Además de su atractivo intelectual propio, la escritura es un tema sumamente problemático. Se admite, en general, que se trata de una innovación tecnológica mayor en la historia de la humanidad, pero las preguntas acerca de su naturaleza, su funcionamiento y su historia son objeto de profundas controversias. Nosotros nos proponemos aquí ofrecer un panorama actualizado de dos cuestiones que se refieren a la escritura: en la primera parte, se intenta delimitar la categoría de escritura “plena” asociándola a los sistemas fonográficos. En segundo lugar, una vez colocados en los sistemas fonográficos, al considerar su tipología, se intenta precisar la definición que corresponde al sistema más difundido de ellos: el alfabeto. Ambos problemas son separables, desde luego, pero buscamos explotar sus relaciones internas y, en conjunto muestran que, en la gramatología, los planos teórico, histórico y tipológico están profundamente entrelazados, porque la definición teórica determina la posible clasificación de los códigos, y caracteriza la historia de la escritura en términos de continuidad o, como lo sugieren nuestras conclusiones, en términos de discontinuidad. Más aún, la solución aportada al primer problema es una premisa del segundo, puesto que éste último intenta clasificar entre sí los sistemas fonográficos. Aunque la escritura es una práctica milenaria, la gramatología es una disciplina joven que aún enfrenta intensos debates internos para construir su arsenal de categorías. A ello hay que agregar que la escritura es una tecnología, pero los pueblos y los individuos la llenan de valores afectivos. Quizá por eso, tanto en su teoría, como en su historia y en su tipología, la escritura presenta todavía un reto considerable a aquellos que se interesan por la comunicación humana, con los demás y consigo mismo. Al presentar nuestro punto de vista no esperamos, desde luego, alcanzar ningún consenso, pero si logramos ofrecer argumentos para que el lector forme su propio juicio, entonces nuestro propósito se habrá cumplido.
El concepto de escritura plena. Una primera precisión es indispensable: bajo el término de “escritura” no habremos de entender aquí ni la sucesión de movimientos corporales que realiza la mano al crear símbolos gráficos, ni la serie de procesos mentales que entran en juego al realizar el acto de escribir, ni tampoco ese cuidadoso arreglo del mensaje que es la preocupación de la poesía y de la literatura. Por “escritura” entendemos el objeto propio de la gramatología, es decir, las características funcionales que tienen los sistemas de símbolos permanentes con los cuales se intenta representar mensajes, de tal modo que esa información pueda ser recuperada por un individuo con relativa exactitud, sin la presencia del emisor original. De aquí proviene una distinción que resulta fundamental: se llamará escritura “plena” aquél sistema de representación que descansa en la correspondencia sistemática entre los signos gráficos y los sonidos lingüísticos de una lengua considerada. Con ello, deseamos señalar que existe una separación entre la escritura plena, cuyo fundamento es la fonetización y los diversos códigos gráficos, que pueden incluir otras categorías tales como objetos, ideas, o conceptos, en tanto que elementos representables. Mediante esta categorización, deseamos también preservar el calificativo de “escrituras” para éstos códigos gráficos, sin dejar de indicar su diferencia de naturaleza con los sistemas fonográficos.
Existen dos posibles respuestas a la pregunta ¿qué es la escritura? La primera, que considera que la escritura es una representación del habla humana. Para esta perspectiva, la tarea de la escritura es establecer una correspondencia entre alguna (o algunas) de las propiedades que caracterizan el mensaje sonoro, y una serie de signos visibles que son su expresión gráfica. He aquí una definición propia de esta vertiente, que proviene del lingüista L. Bloomfield: “La escritura no es un mensaje, sino meramente una forma de registrar el lenguaje por medio de marcas visibles” . En esta definición, “registrar” significa que si el lector conoce el lenguaje del escritor y las reglas del sistema de escritura, puede reconstruir el mensaje verbal que el escritor pronunció, interna o audiblemente, cuando realizó esos signos visibles. La segunda respuesta posible considera, por su parte, que la escritura es una realización independiente del habla, un sistema autónomo. Una definición que permite comprender esta perspectiva proviene de W. Edgerton: “La escritura consiste en el uso convencional de símbolos visibles para el registro o transmisión de ideas, o de ideas y sonidos (por ejemplo el registro fonético de alguna habla incomprensible y tal vez de alguna escritura que carezca de sentido)” . La diferencia entre ambas respuestas consiste en el tipo de entidades, lingüísticas o extralingüísticas, que se consideran representadas en el sistema. La segunda definición, que incluye ambos tipos de entidades, permite englobar la totalidad, o la mayoría de los sistemas gráficos de comunicación por medio de símbolos que son conocidos históricamente. Para comprender lo que está en juego, parece indispensable empezar examinando la relación entre lenguaje, lengua natural y escritura.
Lingüistas, biólogos y paleontólogos aceptan de manera unánime que el lenguaje forma parte del arsenal genético del ser humano, del que cada una de las lenguas naturales es una realización . De hecho, la idea de “humanidad” parece definida precisamente por la facultad del lenguaje. Pero si su naturaleza hace del ser humano un hablante, ella no lo convierte inmediatamente en un escritor o en un lector. La escritura es una invención, un producto del intelecto humano, un logro civilizatorio que se adquiere mediante un entrenamiento específico: ningún niño aprende a escribir del mismo modo que aprende a hablar . El lenguaje (y su realización en una lengua natural), es primero, filogenética y ontogenéticamente, mientras la escritura es una tecnología. Es por eso que carece de sentido hablar de lenguas más o menos eficientes para la expresión humana, mientras que resulta indispensable preguntarse por la manera y la eficacia con que los sistemas de escritura logran sus fines de comunicación.
La relación que el lenguaje y las lenguas naturales guardan con los sistemas de escritura resulta oscurecida por diversos factores: en primer lugar por la diferencia existente entre ambos desarrollos históricos. En efecto, la aparición del lenguaje se confunde con el proceso de hominización en un lapso que puede alcanzar unos 30,000 años si se considera únicamente al homo sapiens, mientras la escritura no supera los 3,000 años y, aún admitiendo a la pintura prehistórica como una forma de escritura, ésta no alcanza los 18,000 años de antigüedad. En segundo lugar, aunque no haya ninguna esperanza de reconstruirlo, los lingüistas tienden a creer que todas las lenguas provienen de un antepasado común, mientras que los principios de la escritura plena parecen haber sido descubiertos al menos en tres ocasiones independientes entre sí: en Sumer, en China y en el mundo maya. Por otra parte, las lenguas naturales se desarrollan de manera incesante mediante cambios imperceptibles e incontrolables para los hablantes, mientras que la escritura, una vez establecida, resulta sumamente conservadora y requiere para transformarse de difíciles decisiones colectivas. Finalmente, la escritura no nació con el propósito deliberado de representar los sonidos de la lengua natural; ella parece haber surgido más bien por la necesidad de transmitir y conservar mensajes difíciles de reproducir verbalmente, o bien para acumular información que supera los límites de la memoria individual. La invención de la escritura como medio para representar el mensaje verbal nunca fue formulado con tal precisión que pudiera orientar la búsqueda de una correspondencia entre signo gráfico y flujo sonoro . La comprensión de que éste era el problema se desarrolló simultáneamente con su solución, en un proceso que duró miles de años y que involucró a muchas civilizaciones, a medida que se encontraban respuestas particulares.
Por su origen, la historia de la escritura pertenece a la historia de la intercomunicación humana. El hombre interactúa comunicativamente por medio de signos convencionales organizados en códigos compuestos de representaciones gráficas de objetos o ideas. En algunos casos, estos códigos pueden ser llamados “originales”, en el sentido que no están motivados por ningún elemento lingüístico, sea éste fonético o semántico. A este conjunto corresponden los dispositivos mnemotécnicos, las marcas de propiedad, los totems, los sistemas adivinatorios y muchos otros códigos que pertenecen a una antropología de la escritura . Los libros acerca de la escritura que adoptan un carácter más histórico suelen empezar con una descripción de esos dispositivos. La escritura está emparentada por su origen a esos códigos, porque recurriendo a los signos visuales, ella adquiere las características de éstos: su permanencia en el tiempo, su despliegue simultáneo a la mirada, su valoración estética.
Sin embargo, la cuestión se torna más compleja cuando se intenta definir la manera en que estos códigos funcionan y el papel que cumplen en la historia de la escritura: ¿existe un principio de continuidad (o de ruptura) entre ellos y los sistemas plenos de escritura? Sobre este punto, las opiniones están divididas. Sin ser los únicos, W. Haas y G. Sampson sostienen la idea de que se trata de sistemas alternativos susceptibles de funcionar mediante la representación de entidades no lingüísticas. Refiriéndose a un pictograma Yukaghir, Sampson escribe: “el sistema representa las ideas directamente, como si se tratara del mismo nivel lógico que los lenguajes hablados, más que ser un parásito de éstos, como son normalmente las escrituras” . Es por eso que ambos autores colocan esos sistemas en una clase específica llamada semasiografía, cuya característica es “indicar las ideas directamente, en contraste con los sistemas glotográficos (también llamados fonográficos), es decir aquellos que proveen representaciones visibles de expresiones del lenguaje hablado” . Si se admite la existencia de esta clase de códigos semasiográficos, entonces es posible una escritura independiente del lenguaje hablado, en el sentido de no-fonética y apta para expresar su significado con independencia al sonido. Varios argumentos vienen en apoyo de la existencia de un tipo de escritura semasiográfica: primero, que todo sistema de escritura es algo más que una mera “representación” de la lengua natural, puesto que normalmente contiene elementos no lingüísticos y usos especiales (como los usos científicos), que no son transmisibles verbalmente. Luego, porque la escritura suele evolucionar de manera distinta a la lengua. En tercer lugar, porque toda escritura contiene símbolos adicionales, por ejemplo la puntuación y finalmente, agrega Sampson, porque no todos los idiolectos que son efectivamente hablados son a la vez escritos, y porque no todo lo que es escrito pertenece a algún idiolecto realmente hablado. La autonomía de la escritura respecto a la lengua se percibe en esta definición alternativa: “escribir es comunicar ideas relativamente específicas por medio de marcas visibles y permanentes”.
