando se le solicita un sentido siquiera a grandes trazos cae en el silencio porque aunque requiere de una teoría de la sociedad, no la contiene. La prueba más contundente es el destino de la categoría de poder, la cual, aun cuando revela un aspecto crucial de los procesos modernos de subjetivación, no puede suplantar a ninguna teoría política de la modernidad.


Probablemente Foucault extrajo una conclusión similar como lo muestra su rectificación final hacia un programa estrictamente filosófico: ejercer pacientemente el trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, explorando lo que, incesante, se transforma en el propio pensamiento sin admitir jamás que se trata de una sencilla disputa de ideas, porque estas nos orientan a través de toda realidad y toda experiencia. Foucault es el respetable heredero de la modernidad y un rival serio no únicamente porque ha intentado salir del narcisismo de la conciencia, sino sobre todo porque si la modernidad se inicia con la certeza de la finitud del hombre, su filosofía asegura que ese problema comenzó a resolverse de inmediato en la tarea infinita que los hombres se plantean y buscan resolver: el hacerse a sí mismos en conformidad con su concepto.

 

OBRAS CITADAS

Foucault, Michel. 1966; El nacimiento de la clínica, traducción Francisca Perujo, Siglo XXI Editores, México.
Foucault, Michel. 1967; Historia de la locura en la época clásica, traducción Juan José Utrilla, Fondo de Cultura Económica, México.
Foucault, Michel. 1971; L’ordre du discours, Éditions Gallimard, Paris.
Foucault, Michel, 1970; La arqueología del Saber, traducción Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI Editores, México.
Foucault, Michel. 1971; “Nietzche, la Genealogía y la Historia”, contenido en Hommage a Jean Hyppolite, Presses Universitaires de France, Paris.
Foucault, Michel. 1976; Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, traducción Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI Editores, México.
Foucault, Michel. 1984; L’usage des plaisirs. Histoire de la sexualité, vol. 2, Éditions Gallimard, Paris.
Foucault, Michel. 1984; Le souci de soi. Histoire de la sexualité, vol. 3, Éditions Gallimard, Paris.
Foucault, Michel. 1994; Dits et écrits, Édition établie par Daniel Defert, Éditions Gallimard, Paris.

  “Así, en el refinamiento de las artes del vivir y en la preocupación de sí, se dibujan algunos preceptos que parecen muy próximos a otras formulaciones en morales ulteriores. Pero esa analogía no debe producir ilusión. Esas modalidades definirán otras modalidades de la relación a sí”. Le souci de soi; p. 274.

  “Nada en el hombre –incluido su cuerpo- es lo bastante fijo para comprender a los otros hombres y reconocerse en ellos”. “Nietzche, la génealogie et  l’histoire”; p. 160.

  ¿Qué busca la arqueología? “Definir esos objetos sin recurrir al fondo de las cosas, sino refiriéndolas al conjunto de reglas que permiten formarlos como objetos de un discurso y constituyen así sus condiciones de aparición histórica”. Arqueología del Saber; p. 78-79.

  ¿Qué es lo que aprende el genealogista? Que detrás de las cosas no hay “otra cosa”, de ningún modo se secreto esencial y sin fecha, sino el secreto que ellas son sin esencia o que su esencia ha sido construida pieza a pieza, a partir de figuras que le eran extrañas”. “Nietzche, la génealogie et l’histoire”; p. 149.

  “Es preciso concebir al discurso como una violencia que hacemos a las cosas, en todo caso, como una práctica que les imponemos; y es en esa práctica donde los sucesos del discurso encuentran el principio de su regularidad”. L’ordre du discours; p. 55.

  “Es indudable que los discursos están formados por signos, pero lo que hacen es más que utilizar esos signos para indicar cosas. Es ese “más” el que los vuelve irreductibles a la lengua y a la palabra. Es ese “más” lo que hay que revelar y hay que describir”. Arqueología del Saber; p. 81.

  “Nosotros somos seres que viven y que piensan. Mi reacción es contra aquella ruptura que existe entre la historia social y la historia de las ideas. A los historiadores de la sociedad se les pide que describan la manera en que la gente actúa sin pensar, mientras los historiadores de las ideas nos explican cómo piensa la gente sin actuar. Todo el mundo piensa y actúa a la vez. La manera en que las gentes actúan y reaccionan está ligada a una manera de pensar y esta manera de pensar está naturalmente ligada a la tradición”. “Verité, pouvoir et soi”, Dits et Écrits, vol. 4; p. 781.

  “(Mis trabajos) son estudios de “historia” por el dominio que tratan y las referencias que usan…pero son trabajos de “historiador”. Ellos son el protocolo de un ejercicio filosófico: su apuesta es saber en qué medida el trabajo de pensar su propia historia puede liberar al pensamiento de lo que piensa silenciosamente y permitirle pensar de otra manera”. L’usage des plaisirs; p. 15.

  “La génesis de la manifestación de la verdad es también la génesis del conocimiento de la verdad”. El nacimiento de la clínica; p. 159. La analítica no reconoce ninguna verdad consensual, aún en el caso de que sea obtenida a través de una argumentación racional. Aunque admite que la verdad pertenece al mundo de los pensamientos, no la reduce a un acuerdo entre ideas, ni a un acuerdo acerca de esas ideas, porque considera que ella se exterioriza como aprehensión de objeto e incluye esta aprehensión como un momento de a experiencia.

  “Pero ¿qué es entonces la filosofía hoy- quiero decir la actividad filosófica- si no es el trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo?” L’usage des plaisirs; p. 14.