¿Existen los clásicos en filosofía?
La relación que la filosofía guarda con su propia historia nunca ha sido sencilla. Y sin embargo es incesante cuando en nuestra actividad cotidiana nos referimos a los filósofos que nos antecedieron y ponemos en juego, así sea de manera implícita, una cierta concepción del vínculo que une al pasado con el presente. Por eso he creído que, para contribuir a la reflexión que hoy nos convoca, valdría la pena evocar a Hegel, quien después de todo tiene una de las más robustas concepciones de la historia de nuestra disciplina y de la manera en los clásicos –esos “héroes del pensamiento”- dice Hegel- deben ser examinados. Concentraré pues mi atención en la idea de Filosofía que surge de su lectura de los clásicos en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía.
Debe tenerse en mente, como punto de partida, que para Hegel el pensamiento es aquello que define al ser humano, de manera que, pensando, este actualiza su naturaleza y a la inversa, un sujeto que no piensa no está siendo verdaderamente humano. Esta convicción hace inmediatamente de la filosofía la tarea más noble porque, siguiendo a Aristóteles, Hegel afirma que ella es “pensamiento del pensamiento”, pensamiento que se piensa a sí mismo, pensamiento que tomándose como objeto, se disocia temporalmente de sí y se convierte en sujeto y objeto de su propia actividad. La filosofía es la contemplación privilegiada de ese proceso de auto conocimiento del pensamiento, por eso Hegel la llama “concepto”.
Ahora bien, al “pensamiento” hay que entenderlo en dos planos: como una facultad humana que cada uno ejerce individualmente; y como una substancia, una totalidad unificada a la que cada uno contribuye como ser pensante, pero que, como totalidad que es, tiene una historia propia. Esta, me parece, es la tesis crucial. Para Hegel, existe una sustancia que podemos llamar “pensamiento humano” que resulta de las reflexiones de cada individuo, pero que a la vez es una obra colectiva, un patrimonio intangible común. Si podemos afirmar que existe la filosofía –y no solo las filosofías -, y que la filosofía tiene una historia, es porque asumimos, implícitamente, que hay una unidad, que la filosofía es un algo está en proceso. Ahora bien, para que algo esté en proceso es necesario que sea constantemente lo mismo (pues de otro modo no sería “ un algo”) y a la vez constantemente diferente (pues de otro modo no estaría “en proceso”). Del inicio al fin la filosofía debe ser lo que es, pero también debe ser en cada momento diferente.
El problema de la unidad de la filosofía es decisivo. En efecto, a primera vista, la historia de la filosofía ofrece el espectáculo lamentable de una gran diversidad de opiniones encontradas de la que, cualquiera que sea el interés que se le otorgue, no se obtiene nada. Si nos quedáramos únicamente con la diversidad de las filosofías, entonces no hay más reconocer la completa nulidad de la disciplina. Por eso es preciso afirmar que la historia de la filosofía no es la simple diversidad de puntos de vista, sino un proceso unificado y quien dice “unificado” afirma con ello que posee una esencia que se despliega a sí misma, una finalidad intrínseca, una causa formal y una causa final, un telos. Debe haber un sustrato que unifique los esfuerzos desde los presocráticos, a Platón, Aristóteles, Spinoza o Kant. A este telos, Hegel lo llama Razón. La filosofía es pues la obra unificada de una Razón omnipresente y eterna que se manifiesta a sí misma en una diversidad de “filosofías”, es decir de formas diversas e infinitas.