En oposición a esta perspectiva existen argumentos que sostienen una diferencia de naturaleza y no sólo de grado entre esos códigos pictográficos y la escritura en su sentido pleno. Si esos códigos pertenecen incontestablemente a la historia de la comunicación visual, en cambio están lejos de alcanzar el potencial expresivo que caracteriza a la escritura plena. Debido a sus características internas, ellos poseen restricciones considerables: primero, esos dispositivos son necesariamente limitados. Sin duda poseen ciertas ventajas, porque el mensaje puede ser interpretado independientemente de la lengua utilizada por el emisor y por el receptor: ellos unen al “lector” y al “escritor” sin la intermediación de la lengua natural. Pero debido a esta independencia, los mensajes que pueden transmitir funcionan en contextos sumamente restringidos, y cualquier intento de usarlos fuera de esas áreas estrictamente delimitadas, en las que son muy eficaces, suscita dificultades inmediatas. En segundo lugar, esos códigos son irremediablemente ambiguos. Puesto que son independientes del mensaje verbal que transmiten, el acto de interpretación que cada receptor efectúa es igualmente diverso y en la mayoría de los casos no triviales, verbalizaciones diferentes por parte de los “lectores” conducen a mensajes diferentes, aunque en alguna medida aproximados. El término de “lectura” no corresponde bien a ese acto que puede ser descrito con mayor precisión por nociones como “decodificación” o “interpretación”.
Existe un tercer argumento de importancia aún mayor: para que un sistema fuese realmente independiente de la lengua debería aportar consigo lo que Martinet llamaba la “doble articulación”, es decir, por una parte tendría que descansar en unidades no derivadas de la lengua y no motivadas semánticamente por ésta, y por la otra, no sólo debería aportar la serie completa de tales signos sino también todo el sistema de organización interna, su “sintaxis”, además del conjunto de reglas para su interpretación. Un sistema así, que teóricamente es concebible, en cambio es pragmáticamente complejo, e inútil, porque supone la creación de un segundo código comunicativo, paralelo a la lengua. Y de cualquier modo, un código así sólo podría ser creado por una comunidad que compartiera la misma lengua natural, en la cual se fijaría el acuerdo sobre las convenciones aceptables. Es por eso que ninguna sociedad ha seguido de manera sistemática esa vía alternativa.
Son estas limitaciones las que han llevado a establecer una brecha entre los dispositivos semasiográficos y la escritura plena. Gelb, en su libro ya clásico, coloca esos dispositivos entre los “precedentes” de la escritura . Diringer los llama embrio-escrituras afirmando que, sin desdeñarlos, entre ellos y la escritura propiamente dicha existe una divergencia radical respecto a la actitud que tiene ante el lenguaje aquél que escribe . Février, quien los incluye bajo el término “escrituras”, los coloca en el apartado “mnemotécnicas y sintéticas” . En un libro reciente, Daniels excluye del todo esos dispositivos “porque los lenguajes naturales contienen muchas cosas que no pueden ser representadas por pinturas” . Aun Haas mantiene reservas afirmando que, aun cuando las pictografías representan una clase de escrituras y han tenido importancia histórica, “no necesitan aparecer entre las categorías básicas para la caracterización de los sistemas de escritura, aunque deben ser tomadas en cuenta en la exposición de lo que esas categorías significan”.
La cuestión central a considerar es la manera en que esos códigos semasiográficos trabajan en la transmisión del mensaje. Y desde este punto de vista, existen autores que sostienen que no trabajan del mismo modo que lo hacen los sistemas plenos . Los dispositivos pictográficos pertenecen sin duda a la historia de la comunicación visual, en el campo específico de la “picturalidad” , pero no forman parte de la historia de la escritura plena porque carecen del principio que define a ésta: la fonetización, es decir, una relación sistemática que permite representar alguno(s) de los niveles fonéticos del habla humana. Una brecha separa esos centenares de “códigos visuales” (que no necesariamente pretendieron alcanzar su completo desarrollo) de la escritura plena.
La diferencia entre una escritura plena y un código semasiográfico resulta difícil de percibir debido al hecho de que los primeros sistemas plenos derivan de antecedentes pictográficos. Y a su manera, la sencilla transcripción gráfica de un objeto es una transferencia, el paso de un medio directo a un medio secundario de comunicación, lo que ha dejado como remanente el que la representación icónica del objeto se convirtiera en sinónimo de “escribir”. Existe pues un continuo histórico que unifica ambos sistemas y sin embargo existe un umbral que separa ambos intentos. ¿Cuál es entonces ese umbral? ¿A qué principio debe atribuirse la aparición de la escritura plena desde las pictografías primitivas?
Los trabajos de gramatología coinciden es este punto: se trata de la fonetización, del hecho de que en cierto momento los signos pictóricos dejaron de ser utilizados como representación de un objeto o de una idea, para representar específicamente el sonido evocado por el nombre del símbolo en cuestión. Mediante esta asociación al mensaje verbal, el signo visual adquirió interpretación lingüística. Debido a la fonetización, la escritura plena se separa de manera definitiva de la pictografía porque ella no ofrece la representación directa del evento sino una narrativa del evento hecha mediante una secuencia de símbolos convencionales . A esta asociación del signo con un valor fonético se le llama “fonetización” y, según Gelb, es “el paso individual más importante en la historia de la escritura”, a tal punto decisivo que “los pasos siguientes son mejoras técnicas menores”. Después de realizado el descubrimiento , durante un cierto tiempo los símbolos primitivos conservaron su semejanza con el referente, su “iconicidad” pero desarrollaron su foneticidad, es decir su asociación con algún elemento sonoro del habla. Un código pictográfico sólo puede transformarse en un sistema pleno de escritura si logra asociar a un signo un valor fonético independiente del significado que ese signo tiene en tanto que palabra. Aunque de apariencia sencilla, se trató de una invención mayor en la historia tecnológica de la humanidad, inalcanzable para la gran mayoría de intentos por comunicarse mediante signos visuales: “el establecimiento del vínculo entre el signo gráfico y el signo lingüístico constituye el inicio de la escritura propiamente dicha".
La fonetización permitió iniciar una drástica reducción del número de símbolos necesarios para la comunicación visual. En efecto, un código basado en la representación pictórica trae consigo dos dificultades: ante todo, el enorme número de iconos necesarios para representar todos los objetos o conceptos indispensables; enseguida, la existencia de categorías difíciles de representar mediante un icono, especialmente los nombres propios, los cuales pronto fueron considerados una clase aparte. Probablemente fueron estas limitaciones las que condujeron al descubrimiento de los dos principios asociados a la fonetización: el primero es el llamado principio rebus que consiste en el uso del símbolo para representar no únicamente el referente original sino también a una segunda palabra homófona, pronunciada de manera similar, aun cuando entre ambas no existe vínculo alguno en términos del significado: Por ejemplo, el uso del icono “caballo”, para referirse a “cabello”, evitándose el uso del símbolo. Si un símbolo puede ser usado para representar una palabra fonéticamente similar pero sin ninguna relación semántica, también puede ser usado para representar otra palabra semánticamente relacionada con el original, pero no similar en el plano fonético, por ejemplo el uso del símbolo “sol” para representar los términos “día”, “luz”, “brillo”, “resplandor”, tal como sucedía en la escritura cuneiforme. Este segundo principio se llama uso polifónico del grafo. El principio rebus y la polifonía son dos formas de hacer una misma cosa: en ambos casos, el símbolo representa palabras, y esos símbolos pueden ser llamados “logogramas” aunque las palabras a las que se aplican ya no sean aquéllas para las cuales fueron creados. Ambos principios constituyen la llamada “multivalencia gráfica” y pueden llevar muy lejos en la constitución del sistema, permitiendo elaborar términos nuevos por asociación de los sonidos evocados, por ejemplo:
“sol” + “dado” = “soldado”.
