Crearse una identidad como filósofo: Diógenes de Sínope
en la obra de Diógenes Laercio.
Responder a la pregunta ¿quién puede ser considerado un filósofo?, no ha sido nunca una tarea sencilla. Desde su aparición, el término “filósofo” ha mostrado ser de difícil comprensión. No estamos incluso seguros de quién fue el primero en recibir ese título, aunque Pitágoras y Sócrates sean los mejores candidatos. La definición etimológica de “amigo del saber” es insuficiente, porque es justamente la posesión de ese saber lo que el filósofo pone constantemente en duda. Tal vez sea mejor adoptar la posición socrática, definiendo al filósofo como aquel que aspira permanentemente al saber, sin tener ninguna certeza de alcanzarlo. Filósofo es entonces aquel que para sí mismo y a los ojos de los demás, aspira a cierto ideal de sabiduría, o de saber, en su caso. Habría que agregar, sin duda alguna, que es filósofo aquel que se dedica a problemas que son específicos de su disciplina y que hace uso de procedimientos racionales y argumentativos que le son propios. Pero esto no invalida que la imagen del filósofo incluye la concepción que cada momento histórico se hace de lo que es la actividad intelectual, de las formas de transmisión que concede a ese saber, de la relación institucional o personal que aquél establece con sus alumnos, sus discípulos, sus lectores y otros escritores de la disciplina. Desde luego, con esto se arrebata un poco de eternidad a la imagen del pensador, pero a cambio quizá permita comprender un poco mejor su vínculo con sus propias condiciones de existencia.
Para ilustrar esta sugerencia se ha elegido un filósofo remoto en el tiempo e insólito en su actividad: Diógenes de Sínope, el fundador del cinismo en el siglo IV a.C., tal como aparece en el contexto del libro que mejor ha preservado su imagen: Vidas y doctrinas de los mas ilustres filósofos de Diógenes Laercio. La elección puede ser discutible porque ni la antigüedad, ni la época contemporánea, han alcanzado ningún acuerdo acerca de sí el cinismo fue una filosofía o simplemente un modo de vida. Sin embargo, aún admitiendo la debilidad del cinismo en la exposición de sus principios doctrinales, su incapacidad para definir lo que Aristóteles llamaba “el soberano bien”, lo cierto es que Diógenes de Sínope fue reconocido y se consideró a sí mismo un filósofo, en el contexto en que la filosofía era fundamentalmente un modo de vida. (Goulet-Cazé M.O.,1993: 30). Al descalificarlo, quizá la filosofía comete el error de proyectar su propia actividad (y la concepción que tiene de sí misma) hacia el pasado. Por eso resulta indispensable iniciar con el examen del contexto en el que la imagen de Diógenes el cínico nos es ofrecida: el libro del Laercio, escrito posiblemente en el curso del siglo II d.C.
En efecto, la filosofía mantiene una compleja relación con su propio pasado. La historia de la historia de la filosofía es la prueba de los cambiantes objetivos y las motivaciones que animan esa mirada hacia atrás. La antigüedad no fue la excepción a esta norma y, por el contrario, tuvo que ensayar la manera de dar un cierto orden a esa masa en sí misma caótica e informe que es el pasado. Incluso puede decirse que fue más creativa que nosotros, porque para apropiarse de lo que ya era una tradición, practicó una serie de géneros hoy extintos para apropiarse de ella. Por ese solo hecho, el libro de Diógenes Laercio es un desafío a la lectura contemporánea y, en general, suele estar excluido de la enseñanza filosófica básica. Varios modos de acercarse a la tradición están presentes en la obra. El primero de ellos es una cadena de “sucesiones” en la que los filósofos son situados en su relación profesor–alumno respecto a sus ancestros y a sus sucesores. De hecho la obra está organizada en torno a la sucesión de los filósofos, de manera que los “socráticos menores” se encuentran en el libro II, mientras Platón ocupa todo el libro III, los académicos hasta Clímaco se localizan en el libro IV, los peripatéticos hasta Demetrio y Heráclides en el libro V, y así sucesivamente. La antigüedad practicó una segunda forma apropiarse de su pasado filosófico: la llamada “literatura de sectas”, en la que los filósofos son ordenados no por su formación intelectual, sino por algún o algunos principios doctrinales que resulten comunes a varios de ellos. Diógenes Laercio hace poco uso de esta forma de organización, pero a cambio suele concentrar la exposición de los principios de la doctrina en cada uno de los fundadores de las escuelas como Aristóteles, Zenón o Pitágoras, quizá bajo la idea de que a los seguidores les corresponde únicamente aportar desarrollos o alteraciones pero no modificaciones esenciales.