Estas afirmaciones son bien conocidas, pero también son enormes y, para algunos, propias de un megalómano. Conviene pues detenernos en aquello que las fundamenta:
Lo primero es que para Hegel, el pensamiento no es simplemente lo que surge de la cabeza de un individuo. Con toda la importancia que tiene, el pensamiento individual es sólo parte de la actividad espiritual del ser humano, y al decir “espiritual” se está afirmando que el pensamiento no está confinado a la actividad cerebral del individuo, sino que es reconocible objetivamente, entre los actos prácticos de la humanidad. Por ejemplo, a propósito de Sócrates, Hegel escribe: “Sócrates personifica...uno de los momentos críticos fundamentales del espíritu que vuelve sobre sí mismo, bajo la forma de pensamiento filosófico”. Entender al pensamiento como sustancia espiritual requiere pues de un doble descentramiento, una salida del narcisismo del sujeto: un descentramiento hacia ese patrimonio intangible común al que ya nos hemos referido y un descentrameiento respecto a la realidad pensada. En cuanto al primero, el patrimonio intangible común: el pensamiento es una actividad individual, pero al pensar, el sujeto se universaliza; todo el pensamiento está potencialmente en cada yo que piensa, y cada pensamiento individual implica potencialmente todo el pensamiento humano. El cuanto al segundo, Hegel sostiene que el pensamiento se objetiva en la acción humana, se manifiesta en la realidad pensada y transformada. Admitir al pensamiento como sustancia quiere decir que, para Hegel, la historia de la filosofía no es historia de las ideas - y mucho menos de las ideas individuales- sino historia del espíritu humano, es decir, de la unidad de la actividad colectiva a la vez reflexiva y práctica. O, dicho de otro modo, en la historia de la filosofía, la visión de cada individuo en particular no puede ser el criterio último de la verdad.
Esto descansa en una de las ideas centrales (y más audaces) de la filosofía hegeliana: la afirmación de que la Verdad se encuentra en la unidad entre el ser y el pensamiento. Para Hegel no hay dos historias: una que correspondería a las ideas y otra que correspondería a las acciones o a las cosas, sino un proceso único por el cual ambos, ser y pensamiento se han ido identificando gradualmente. Es decir, que la realidad por si misma, antes de ser pensada, es abstracta, no es lo que verdaderamente es; y el pensamiento, antes de tener lo real como contenido, no es verdaderamente pensamiento. El hombre en sí, en potencia, un ser pensante, pero no es verdaderamente pensante sino hasta que sale de sí y cobra realidad, hasta que se convierte en un objeto para sí, hasta que se real-iza. Por su parte, la realidad es en sí, sólo un ser, pero no es verdaderamente lo que es, sino hasta que es pensada. Cuando la filosofía –o la ciencia en su caso- convierte a la realidad en pensamiento, la realidad se hace más real, se revela a sí misma, se ideal-iza. El pensamiento nunca es exterior a la realidad pensada, por eso no es ni “representación”, ni copia de la realidad, sino constitutivo de esa misma realidad. Según Hegel, sólo existe un proceso único: la historia del espíritu, por el cual la realidad va siendo aprehendida a medida que es pensada y el pensamiento adquiere conciencia de sí a medida que se determina como pensamiento de esa realidad. Privilegiada y todo, la filosofía está dentro de la historia.
Así puede explicarse la paradoja aparente de que, ocupándose de la verdad, que es eterna, la filosofía tenga una historia, una evolución en el tiempo. En efecto, si la verdad estuviera recluida en nuestras cabezas, no podría tener una historia, porque en el pensamiento el orden temporal no tiene importancia, sino únicamente el orden lógico. Pero la filosofía no se desenvuelve únicamente en el plano formal de la lógica, sino en el plano a la vez formal y material del espíritu. Y el ser de espíritu es la acción que se despliega en el tiempo. La historia que trazan los filósofos no es pues historia de sus ideas, sino historia de los modos de aprehensión de la realidad por el pensamiento y de los modos de aprehensión del pensamiento sobre sí mismo. A este esfuerzo por darle inteligibilidad a lo real y por lograr que el pensamiento sea cada vez más consciente de sí, Hegel lo llama –a mi juicio correctamente- Razón. La Razón tiene una historia –y no solamente un orden lógico- porque no está compuesta únicamente de ideas, sino de la serie de modos de auto comprensión del pensamiento sobre sí mismo y de aprehensión de lo real por el pensamiento.