La extensión homofónica que condujo de las representaciones originales a los símbolos gráficos cuyo uso no era icónico sino arbitrario, parece haber sido un estado intermedio inevitable en la invención de los antiguos sistemas de escritura. A medida que el uso de homófonos se extendía, se reducía la importancia de la motivación pictórica del signo y éste se hacía cada vez más arbitrario respecto a la palabra representada. Es cierto que esta arbitrariedad era aún relativa, porque la interpretación del signo con su nuevo significado dependía del vínculo de homofonía que conservaba con su uso icónico (así, sólo representaba “caballo” y “cabello” mientras el habla conservaba tal homofonía), pero a medida que el uso arbitrario se incrementaba la escritura adquiría un carácter más fonético y menos icónico. Desde luego, el uso del principio rebus está asociado al conjunto de palabras homófonas existentes en la lengua. El sumerio y el chino, por ejemplo se encuentran entre las lenguas que poseen un alto número de homófonos y por tanto esas lenguas facilitan el uso del procedimiento. Sin embargo, debe tenerse presente que la homofonía utilizable en un sistema no tiene por qué ser completamente exacta y de hecho, algunos sistemas de escritura ofrecen homofonías aproximativas, y a veces simples pistas lejanas para la interpretación fonética, como sucede con la escritura china. El principio rebus permitió a la vez la transcripción de categorías difícilmente representables por iconos, y limitó la necesidad de introducir nuevos signos en el sistema.
En los diversos sistemas de escritura la foneticidad oscila en un rango muy amplio: desde laxa, hasta estrecha y muy estrecha. Los precursores de la escritura plena son aquellos intentos que carecen de foneticidad sistemática. Es posible por tanto afirmar que no existe escritura plena sin la presencia de un cierto rango, aun modesto, de foneticidad. Pero a la inversa, siendo la foneticidad el fundamento de la escritura plena, la correlación entre signo gráfico y sonido, incluso en los sistemas más elaborados, como el alfabeto, nunca es absoluta. Respecto a la representación fonética, todos los sistemas son incompletos puesto que fracasan en la exhibición de elementos importantes del habla tales como la entonación, la fuerza o el tiempo, que virtualmente nunca aparecen en las ortografías comunes. Es un tanto paradójico, pero la foneticidad perfecta nunca ha sido el objetivo perseguido por los diversos sistemas de escritura. De manera que puede establecerse una gradación en términos de foneticidad entre los sistemas de escritura hoy en uso, donde el alfabeto finlandés se coloca bastante alto, mientras la foneticidad más baja corresponde al sistema morfosilábico chino.
El tránsito de la iconicidad a la foneticidad fue un paso complejo que puede ser detectado en tres ocasiones separadas geográficamente y por largos lapsos de tiempo: “El primer paso fue probablemente la escritura cuneiforme (c. 3000 a. C.), instrumentada por los sumerios (y tal vez vinculada a otra lengua de la que se ha perdido el rastro), que acabó siendo fuente de inspiración para los jeroglíficos egipcios . El segundo paso lo dio el chino (c. 1250 a. C.) que posteriormente fue adaptado en las escrituras japonesa y coreana. El tercer paso tuvo lugar en América central, culminando con la escritura maya (c. 200 a. C.) que ha comenzado a ser comprendida por los académicos ”.
A la pregunta ¿qué es la escritura plena?, se ha respondido que es aquél sistema que descansa en una correspondencia sistemática entre signos gráficos y sonidos lingüísticos, para una lengua dada. No obstante, asociar la escritura plena a la foneticidad no es una idea aceptada de manera unánime, e incluso puede generar un alto grado de rechazo (por ejemplo, en Harris) . Por eso nos parece indispensable precisar el significado de esa tesis: con ella se afirma que aunque los sistemas de escritura plena derivan de intentos pictográficos, no todos los códigos pictográficos desembocaron en la fonetización. La pictografía más desarrollada, en tanto que pictografía, no conduce a la escritura plena. El que los signos de escritura tengan su origen en pictogramas no cambia el fondo de la cuestión porque la fonetización, que dejó intacta su forma, alteró completamente su función. En el camino que condujo de la pictografía al alfabeto, todos los códigos se encuentran en algún punto. Los códigos prehispánicos, por ejemplo, están situados en ese intervalo: ellos hacen un uso parcial de la fonetización , especialmente en la representación de nombres propios, que introducen un problema particular. Pero no llegaron a constituirse en escritura plena, porque no hicieron un uso sistemático de la fonetización, sin que esto implique ningún demérito. Un código pictográfico posee su propia eficacia y ésta se mide en función de su capacidad de conservar información relevante, dados ciertos usos del código, y un determinado grado de desarrollo cultural . Las escrituras prehispánicas cumplían su cometido con eficacia y, dadas las condiciones de su uso, no existía ninguna motivación para llevar ese código hasta una fonetización innecesaria. Es imposible determinar el sentido en que esos códigos se habrían desarrollado; en todo caso, su existencia fue interrumpida con su remplazo por el alfabeto latino aportado por la conquista. En el estado que alcanzaron no pueden sino compartir las ventajas, y las limitaciones, de otros códigos pictográficos e icónicos.
El que la escritura plena esté asociada a la representación visible de los sonidos lingüísticos no debe causar sorpresa. Por una razón difícil de explicar, la lengua es simplemente el medio más adecuado y con el mayor potencial expresivo que poseemos, “de modo que un sistema que sea elaborado con el fin de representar toda clase de propósitos en un amplio rango de expresiones, sólo puede funcionar codificando elementos de la lengua hablada ya existente ”. La historia de la escritura revela el notable descubrimiento de que era posible representar el infinito número de expresiones posibles, descomponiéndolas en segmentos fonéticos que, en el caso del alfabeto, apenas requiere de unos 30 signos. Lo que hace realmente eficaz a un sistema es que sus signos posean una interpretación lingüística, es decir, un vínculo convencional, estructuralmente motivado, con el habla. Un esquema de esta relación podría ser el siguiente :
(icónico)
S2: signo secundario Item lexical
(gráfico) L
El signo S2 ya no es motivado por su iconicidad, como en el caso del signo
S1 sino por su interpretación lingüística. Pero lo fundamental es la relación S2 L; el vínculo que va de L S2 hace del signo una entidad “escribible”, mientras la relación L S2 lo convierte en un signo “legible”. “Correspondencia regular” entre signos y cadena sonora significa justamente el establecimiento de reglas y tendencias para la “traducibilidad” fonográfica . Naturalmente, a la medida en que los signos pierden iconicidad y que la fonetización progresa, la escritura se hace más dependiente de la lengua que expresa, de manera que al final, el mensaje sólo puede ser interpretado por alguien que conoce la lengua en cuestión. La “decodificación” hecha sobre los pictogramas, que es independiente del lenguaje, cede su lugar a la “lectura” de los signos; el acto de leer se precisa, pero sólo puede ser realizado por aquél que conoce la estructura lingüística subyacente.
Si resulta convincente que la escritura plena es habla hecha visible, es preciso reconocer que, una vez constituido, el sistema de escritura es “algo más” que una representación, lo que ha sugerido la idea inexacta de que la escritura es un orden lingüístico autónomo de la lengua que representa. Es “algo más” en tres sentidos precisos: 1) lo que se convierte en escrito muchas veces es una clase particular de mensaje lingüístico, distante de lo efectivamente hablado. Éste es sin duda un terreno ocupado por la poesía, la literatura; 2) las escrituras, que son conservadoras, no siguen los patrones evolutivos de las lenguas naturales; 3) existen escrituras destinadas a usos especiales, científicos u otros, que no son transmisibles de manera verbal, como la notación matemática. Sin embargo, la existencia en todos los sistemas de entidades gráficas que pueden referirse a un campo “nocional” o “categorial” más que a una entidad lingüística (por ejemplo la presencia de cifras arábigas en nuestra escritura cotidiana), no cambia la cuestión básica, y debe ser considerada simplemente como la presencia de entidades especiales dentro del sistema. Una vez constituida, la escritura plena tiende a convertirse en una entidad con reglas que le son particulares.
Pero ello no significa que la escritura plena posea una autonomía completa. Por el contrario, hoy se estima que su fundamento se encuentra en su capacidad de representar hechos de la lengua natural. Un índice de esta situación actual puede verse en el abandono unánime de la categoría de “ideograma”. En efecto, la categoría de “ideograma” sugiere que un signo gráfico (no necesariamente pictográfico, aunque simbólico en algún sentido) se refiere inmediatamente a la “idea” o al “concepto” que representa. Pero es justamente este rasgo lo que explica su abandono, porque ni la “idea”, ni su representación simbólica, se refieren a ninguna entidad lingüística precisa, incluida la categoría de “discurso”. La cuestión decisiva es que los signos de la escritura no representan hechos del mundo práctico, ni del mundo de ideas, sino hechos del lenguaje del escritor: la escritura plena es un facsímil, aun si es imperfecto, de la voz humana.
Si afirmamos que todo sistema de escritura debe estar basado en alguna representación del mensaje sonoro, entonces es necesario examinar la manera en la que esos sistemas realizan esa representación. Dejando de lado la categoría de “ideograma”, las entidades representables en la escritura plena son relativamente pocas: las escrituras llamadas “logográficas” se sitúan en el nivel lexical (o lexémico), y en el nivel morfémico, las escrituras “silábicas” por su parte representan entidades equivalentes a sílabas, mientras las escrituras “alfabéticas” representan unidades aún más abstractas, equivalentes a fonemas. Finalmente existen sistemas que, como el coreano representa “rasgos distintivos,” es decir, elementos básicos de los fonemas. La inventiva humana ha creado al menos seis tipos de correspondencia entre sonido y signo visual que resultan de combinaciones entre logogramas, sílabas y fonemas. Determinar el nivel funcional de cada sistema requiere considerar las reglas de correspondencia que permiten pasar del mensaje a su representación gráfica, es decir, escribir, y de las reglas de correspondencia que permiten interpretar los signos visibles, es decir, leer. A esto dedicaremos la segunda parte de nuestro artículo, tomando como tema central el alfabeto. Sin embargo, conviene advertir desde ahora que no existen escrituras puramente logográficas, silábicas o alfabéticas; todos los sistemas conocidos utilizan elementos de diversos niveles. La definición de un sistema como logográfico, silábico o alfabético es una abstracción de la situación real.