Una tercera forma de hacer suya la herencia filosófica consistía en la recolección sistemática de las proposiciones defendidas por filósofos en torno a unas cuantas cuestiones cruciales. Puesto que se trataba de reunir las opiniones, doxai, de los filósofos, el género, que careció de nombre específico en la antigüedad, ha sido llamado a partir del siglo XIX, doxografía. Es el género más apreciado en nuestros días porque supone la exposición coherente, organizada en tópicos, de los principios de una doctrina y de los argumentos que la fundamentan. En el libro del Laercio la doxografía está asociada a una cuarta forma de recuperar la tradición: el género biográfico, cuya importancia era mayor que la que hoy le concedemos porque la antigüedad admitía que, más allá de un simple relato de circunstancias, la narración de una vida podía tener un valor doctrinal emblemático. Aunque los hemos tratado como géneros separados, en el libro de Diógenes Laercio, lo mismo que en la gran mayoría de los libros de la época esos medios de apropiarse del pasado aparecían normalmente mezclados en un mismo relato. Los argumentos en defensa de los principios, las filiaciones intelectuales, lo mismo que las vidas coexistían en la narración en un relativo plano de igualdad, sin padecer la mutua exclusión a la que hoy son condenados. En la obra del Laercio no parece predominar la idea de que la historia de la filosofía sea únicamente la sucesión de concepciones teóricas destinadas a ofrecer un sistema de la realidad sistemático. Por el contrario, el autor parece considerar a todos los géneros como válidos e informativos. Es en este contexto, en el que el filósofo es un pensador pero también un individuo, un discípulo o un maestro, en el que ofrece sus enseñanzas pero también un modelo de vida, es donde habrá de destacarse la identidad de cada uno de esos sabios.
No sería adecuado subestimar la importancia de la tradición doxográfica, que hace del libro de Diógenes Laercio una fuente indispensable para la historia de la filosofía antigua. En la obra ha quedado registrado un enorme legado de obras escritas, en su gran mayoría, perdidas: alrededor de 1186 referencias explícitas de obras producidas por unos 250 autores, algunos de los cuales nos son conocidos únicamente gracias al Laercio (Hope, 1930: 18). Un volumen tan considerable hace difícil imaginar que Diógenes haya podido tenerlas todas a la vista. Un muchos casos resulta imposible determinar con exactitud las obras que tenía en las manos y las que sólo conocía por transmisión indirecta. De cualquier modo, su obra no carece de interés filosófico: el Laercio es heredero de una tradición textual que en algunos casos puede remontarse para él unos 700 años de antigüedad. Diógenes Laercio no se comporta ante esta tradición de manera pasiva: él no se limita a transcribir las fuentes a su alcance, sino que intenta proveerse de lo que consideraba las mejores fuentes, combinándolas con mayor o menor libertad según el caso, con el fin de expresar sus propias ideas acerca del valor de cada secta filosófica. La información doxográfica que provee es, algunas veces, inestimable: En el libro X, por ejemplo, el Laercio utiliza su material para refutar a aquellos que intentan denigrar a Epicuro, y a continuación ofrece tres cartas de éste, de las cuales Diógenes Laercio es la única fuente preservada (con la pequeña excepción del inicio de la carta tercera recogida por Clemente de Alejandría en su libro Stromateis).