La historia de la filosofía no es entonces una cadena de representaciones más o menos astutas que los filósofos se han hecho de su realidad. Ella es más bien la historia de la razón humana, es decir de la racionalidad humana, si por racionalidad entendemos una forma de imbricación entre lo real y el pensamiento, en un momento contingente del tiempo. Por eso Hegel insiste en que la filosofía de una época es el pensamiento del espíritu de esa época. Según Hegel, la República de Platón, por ejemplo, no es una quimera, una ilusión totalitaria de un gran pensador, sino la expresión sustancial de la moralidad de los griegos, de la vida del estado griego (que a nuestros ojos parece totalitaria, porque ignora el valor de la individualidad). Lo que la humanidad hace y piensa, tal como se revela al pensamiento, es lo que se concentra en cada una de las filosofías. En ellas, el espíritu de cada época es enteramente consciente de sí mismo. Esto es lo que revela la filosofía: que el pensamiento sólo es verdaderamente pensamiento cuando se aproxima al pensamiento divino, es decir, cuando contempla la gradual identificación entre el ser (que deja de ser algo puramente exterior a los hombres) y el pensamiento (que deja de ser algo simplemente alojado en la cabeza de los hombres).
Pero es necesario entender con la mayor precisión posible lo que significa esta progresión de la Razón. Queda ya claro que este proceso de la razón no es la manifestación de una facultad humana que los hombres tendrían desde siempre, y de la que habrían hecho un uso más o menos correcto; por eso la historia de la filosofía no puede reducirse a la serie de “errores geniales” cometidos por algunos filósofos. Tal historia es por el contrario un proceso mediante el cual se ha ido constituyendo la racionalidad humana. No es pues la historia de un algo, la filosofía, que existía antes del proceso y que se habría limitado a pasar peripecias y sobresaltos, sino la gradual elaboración del concepto de filosofía que antes del proceso no existía y que solo es en y por las modalidades que el mismo proceso le ha otorgado. Cada filósofo no es un individuo astuto elaborando complejos montajes del intelecto, sino la personificación de un momento de la razón humana, de la manera en que esta adquiere conciencia de sí y se auto conoce. Pero como este auto conocimiento no se presenta de golpe, se requiere de una progresión que incluye la diversidad de filosofías. Tiene que ser así, porque para dejar de ser abstracta y meramente formal, la razón tiene que objetivarse, es decir manifestarse en su diferencia. Esto es lo que otorga su importancia decisiva a todas las filosofías particulares: ellas son diferencias internas de la razón y solo a través de ellas la razón es la que es. Cada una de esas filosofías es una forma de determinación concreta de la racionalidad en marcha. Pero como cada filosofía es única y separable de las demás, la verdad no puede caer en ninguna de ellas, sino en nosotros, que observamos el conjunto y buscamos su sentido. Este es el verdadero concepto de la filosofía, concepto que en Hegel se confunde por completo con su propio itinerario. La filosofía, como pensamiento del pensamiento sólo existe al crearse.
En consecuencia, para Hegel (y esto es su singularidad), el pensamiento sólo es verdaderamente racional cuando es histórico, porque la verdadera racionalidad del pensamiento es el proceso mismo de su constitución. Cuando nos referimos a los clásicos estamos siendo enteramente consciente de lo que somos, de la herencia que nos ha constituido, tal como somos: “nuestra concepción del mundo y de nosotros mismos no ha surgido de improviso, sino que es el resultado de lo que los hombres han acumulado”- dice Hegel-.. Conocer algo acerca de los clásicos en filosofía, no es conocer acerca de un pensamiento que pertenece al pasado: es más bien estar colocados al interior del proceso tal como ha tenido lugar.