W. Hass ha señalado acertadamente que si el sistema representa expresiones en algún nivel, entonces debe ser clasificado como perteneciente a ese nivel, sin atender a que puedan existir de manera incidental otros símbolos de carácter pictográfico o ideográfico, o bien suplementos no-fonéticos. Dicho de otro modo: existe un nivel funcional dominante y el resto de los niveles de representación no se intersectan: por ejemplo, no puede suponerse que el signo “o” de la frase “Luis o Carlos” pertenezca a la vez al nivel lexical, morfémico, silábico y fonémico. Este signo, lo mismo que cada parte del mensaje escrito está derivado únicamente de un nivel, en este caso del nivel fonémico puesto que se trata de un alfabeto . Una escritura que haga uso excepcional de unidades de otro nivel puede ser irregular, pero no por ello altera su definición. En el mismo artículo, Haas ha propuesto que para determinar el nivel de un sistema dado habría que considerar el menor nivel lingüístico registrado en el menor nivel gráfico de la escritura. Este principio no asegura, sin embargo, que con ello se descubra el nivel funcional del sistema y puede producir resultados dudosos, por ejemplo, que el chino es un sistema silábico y el egipcio antiguo un sistema fonémico de base consonántica.
Como se ha visto, existen muy pocos niveles a los que la escritura puede pertenecer: a) lexémico y morfémico, con unidades vinculadas al significado como palabras o morfemas; b) silábico y fonémico, ambos asociados a un nivel puramente fonético, carente de significación. Algunos gramatólogos llaman plerémicos (del griego pléres, “lleno”) a los primeros, y cenémicos (del griego cenós, “vacío”) a los segundos, siguiendo una terminología inspirada en Hjemslev . Otros gramatólogos afirman en cambio que los sistemas de escritura actuales descansan por completo en unidades fonéticas (sílabas y fonemas), negando por tanto la existencia de sistemas plerémicos, basados en unidades con significado. En breve, esta última hipótesis, que no desarrollaremos aquí, postula que todos los sistemas actuales son fonográficos y que es su asociación a entidades estrictamente fonéticas lo que define su estatuto de sistemas plenos.
La existencia independiente de las unidades lingüísticas representadas en el sistema de escritura no puede considerarse como algo dado. Al establecer reglas de correspondencia con el flujo sonoro, los sistemas de escritura descansan en algún tipo de percepción analítica con la lengua natural, mediante la cual aquellas unidades son constituidas. Las diferencias entre los sistemas se revelan pues como diferencias entre sus análisis subyacentes, es decir, diferencias acerca de lo que es una unidad segmentable y la manera en que esas unidades son asociadas con signos gráficos. Aunque esta cuestión puede ser enunciada de modo sencillo en el plano teórico, en cambio puede llevar a dificultades en el plano tipológico e histórico. Es aquí donde puede introducirse el segundo debate que deseamos presentar, y que se refiere al carácter de los sistemas que se encuentran a la base de la aparición del alfabeto griego. Una vez dentro de la escritura “plena”, es decir dentro de las escrituras fonográficas, queda por dilucidar la cuestión de la clase de unidades lingüísticas que se encuentran representadas. No es una cuestión únicamente tipológica o histórica, sino teórica, porque involucra la definición del sistema más extendido en nuestros días: el alfabeto. La naturaleza de cada sistema, su clasificación tipológica y la historia de la escritura se entremezclan en el punto que a continuación se presenta.
LA INVENCIÓN DEL ALFABETO GRIEGO; LA CUESTIÓN HISTÓRICA.
Actualmente existen pocas dudas de que el alfabeto griego deriva de la escritura fenicia. Varios elementos lo prueban: Los caracteres de las escrituras griegas más arcaicas son notablemente semejantes a la escritura fenicia; la secuencia de los caracteres es casi la misma en las escrituras griega y fenicia, y los caracteres de las dos escrituras tienen nombres muy similares (en fenicio, no en griego). A su vez, el signario fenicio proviene de esa explosión de escrituras que se desarrolló en el oriente medio durante el segundo milenio antes de nuestra era. Él forma parte de la familia de escrituras semíticas cuyo ancestro común parece ser el sistema llamado protocanaanita del que se conserva un corpus reducido de inscripciones, cuyo desciframiento aún es puesto en duda. De esta familia provienen las escrituras europeas contemporáneas a través del alfabeto griego, pero de ella provienen también la escritura árabe, la escritura hebrea y las escrituras indias.
El sistema fenicio es, por sí mismo, un enorme logro intelectual. Su invención es producto de un enorme esfuerzo de síntesis que redujo el número de signos a un intervalo entre 22 y 30, que corresponden a los signos consonánticos de las lenguas semíticas. Aunque está sujeto a debate, parece correcto aceptar que los diversos sistemas semíticos –el fenicio incluido- son una derivación de la escritura logográfica egipcia que, entre todas las escrituras del oriente medio, era la única que poseía una estructura interna similar. La innovación consistió en que, partiendo del complicado sistema egipcio, compuesto por cientos de signos logográficos y fonéticos de entre una y tres consonantes, las escrituras semíticas desarrollaron signarios de una asombrosa simplicidad. Lo lograron suprimiendo todos los signos léxicos y todos los signos fonéticos de dos o tres consonantes y reteniendo únicamente los signos de una sola consonante. De este modo, los 24 signos simples de la escritura egipcia aportaron su estructura interna a los entre 22 y 30 signos pertenecientes a las diversas estructuras semíticas. Aunque la primera de éstas utilizaba 27 letras, hacia el 1250 a. C. fue simplificada a los 22 signos del sistema fenicio. Con este paso quedaron atrás las escrituras antiguas que, debido al alto número de signos (de 400 a 600 en la escritura egipcia y sumeria) y a los diversos valores que cada signo logográfico o silábico podía tener, exigían una carga muy importante a la memoria y por tanto una larga especialización previa al dominio del sistema de escritura.
Ésta fue la situación que encontró el o los “adaptadores” griegos: un sistema de 22 signos, cada uno representando un sonido consonántico, pero sin marca alguna para los signos vocálicos. En términos generales la innovación griega consistió en pasar de ese sistema al primer alfabeto completo que marca fonemas vocálicos y fonemas consonánticos, con toda claridad. La transmisión requirió de la colaboración de hablantes griegos y de uno o más informantes fenicios, de manera que debió realizarse en algún lugar en que las relaciones entre ambas sociedades fueran sistemáticas. Muchos lugares llenan esta característica: entre las islas griegas son buenas candidatas Tera, Melo y Chipre en especial ésta última porque en ella existía un silabario autóctono. Es esta posibilidad la que ha llevado a sostener que la adaptación fue hecha por un grupo de escribas profesionales habituados a utilizar el silabario Chipriota. Esta tesis es defendida en un libro reciente escrito por R. Woodard . En tierra continental, un buen candidato es el puerto de Al Mina, en la costa libanesa donde mercaderes griegos del área de Eubea –quienes fueron considerados los primeros poseedores del alfabeto griego-, se encontraban en buena situación de aprender los suficiente del sistema fenicio para lograr la adaptación.
La innovación pudo ser obra de un solo individuo, como lo sugiere Powell o de un grupo de escribas, como lo sostiene Woodard. Aunque permanecerán para siempre en el anonimato, algo podemos decir acerca del o los adaptadores: tenían que ser griegos, porque únicamente la competencia en la lengua griega permitía discriminar los sonidos con valor lingüístico que debían ser representados en el sistema. Debieron tener un informante, un fenicio letrado, quien les transmitía el nombre y el sonido de cada signo, aunque el o los adaptadores probablemente no leían fenicio porque cometieron una serie de inadecuaciones que alguien diestro en el sistema no habría cometido. Pero sobre todo sabemos que la innovación del alfabeto fue resultado de un acto intencional, una acción sistemática y altamente inteligente. La invención del alfabeto, como la de todos los sistemas de escritura, no fue fruto del azar, ni un proceso a cargo de una colectividad sin rostro: fue un acto individual, o de unos pocos individuos , orientado hacia un fin que involucró la voluntad, algo de sofisticación auditiva y mucho sentido común.
Los adaptadores debieron tener sobre todo un buen oído lingüístico para discriminar la diferencia entre los sonidos vocálicos y los “sonidos” consonánticos. Esta distinción no es auditiva sino analítica: implica reconocer y representar de manera analítica sonidos “concretos”, como las vocales, que son audibles por sí mismas, y sonidos “abstractos” (las con-sonantes), que no pueden ser emitidos de manera independiente si no están acompañados de una vocal. Sin embargo, este reconocimiento analítico no condujo a inventar todo de nuevo: los adaptadores se dedicaron más bien a hacer el menor número de cambios en el modelo original fenicio. Mantuvieron en lo esencial el orden de los signos, retuvieron un alto número de signos consonánticos y utilizaron las cualidades fonéticas preexistentes en el signario fenicio para los signos faltantes; que es el llamado “aprovechamiento de residuos”. Los adaptadores permitieron que algunas afinidades entre los sonidos fenicios y griegos guiaran su elección de los signos vocálicos; en particular, tomaron las consonantes menos útiles, las llamadas “consonantes débiles”, y usaron sus signos para las vocales mínimas que requerían: cinco. A decir verdad, la elección de esos cinco signos vocálicos fue un acto notable… y arbitrario. Una vez en posesión del principio fonológico de discriminación vocálica, los adaptadores habrían podido elegir más signos, sobre todo porque el oído griego debía reconocer al menos siete sonidos vocálicos, incluidas las variantes largas de las vocales . Algunas omisiones fueron notables: no se marcó de manera sistemática la cantidad vocálica (aunque esta parece ser una suerte de regla general de los sistemas de escritura), y tampoco se marcó el sistema de alturas que era muy importante en el griego clásico. Con todo, el resultado en el sistema vocálico fue el siguiente:
/a/ quedó asociada a la primera vocal ‘alf. Los adaptadores griegos, como sucede con la mayoría de hablantes indoeuropeos, no reconocieron una consonante más del sistema en esta glotalización inicial suave del fenicio. Le asignaron el mismo signo , pero al escuchar el nombre ‘alf y el sonido ‘a, los adaptadores reunieron alf-a, que el signo conservó finalmente como nombre.
/e/ Este signo quedó asociado al fenicio he. Es probable que el informante pronunciara he (nombre) y he (sonido), pero el adaptador escuchó [ e ]. Puesto que entre el nombre y el sonido existe poca diferencia, se retuvo como nombre “e” y de paso se descubrió que una letra podía llamarse como uno de sus sonidos, hecho que sería sistemáticamente explotado en el abecedario etrusco-romano.
/u/ Este signo planteó un problema particular. Su equivalente fenicio wau (nombre), wu (sonido) condujo a dos signos griegos: uno, la consonante wau llamada “digamma”, la cual, aunque modificó su forma quedó colocada en el mismo sexto lugar del sistema fenicio, y la vocal griega u, upsilon (nombre), /Y/ signo, que fue situada al final del abecedario, después de tau, convirtiéndose así en la primera adición hecha a la secuencia original. Los adaptadores la llamaron “u”, lo mismo que habían hecho con “e”. Sin duda, la “u” tuvo una importancia especial porque sin ella el sistema vocálico quedaría incompleto: “ninguna letra es tratada de manera similar. En el abecedario transmitido a Creta, ella es la única adición después de tau; las otras letras no fenicias desaparecieron.
/i/ Una afinidad fonética entre la consonante y , yod (nombre), y (sonido), y el sonido vocálico [ y ], permitió a los adaptadores crear el signo vocálico /i/, llamado “iota”.
/o/ A este signo vocálico se le asignó el signo fenicio correspondiente a la fricativa faríngea vocalizada ain. Tal vez el informante pronunció ain (nombre), o (sonido), pero los adaptadores escucharon algo semejante a [o], lo que bastaba para sus propósitos. La llamaron “o”, lo mismo que habían hecho con /e/ y /u/, aunque después sería llamada o-micrón, “o pequeña”. “La última letra de la serie vocálica, la o-mega, es decir, la “o grande”, no es de ningún modo una letra nueva, sino una variación diacrítica de la “o pequeña” que se representó abierta en el fondo. Omega parece más bien una idea tardía en el signario griego el cual nunca distingue entre larga y corta en los casos de /a/, /i/, /u/. La distinción entre la grafía para [ e ] larga, y para [ e ] corta, surgió por accidente en el jónico posterior (c. Siglo IV) llamado koine”.
La innovación del alfabeto griego fue un acto notable de creación intelectual. Fue, además, un acontecimiento único que se realizó en un momento determinado y en un único lugar. En cuanto al momento, después de los artículos de R. Carpenter , acerca de la comparación en la forma de cada uno de los signos entre el alfabeto creado y ejemplos datables del sistema fenicio, parecía lograrse un consenso en torno al siglo VIII a.C. Sin embargo, la fecha originalmente propuesta en torno al 750 a.C., ha sido trasladada al 800 a.C. después de las investigaciones de McCarter y, si se admite la tesis de Woodard, esta fecha debería ser alejada a la primera mitad del siglo IX (c. 850 a. C.), o incluso ligeramente antes. En cuanto al carácter único del lugar y del individuo o del pequeño grupo de escribas, parece generalmente aceptado, y varios rasgos lo prueban: primero, porque cuando ocurren muchos cambios arbitrarios en un sistema convencional, resulta sumamente improbable que tal evento pueda ocurrir dos veces en momentos y en lugares próximos. Incluso la serie de errores y confusiones, que habrán de repetirse en todas las variantes regionales del alfabeto (las llamadas “variantes epicóricas”) como la presencia de fi ( ) que no tiene antecedentes semíticos, las dificultades en el subsistema de las silbantes y la falta de claridad de las “letras extra”, todo ello argumenta a favor de un acto singular. Y quizá el o los adaptadores no fuesen muy versados en el sistema fenicio, porque reemplazaron el sistema retrógrado de la escritura fenicia, que va de derecha a izquierda, por el sistema bustrófedon (“como aran los bueyes”) que alterna una línea de derecha a izquierda con una línea en dirección inversa. Esta heterodoxia perduró, porque no fue sino más tarde que la escritura griega se estabilizó de izquierda a derecha; entonces, las letras dieron un giro sobre su propio eje y se pusieron a mirar, como hasta hoy, en el sentido de la escritura.
Finalmente, es notable que esa innovación se haya realizado de un solo golpe, por decirlo así. En la historia de la escritura griega no hay indicios de ningún tránsito gradual de un sistema menos complejo a un sistema más acabado. Tampoco hay rastros de formas intermedias, ensayos, vacilaciones o retrocesos. Los griegos habían dejado de escribir unos 300 años antes de la nueva adaptación, desde la destrucción de la civilización minoica, y sólo algunos de ellos se servían del silabario chipriota. Durante todo ese tiempo, la cultura oral griega coexistió con la cultura letrada fenicia que había logrado estabilizar su sistema de escritura alrededor del 1100 a. C. y sin embargo, los griegos no parecen haber hecho el menor intento por tomar prestado ese dispositivo tecnológico: cuando volvieron a escribir lo hicieron con un sistema que consideraron adecuado para sí mismos. Cabe pues preguntarse entonces ¿dónde radica la gran innovación de la escritura, al menos a los ojos de los griegos?
¿UNA GRAN INNOVACIÓN? LA CUESTIÓN TIPOLÓGICA. Pero, ¿fue efectivamente una gran innovación? Aquí nuevamente, las opiniones están encontradas. Reservar, como nosotros lo hemos hecho, el nombre de alfabeto a la invención griega es tomar partido acerca de la noción misma de alfabeto. Conviene tener presente que una buena cantidad de historias de la escritura no aplican el nombre de “alfabeto” únicamente a la innovación griega, sino que hacen remontar el término hasta la aparición de la escritura protocanaaítica, antecesora de los sistemas semíticos. Un ejemplo entre muchos, Moore Cross: “ La invención del alfabeto es un acontecimiento singular que se produjo alrededor del siglo XVIII a. C. Toda escritura alfabética deriva en último término de un alfabeto antiguo canaanita y su descendiente inmediato, el alfabeto fenicio lineal temprano” . Citas similares se encuentran también entre los lingüistas, por ejemplo, Martinet: “designamos con el nombre de alfabetos tanto los sistemas gráficos en los que las vocales no aparecen notadas o sólo subsidiariamente, como aquéllos en los que, en principio cada fonema, vocal o consonante corresponde a una letra” . Desde esta perspectiva una vez creados los signarios semíticos, resulta innecesario llevar más lejos la clasificación.
Conviene pues tener claro si la innovación griega consistió en agregar las vocales a un sistema ya alfabético en sí mismo, o bien, si ella introdujo un tipo de análisis diferente al realizado por el sistema fenicio. Dicho de otro modo: entre el sistema griego y su predecesor, ¿existe una diferencia de naturaleza o únicamente de grado?
Recordemos en qué consiste el sistema fenicio: mediante un esfuerzo extraordinario de análisis ha retenido del sistema logosilábico egipcio una pequeña serie de 22 signos, desprendiéndose de todo el complejo logográfico y silábico adicional. El resultado es un sistema sumamente económico en el que cada signo representa un único sonido consonántico. Su eficiencia en el registro de las lenguas semíticas es tan notable que el principio estructural de esa escritura continúa hoy en uso, desde Marruecos hasta Malasia, a través de la escritura árabe. Sin embargo, esta economía de medios tiene una contrapartida: la ambigüedad en la lectura que resulta de expresar visualmente sólo los signos consonánticos. Bajo esas condiciones, el acto de leer no puede evitar algún margen de conjetura. Por ejemplo, en una famosa inscripción fenicia del siglo V a. C. encontrada en el templo de Astarte, aparece el nombre del donador: M L. ¿Cómo se resuelve el misterio de ese nombre? “Sólo porque el nombre fenicio Molia es tan común puede hacerse la hipótesis de que ese es el nombre correcto y con ello, incluir las vocales que se requieren” . Dejar al lector la responsabilidad de agregar las vocales faltantes no crea un problema para los lectores de lenguas semíticas debido a que ciertas características morfológicas y sintácticas de esas lenguas permiten reducir la ambigüedad. Pero ello representa una dificultad mucho mayor para la transcripción de lenguas como las indoeuropeas, entre ellas el griego, porque no permite expresar las sílabas con más de una vocal, ni las sílabas que empiezan con vocal. Bajo estas premisas, la primera palabra de la Odisea se convierte en un pequeño enigma. N D R, “andra” .