Cada una de esas filosofías es una determinación parcial de la Razón, pero ninguna de ellas proviene del azar o de la inventiva de un filósofo, sino de la necesidad interna del proceso mismo. Que la Razón se haga concreta, que se determine en cada filosofía particular quiere decir que el proceso, desplegado en el plano intangible del pensar, es también una práctica material, porque cada una de las filosofías está determinada por la que la antecede y determinará en cierto modo a la que le sucederá. Una filosofía jamás refuta a otra, sino que la complementa –dice Hegel -. La unidad le viene al proceso justamente de que a medida que avanza, la Razón se hace cada mas determinada, subsumiendo en sí cada una de las filosofías previas. En esta progresión domina pues la necesidad, porque cada una de esas formas de la razón es determinada por otras y determinará a su vez a las siguientes, estableciendo una cadena inteligible, una serie jerarquizada de dependencias mutuas. De ahí surge como primera consecuencia que ninguna de las filosofías es enteramente inteligible por sí misma, si se omite la totalidad del proceso que le subyace. Luego, se sigue que aquello que impulsa al proceso de constitución de la Razón no es otra cosa que la dialéctica interna, la necesidad de esas formas. De este modo, la razón se auto determina a medida que se auto descubre y es enteramente autónoma, porque su impulso no le viene de fuera sino de su propia necesidad interna. ¿Qué es entonces el concepto de filosofía? No es más que su propia historia, el diálogo que los filósofos han entablado entre sí, es decir el diálogo de la razón consigo misma.
Cada filosofía es una determinación particular de la razón. De aquí provienen dos consecuencias finales: por un lado, lo inevitable de su contingencia, y por otro, su permanencia eterna. En efecto, como momentos que son de la razón, no puede pedírsele a ninguna de esas filosofías más de lo que conviene. Es pues absurdo –piensa Hegel- hacerse hoy platónico, aristotélico o cartesiano, porque como momentos previos, ninguno de ellos puede responder a las demandas del presente, cuyas condiciones espirituales son mucho más complejas. A propósito de Platón, por ejemplo, a quien no cesa de elogiar constantemente, Hegel escribe: “El punto de vista de Platón es un punto de vista determinado, pero no podemos empecinarnos en él, no retrotraernos a él, pues la razón tiene hoy exigencias superiores a las de su tiempo”. No es un error leer a los clásicos, pues esta es una exigencia de la razón, pero es un error aferrase a ellos pidiéndoles lo que no están en condiciones de dar. Por el contrario, como momentos de la razón, son imperecederos. Las filosofías no caducan, no pertenecen a la historia de las “cosas del pasado”; ellas son productos científicos de la razón que se incorporan a la herencia espiritual de la humanidad y están incluidas en la razón presente, conservadas en el concepto, “en la esencia imperecedera del espíritu –escribe Hegel- adonde no llegan ni las polillas, ni los rateros”.
En resumen: la pregunta de ¿por qué leer a un clásico? Pone a prueba nuestra concepción del vínculo de lo particular con lo universal. Cada filósofo es sin duda un ser pensante finito, pero cuando piensa participa del plano del espíritu y este es una universalidad concreta. Existe la finitud humana –eso para Hegel está claro- pero la actividad del filósofo pensante, justo porque es humana es una actividad espiritual, y lo espiritual tiene la marca de la infinitud. Al pensar, el filósofo se universaliza y cuando su actitud es enteramente racional, pierde su finitud y es, sin límites, es absoluto. Por eso en Hegel las genuinas creaciones filosóficas son tanto mejores cuanto menos importante sea el individuo, cuanto más correspondan al pensamiento libre, al carácter general del hombre en cuanto hombre. Esta perspectiva de lo infinito es la única propia del filósofo y digna de él, por eso Hegel se impacienta con aquellos que recluyen a cada filósofo en la limitación de su individualidad; lo cito: “quien habla solamente de la razón finita, solamente de la razón humana, solamente de los límites de la razón, ese miente contra el espíritu, pues el espíritu es algo infinito y universal...”
“...de la historia de la filosofía se extrae, ante todo, una prueba muy clara de la nulidad de esta ciencia”. Lecciones de Historia de la Filosofía, vol. 1, p. 5.
“...nuestros pensamientos no son solamente determinaciones subjetivas y por tanto opiniones, sino también, en cuanto pensamientos nuestros, pensamientos de lo objetivo o pensamientos sustanciales”. Ibid, vol. I; 95.