Dos hechos morfológicos que caracterizan a las lenguas semíticas son: que la totalidad de las sílabas comienzan por una consonante, y que la raíz de la palabra, compuesta normalmente de tres consonantes (aunque existen casos de cuatro), permanece invariable. Este fenómeno, llamado triliteralismo, o variación vocálica interna, significa que la raíz consonántica expresa inmediatamente el sentido de la palabra y lo preserva, permitiendo que la variación vocálica añada información gramatical o sintáctica que no altera el sentido original, aunque introduce un elemento ideográfico en la representación. Un ejemplo es la raíz consonántica del árabe clásico K T B, “noción de escribir”. Su sentido fundamental no es modificado por la inserción de las vocales que únicamente añaden modalidades; así se tiene: K T B; KaTaBa, “él escribió”; KoTeB o bien KaTiB, “escribano”; KiTaB, “escrito, libro”; KaTaBN, “he escrito, tú has escrito”; KaTaBNu, “hemos escrito” . Dado el número relativamente alto de consonantes en esas lenguas y las posibilidades de combinación de tres entre ellas, el número de homófonos en la escritura es bajo. A un lector semita, el sentido se le aparece claramente cuando reconoce las consonantes radicales, y ésta es la cuestión central: el lector semítico no descifra un texto; él reconstruye lo que ya tiene en la memoria cognitiva. El lector en lengua semítica aplica su conocimiento de la estructura de la lengua; su lectura es sobre todo contextual . Es por eso que este principio no puede actuar en la consulta de un diccionario, en el que las palabras están fuera de contexto y donde su notación requiere de una vocalización.
El sistema de escritura tuvo éxito en esa área lingüística debido a su adecuación a la estructura morfológica de las lenguas que representa gráficamente. Pero ésa no es la situación de las lenguas polisilábicas y flexivas que pertenecen a la familia indoeuropea, entre las que se encuentran el griego y la mayoría de las lenguas europeas modernas. En éstas, sí se reúnen tres consonantes, por ejemplo P L R, la inserción de vocales cambiará completamente el sentido: PoLaR, PuLiR, PiLaR, PeLeaR, produciendo entidades léxicas que no tienen ninguna relación entre sí. En la familia semítica las consonantes raíces producen un gran número de patrones de palabra cuya ambigüedad es resuelta en el plano sintáctico por un orden fijo de palabra para ciertos elementos, y habitual en otros. El triliteralismo es un rasgo tan arraigado en las lenguas semíticas que un hablante de una de esas lenguas puede ser capaz de reconocer las raíces consonánticas comunes en lenguas antiguas como el acadio o el egipcio, o bien en lenguas modernas diferentes a la suya, como entre las lenguas árabes . Por eso la escritura se permite dejar al lector la tarea de agregar la vocalización necesaria. La escritura consonántica semítica es un caso excepcional porque su sencillez resulta de la conjunción entre la técnica adoptada y la morfología de las lenguas representadas. Es también la ejemplificación de un principio básico, porque aun cuando es posible adaptar diversos sistemas de escritura a una lengua natural, no todos ellos pueden representarla con la misma eficacia. Las características morfológicas determinan en buena medida la estructura del sistema de escritura que puede transmitir esa lengua.
El sistema fenicio, lo mismo que las demás escrituras semíticas han merecido el título de alfabeto debido a su gran economía en el universo de signos que contienen, por el orden convencional, y por el nombre independiente que otorgan a cada signo. Se les suele agregar el calificativo de “consonánticos”, porque se reconoce que no representan al sistema vocálico, aunque se considera que esto no altera su naturaleza. Si se admite esta definición del alfabeto, entonces la verdadera revolución en la escritura es casi cuatro veces milenaria. Un número importante de autores, en general semiticistas, adopta esta posición: “el primer abecedario conocido hasta ahora y que representa los fonemas consonánticos fue un paso revolucionario hacia la extensión de la alfabetización. La inserción sistemática de los signos vocálicos fue sólo un paso adicional, aunque importante, en ese proceso” .
Sin embargo, no es fácil admitir que el sistema vocálico es únicamente un agregado al alfabeto consonántico. No está claro que el mismo principio de análisis se encuentre en ambos signarios. De manera que el título mismo de alfabeto está en juego. Veamos las razones aducidas por gramatólogos que tienen otra opinión. Ante todo, hay que tener presente que la necesidad de indicar la vocalización faltante parece haberse presentado largo tiempo atrás: en las mismas escrituras semíticas aparecieron signos destinados a sugerir las cualidades vocálicas no marcadas, al menos desde el siglo XI a. C., en el momento en que el sistema arameo empezó a utilizar los signos yod y wau para indicar la /i/ y la /u/ largas al final de palabra. Estos signos adicionales fueron llamados matres lectionis, madres de lectura, y la escritura que contiene matres lectionis se llama escritura plena: scriptio plena . En hebreo antiguo el nombre de “David” sería transliterado Dwd, pero su escritura plena sería Dwyd, donde /y/ indica la [ i ] de la segunda sílaba.
Pero el uso de las matres lectionis en las escrituras semíticas es de un orden muy diferente al uso del sistema vocálico griego. En estas escrituras, ellas tienen un valor indicativo y no de notación, y su uso nunca es completo ni sistemático. Las matres lectionis no poseen una referencia fonémica específica e invariable, sino que funcionan como indicadores esporádicos de lo que ya está implícito en la escritura silábica. Es por eso que tales sistemas permiten que la misma consonante pueda corresponder a varias vocales y la misma vocal pueda ser indicada por varias consonantes: “si tomamos por ejemplo la escritura neopúnica (la variante de Cartago en la escritura fenicia) donde es muy frecuente el empleo de las matres lectionis conozco, sin ir más lejos, para alef tres o cuatro valores diferentes: Puede significar a, puede significar e, puede significar o, u. Por otra parte, el mismo sonido [ e ] puede ser notado mediante alef, he, o yod. Estamos en un dominio que no deja de ser sumamente flotante” . En las escrituras semíticas las matres lectionis nunca derivaron hacia un sistema vocálico, y tampoco pudieron influir en la innovación griega, porque en el momento de la transmisión ellas no estaban presentes en la escritura fenicia.
De hecho, el funcionamiento de las matres lectionis es uno de los elementos que arroja sospechas en torno a la naturaleza de los signarios semíticos: su carácter meramente indicativo muestra que el signo escrito era concebido como la representación de una sílaba, de la cual ese signo diacrítico “extraía” el sonido vocálico subyacente. Un buen número de investigadores, cuyo principal exponente es I. Gelb, piensa de este modo. Para Gelb, no cabe duda: los sistemas semíticos son silabarios, no alfabetos. Más que valorar el número de signos, su orden y sus nombres, Gelb propone examinar su estructura interna y, por tanto, el tipo de análisis que cada uno de los sistemas ofrece. Pero a fin de comprender mejor la diferencia que separa al alfabeto de los sistemas silábicos, requerimos de un pequeño rodeo por los principios de la fonética que, como hemos visto previamente, son la materia representable en la escritura plena.
Los sonidos que tienen valor lingüístico están formados por dos tipos de operaciones físicas: por una parte, existe la vibración de la columna de aire expelida por los pulmones en la laringe o en las cavidades supraglóticas cuando pasa entre las cuerdas vocales y es modificada por ellas. Por sí misma, dicha vibración puede producir un sonido continuo que es modificado simplemente cambiando la forma de la boca. Damos el nombre de vocales a esas vibraciones modificadas. Por otra parte están las oclusiones, aperturas y estrangulamientos que pueden imponerse a la columna de aire por la acción conjunta de los labios, la nariz o el paladar. A la representación de esas modificaciones y oclusiones le damos el nombre de “consonante”. Al lograr discriminar ambos procedimientos, el sistema alfabético dividió analíticamente en sus componentes teóricos los sonidos con valor lingüístico, aproximándose a lo que mucho más tarde los lingüistas llamarían “sistema fonológico” (incluso si el descubrimiento fue accidental e imperfecto y quizá debió más a la naturaleza de la lengua griega que al genio de los adaptadores griegos). Se trata de un análisis que alcanza los componentes últimos, porque para efectos de la escritura, ya no es necesario segmentar aún más ese átomo lingüístico. Y desde su invención, no ha sido necesario ningún paso adicional.
Los sistemas silábicos también conllevan una forma de análisis de los componentes léxicos. Pero ellos se proponen representar “sílabas”, término en cierto modo engañoso porque aunque se presenta como un sonido de la lengua, es de hecho una combinación de sonidos: la sílaba está compuesta de una o más vocales introducidas y/o retenidas por una o más consonantes. En el plano fisiológico, la sílaba es una variación fónica periódica producida por la alternancia de vocales, que requieren mayores cantidades de aire y consonantes, que requieren menos. La segmentación de la palabra en sílabas es pues un tipo de análisis, pero que se detiene en el momento previo a las partículas básicas, en pequeños haces de estos átomos. Es sin embargo una entidad que tiene un fuerte apoyo empírico porque transcribe efectivamente “lo que el oído escucha”. Es por este respaldo empírico que los silabarios son, con frecuencia, mejores instrumentos en la alfabetización, sobre todo de adultos, y por lo mismo, la sílaba ha jugado un papel central en la creación de los sistemas fonográficos.
La innovación del alfabeto consiste pues en haber disuelto la sílaba en componentes fonéticos elementales, en haber dejado atrás a la sílaba en tanto que unidad representable sustituyéndola por una entidad más próxima al fonema, cuya naturaleza es esencialmente teórica y abstracta. La separación entre ambos sistemas es aún más difícil de detectar porque, respecto a otros silabarios, el sistema fenicio había dado un paso adelante. En este último, las sílabas pueden formar clases que poseen un rasgo común, el sonido consonántico inicial: por ejemplo, la serie “ta, te, ti, to, tu”, puede integrarse en un conjunto de sílabas “con principio “t””. Mientras que otros silabarios habrían utilizado cinco signos para esa serie, el fenicio no utiliza más que uno, que funciona como “índice” consonántico de la clase. Así logra su impresionante sencillez y ofrece un signario compuesto de representaciones consonánticas.
Pero bajo esta magnífica simplicidad, aún subyacen los principios estructurales de un silabario: “la fórmula de que “en la estructura alfabética semítica antigua no se escriben más que consonantes”, no describe exactamente la realidad” . Sin duda, los derivados modernos de esos sistemas son alfabetos completos, pero para aquellos que constituyeron el sistema y que fueron sus usuarios los primeros 500 años, la situación debió ser más o menos ésta: “cada carácter ocupa el lugar de un fragmento de palabra, con una vocal u otra, o incluso sin vocal; o mejor, introduciendo un vocabulario moderno: la letra representa una sílaba de la cual la vocal (que puede ser vocal cero) no está especificada” . Varios índices parecen mostrarlo, aunque únicamente mencionaremos uno de ellos, mencionado por dos autores importantes:
Gelb afirma que existe una prueba indirecta ofrecida por la llamada escritura shewa: cuando algunos siglos más tarde, bajo la influencia del alfabeto, los pueblos semitas introdujeron en su escritura un sistema vocálico, no sólo crearon signos diacríticos para las vocales largas como a, e, i, o, u, sino también un signo llamado shewa que denota la carencia de vocal, la vocal llamada “cero”. Su creación sólo puede explicarse porque el sistema semítico, que representaba con cada signo una sílaba (es decir, una consonante + una vocal) sintió la necesidad de crear un signo que indicase no una vocal, sino la ausencia de una vocal. Incluso el nombre de ese diacrítico es una prueba del carácter originalmente silábico del sistema, porque el nombre shewa deriva de la palabra saw, “nada”, mientras que la denominación más antigua hitpa se remonta a la raíz htp que significa “quitar” .
Un argumento similar agregado por M. Cohen proviene de las escrituras etíope e india, que son formalmente idénticas a las escrituras semíticas septentrionales: cuando en los primeros siglos de nuestra era se introdujo en ellas un sistema vocálico, se eligió como signo básico una letra que representaba no la consonante desnuda sino la sílaba abierta (consonante + a); es por eso que solo existen signos complementarios para las otras vocales a, e, i, o, u, y por supuesto un signo shewa. El resultado es que existen signos especiales para las vocales individuales y un signo que indica la ausencia de vocal, pero la sílaba compuesta por una consonante más la vocal “a” está representada por el signo básico, sin ningún signo adicional. “Es un signo bastante claro de que la letra no era el signo solamente de un fonema, como lo es actualmente para nosotros” .
Cada uno de los argumentos ha sido ampliamente debatido y no puede decirse que un consenso acerca de la naturaleza de los signarios semíticos esté próximo. Una solución alternativa ha sido propuesta recientemente por C. Herrenschmidt quien considera que la unidad de análisis de los sistemas semíticos es la sílaba, pero las unidades de escritura son la palabra y el fonema consonántico. La unidad de análisis y las unidades gráficas no se recubren: “los alfabetos consonánticos no son ni alfabetos completos, ni silabarios, ni sistemas logográficos, sino los tres a la vez. Son, sin embargo, alfabetos, porque reina la regla: un signo = un sonido” . No obstante, con esta tesis habría que admitir que la unidad que subyace al análisis no aparece representada en la grafía, y que aquello que aparece en la grafía no ha jugado ningún papel en el análisis. Nosotros creemos que resulta más convincente reconocer que las estructuras internas poseen una diferencia de naturaleza y no únicamente de grado entre los silabarios semíticos sin vocalización y el alfabeto griego. Tanto el silabario fenicio como el alfabeto griego son sistemas enteramente fonográficos y cenémicos en el sentido definido en la primera parte, pero difieren en lo que sus signos representan: o bien elementos expresables separadamente pero no atómicos, es decir, sílabas, o bien valores que en muchos casos no pueden ser pronunciados separadamente y que sólo pueden ser descubiertos mediante el análisis, es decir, fonemas
Conviene señalar una última paradoja: aunque la inserción del sistema vocálico es más llamativa, el reconocimiento analítico del alfabeto más significativo se refiere a la discriminación de las consonantes. Esto es lo que Février señala cuando afirma que la originalidad del alfabeto es que rompe con la unidad de las sílabas al marcar las consonantes oclusivas que son sonidos que no pueden ser oídos por sí mismos. Para ser “concreto” (es decir, marcar los sonidos lingüísticos “reales”) el alfabeto tuvo que incluir elementos “abstractos” es decir, elementos perceptibles no al oído sino al análisis . De ahí que las mayores transformaciones en la invención griega se hayan presentado en el subsistema de los sonidos oclusivos y los fricativos. Las consonantes se convirtieron entonces en signos independientes y no sólo en índices del conjunto silábico que introducían. El principio de la escritura plena había sido alcanzado tiempo atrás, pero la historia no había terminado.
La gran innovación griega permitió la aparición del primer signario completo en la historia. Por vez primera el escrito se convirtió en una reproducción relativamente fiel del mensaje verbal original. Quizá ésta era la única forma de evitar la ambigüedad en la lectura para los hablantes de lenguas indoeuropeas. En todo caso, para estas lenguas la lectura dejó de estar sujeta a conjetura: inténtese, por ejemplo, encontrar la palabra griega “idea” en esta representación sin vocalización “d”, porque sigue siendo válido que “todo texto semítico no vocalizado es un enigma por resolver” . Para ello fue necesario un sistema completo, creado en un solo impulso, que hubo de desembocar en otras bases analíticas. Es verdad, además, que esta reducción en la ambigüedad fue una motivación particular de esas lenguas, que no fue resentida de la misma manera por otros mundos lingüísticos. En particular, el grupo semítico fue indiferente a la invención durante siglos, a lo largo de los cuales no encontró necesidad ninguna de alterar su propio sistema de escritura. Para la lengua griega, las vocales eran una necesidad; para las escrituras semíticas eran un lujo, y luego fueron una comodidad bienvenida. Y aún entonces puede decirse que esas escrituras han continuado sintiendo cierta repugnancia ante una escritura que dificulta desprender el esqueleto consonántico de la palabra. Salvo el árabe de Malta, ninguna lengua semítica parece haber adoptado el alfabeto griego; “cuando pareció indispensable introducir la noción de vocal, los “semiticófonos” recurrieron a subterfugios que les permitían seguir leyendo claramente la raíz consonántica: en tanto que los etíopes se contentaron con modificar el trazado de la letra sin su color vocálico, los sirios, los árabes y los judíos “puntúan” su texto, es decir escriben vocales encima y debajo de la línea de escritura” . La actitud de estos grupos lingüísticos basta para dejar claro que, desde el punto de vista de la eficiencia, esas grandes culturas no han requerido de ningún artefacto adicional.
Como síntesis de nuestro trabajo se puede afirmar que la teoría y la historia de la escritura son dos de los capítulos más fascinantes del desarrollo de las comunidades humanas. En la primera parte hemos sostenido que entre los códigos pictográficos, que son el punto de partida natural de la escritura, y los sistemas plenos, se sitúa la fonetización, que es un principio funcional enteramente novedoso. Pero una vez creados los sistemas fonográficos, diversas variantes de representación de los sonidos lingüísticos han sido practicados y entre ellas es necesaria una discriminación analítica adicional. En el proceso, cada sistema ha permitido, con sus medios, la preservación visible de la información socialmente indispensable, y muchas culturas de gran complejidad han florecido en trono a tales sistemas. Lo notable es que en el camino que condujo de los códigos pictóricos al alfabeto, todos los sistemas conocidos han optado por un principio funcional básico y se han aferrado a él. Uno de los rasgos más sorprendentes de la historia de la escritura es que una vez elegido ese principio básico, los sistemas de escritura han sido capaces de mejorarlo, precisarlo, pero no abandonarlo. Los sistemas de escritura son de tal modo conservadores que han sido abandonados o reemplazados, sin lograr transformarse. Ninguna tendencia interna ha llevado a ningún sistema a cambiar los principios en los que descansa; no hay testimonio del paso de un sistema de representación logográfico a uno silábico, ni de un sistema silábico a uno alfabético. Nada pasó dentro de un sistema hasta que otro pueblo, con otra lengua, trató de hacer uso de él. Los principios funcionales de la escritura se han transformado sólo cuando un pueblo nuevo fue capaz de explotar algunas posibilidades subyacentes a un sistema precedente. Únicamente entonces los principios fueron alterados porque los sistemas, al derivar tortuosamente de sus predecesores, implican la necesidad de crear nuevos signos. Esto ofrece una imagen singular: si la historia de la escritura tiene algún sentido es porque entrelaza a los sistemas y a las civilizaciones en una progresión en la que cada uno ocupa un eslabón indispensable. El alfabeto es el último segmento de la cadena. No es el fin “necesario” de la historia, ni el fin teleológico de la escritura; es simplemente la culminación de una serie de principios fonográficos que le anteceden en la representación de la lengua hablada. Puede ser llamado “culminación” en el sentido de que, después del sistema alfabético, ningún principio adicional ha sido añadido: aunque las adecuaciones puedan parecer muy importantes, los alfabetos modernos funcionan, desde el punto de vista formal, del mismo modo que lo hacía la invención griega.
Pero lo mismo que otras culturas han podido florecer haciendo uso de diversos sistemas de escritura, y aun sin escritura del todo, la civilización de occidente, con sus características actuales sería impensable sin el alfabeto. En el mundo lingüístico en que se aplicó, y al que pertenecen la mayoría de las lenguas de Europa occidental, el alfabeto ha permitido transmitir con un relativo margen de precisión, cualquier tipo de enunciado, por más extravagante, novedoso o íntimo que fuese. El alfabeto ha permitido así una suerte de continuidad intelectual y afectiva que inicia desde el mundo griego, permitiéndonos participar en esas vidas gloriosas o comunes, inolvidables o intrascendentes, compartiendo su placer, su fe, o su pena. Pero además de esta individuación y esta interiorización de la vida humana, debido a sus características técnicas el alfabeto participó en esa tradición de interrogación y escepticismo ante los textos escritos cuyas consecuencias son perceptibles en el desarrollo y la acumulación del conocimiento y de la ciencia. Los alcances y las consecuencias de esa innovación son difíciles de evaluar con precisión, pero existen. Lo mismo que no debe practicarse un “alfabetocentrismo”, tampoco es deseable evadir el examen de lo que nuestra cultura debe a esa invención. Pero no nos adentraremos por ahora en esta cuestión: baste con saber que, como en muchos otros aspectos, la escritura es un objeto problemático.
Bloomfield, Leonard. 1939; Linguistic aspects of science. The University of Chicago Press, Chicago; p.6.
Edgerton, William. 1952; “On the theory of writing”. Journal of Near Eastern studies, Num. 11; 287-290; p. 289.
Pedimos al lector tener presentes las siguientes distinciones: el lenguaje es una facultad humana de la cual las lenguas naturales (el castellano, el francés, el inglés) son realizaciones específicas. La escritura plena pretende representar los sonidos con valor lingüístico de una lengua dada, sonidos que, desde luego, constituyen el habla de cada individuo.
Gelb, I. 1976; Historia de la escritura, Alianza Editorial, Madrid; p. 47. En un artículo posterior a este libro, Gelb escribe: “He considerado tan crucial la diferencia entre las clases semasiográfica y fonográfica en la escritura que a ésta la he llamado “escritura plena” y he relegado a la primera a los aspectos pre-, proto-, o meta-escritura. Todo ello, por supuesto, es subjetivo y abierto a debate”. Gelb, I. 1980; “Principles of writing systems within the frame of visual communication”, contenido en Kolers, P.A. (ed); Processing of visible language II, Plenum Press, New York; p. 15.
Diringer, David 1968; The alphabet. A key to the history of mankind, Funks and Wadnalls, New York; p. 16.
Haas, William. 1976; “Writing: the basic options”, contenido en Haas, W. (ed); Writing without letters, Manchester University Press, Manchester; p.139.
Véase deFrancis, John 1989; Visible speech. The diverse oneness of writing systems. University of Hawaii Press, Honolulu; p.57 y ss.
Barton, D.; Hamilton, M. 1996; “Social and cognitive factors in the historical elaboration of writing”, contenido en Lock, Andrew (ed); Handbook of human symbolic evolution, Oxford University Press, Oxford; p.796.
La escritura es un descubrimiento, no un desarrollo. Ella no es una obra colectiva y anónima, sino un producto personal (o de un pequeño grupo). Una vez comprendido el principio de la fonetización, éste debe extenderse rápidamente; un sistema de escritura es algo que se realiza rápido o no se realiza: ”la escritura es una invención, no el producto final de un desarrollo evolutivo… la invención misma fue una clase de realización y debe haber sido un evento puntual” Booltz, F, citado en deFrancis, J.; op.cit.; p.216.
Aunque en un libro reciente, R. Parkinson afirma que la escritura egipcia pudo haber sido una creación independiente y que, por ahora, los rastros más antiguos de escritura pertenecen al sistema egipcio (3 400- 3 300 a. C.). Parkinson, Richard. 1999; Cracking Codes, The Rosetta Stone. University of California Press, Berkeley; p. 73.
Este uso se concentra fundamentalmente en los nombres propios, una clase que presenta dificultades específicas para su representación mediante iconos. El principio básico era el rebus, con la variante de que se hacía uso del inicio fonético de la palabra empleada: pami-tel (bandera)+ te-tl (piedra)= pa+te= pater (padre), en el inicio de la oración “Padre Nuestro…” Coulmas, F. 1991; op. cit.; p.32.
“Si toda escritura es almacenaje, entonces toda escritura tiene igual valor. Cada sociedad almacena la información que es vital para su sobrevivencia, la información que la capacita a funcionar efectivamente”. Gaur, A. 1984; A history of writing, The British Lybrary, London; p.14.
Powell, Barry. 1997; “Homer and writing”, contenido en Morris, I (ed); A new Companion to Homer, Brill, Leiden; p.18.
Haas, William 1983; “Determining the level of a script”, contenido en Coulmas, F. (ed); Writing in focus. Mouton publishers, Berlin; p.62.
Véase Gelb. I; 1976; op. cit.; p. 184 y Ss. Véase también Moore Cross, F. 1992; “La invención y el desarrollo del alfabeto”, contenido en Senner, W. (ed); Los orígenes de la escritura, Siglo XXI editores, México; p.81 y ss.
Woodard, Roger D. 1997; Greek writing from Knossos to Homer, Oxford University Press, Oxford. La mayor debilidad de la tesis que mantiene a Chipre como lugar de la adaptación es que los primeros rastros de la presencia del alfabeto en la isla datan de unos 200 años más tarde a su creación. Ello supone admitir la extraña tesis de que los escribas chipriotas habrían creado el alfabeto, y lo habrían exportado a Grecia continental, sin haberse servido de él sino cientos de años más tarde.
Coldstream, citado en Powell, B. 1991; Homer and the origin of the Greek alphabet, Cambridge University Press, Cambridge; p. 17. Jeffery, L.H. 1982; “Greek alphabet writing”, contenido en Cambridge Ancient History, vol. 3, primera parte, Cambridge University Press, Cambridge; p.830.
Aún la escritura logosilábica egipcia fue resultado de una invención única y no un desarrollo gradual: H. Vanstiphout afirma que fue “una invención consciente quizá con un propósito deliberado, aunque basado parcialmente en una técnica existente que era útil para una comunicación limitada y específica”. Cit. En Parkinson, R. 1999; op. cit.; p. 73.
Además del sistema vocálico, los adaptadores introdujeron dos modificaciones importantes: la primera referida a la serie de silbantes (san, sigma, zeta, xei) que se explica porque el sistema fenicio contenía un mayor número de sonidos “s” que le requerido por el sistema griego. La segunda modificación, que representa el mayor enigma en la innovación griega, es la adición de las letras fi, ji, psi, colocadas al final del abecedario. No habremos detenernos en esta cuestión porque no es directamente relevante para nuestros propósitos.
Carpenter, R. 1933; “The antiquity of the greek alphabet”, The archaeological institute of America, núm 37; p. 8-29.
McCarter, P.; 1975; The antiquity of Greek alphabet and the early phoenician scripts, Scholar Press, Missoula.
Véase Havelock, E.; “ L’alfabettizzacione di Omero”, contenido en Havelock, E. 1981; Arte e comunicazione nel mondo antico, Laterza Editori, Bari; p.26.
Véase Sznycer, M. 1977; “L’origine de l’alphabet semitique”, en Christin, Anne-Marie; L’espace et la lettre, Cahiers Jussieu número 3, Paris.
Viers, Rina. 2000; “Alphabet consonantique ou syllabaire?”, contenido en Viers, Rina (ed); Des signes pictographiques à l’alphabet, Éditions Karthala, Paris.
Las lenguas indoeuropeas no poseen características comunes similares, de manera que para el lector de una de estas lenguas sería extremadamente difícil leer un texto que marcara únicamente consonantes, en una lengua que no fuera la propia.
La scriptio plena se opone a la scriptio defectiva en la cual no son marcadas las matres lectionis, ni las vocales bajo la forma de signos diacríticos.
Cohen, Marcel. 1958; La grande invention de l’écriture et son evolution, Librairie Klincksiek, Paris; p. 140.