Entrelazada con esa herencia textual, en el libro de Diógenes Laercio se manifiesta una tradición cuyos rastros no son textuales sino verbales y memorísticos: es la biografía de los filósofos. En Laercio (y de ahí proviene el escaso crédito que se le concede como filósofo), la tradición biográfica subordina con frecuencia a la herencia doxográfica. En muchos casos como los de Pitágoras, Heráclito o Demócrito, la doxografía es precedida de una extensa biografía y un cierto número de estas, como la de Diógenes el cínico, carecen de aparato doxográfico. Pero quizá más que deplorar este hecho, conviene reconocerle al género biográfico la dignidad que los antiguos le otorgaban. Probablemente el mismo Diógenes Laercio hubiese rechazado tales críticas. A sus ojos, la biografía es por sí misma un género filosófico; mediante el bíos es posible ofrecer un retrato moral, delinear un comportamiento y un carácter, de modo que puedan extraerse de ello las cualidades típicas y ejemplares del filósofo. Cierto, la biografía está llena de instantáneas, anécdotas y actos irrepetibles, pero el Laercio cree que puede confiársele al menos una parte de la valoración del personaje. El relato de vida ofrece una narración compuesta de fragmentos muy diversos en la que se recogen detalles verídicos, atribuciones dudosas, fabricaciones bien intencionadas, pero también fabricaciones y hasta invectivas. No obstante, todo ello colabora para el fin que la obra se propone: bosquejar la imagen de cada uno de los filósofos. El relato puede contener apenas tímidamente entretejidas las doctrinas y las ideas del pensador, pero no por ello carece de valor filosófico, porque la cadena de actos y decires bastan para caracterizar al hombre, su ethos y su praxeis. En esta valoración del género biográfico se encontraba la presuposición, quizá de origen peripatético, de que la obra de un autor es la mímesis escrita de su carácter, una transcripción en signos visibles de su naturaleza y de sus virtudes. La antigüedad estaba dispuesta a aceptar, de un modo para nosotros insólito, que hay una deductibilidad entre lo que se es y lo que se escribe, y aún admitía (pero esto sin ingenuidad alguna), las ficciones que podían ser atribuidas a los individuos, siempre y cuando concordaran con el carácter que normalmente les era reconocido. Había pues un tránsito posible, un cierto intercambio entre el hombre y sus obras: en los numerosos casos en que el filósofo no había dejado escritos, su vida, compuesta de hechos, máximas y anécdotas debía bastar para conocer su doctrina; e inversamente, si faltaba la biografía siempre era posible deducir su talante moral de lo que había escrito, o de lo que otros habían escrito sobre él. Ésta es la convicción que Cicerón expresa en su De la invención retórica, cuando explica las reglas que conducen a la interpretación de documentos tales como testamentos o leyes: “Luego será oportuno que de sus demás escritos, hechos y dichos, y de su carácter y vida, se tome el sentido que quiso dar el escritor, y examinar en todas sus partes toda esa misma escritura en que haya estado algo ambiguo…” (Cicerón, 1997: II, 117).
Hacia el siglo I d.C., en el momento en que la filosofía antigua se orientó hacia el comentario de textos, la información acerca de la vida, las actividades y los dichos de los filósofos pasó a formar parte de las cuestiones que debían ser conocidas antes de emprender la lectura de un libro filosófico. En los llamados Prolegomena, equivalentes en cierto modo a nuestras introducciones, se incluían una serie de cuestiones preliminares organizadas en un esquema, el schema isagogicum, cuya forma sistemática puede ser observada en Proclo. Entre las informaciones ofrecidas por los Prolegomena se encontraban: el objetivo o el propósito del libro, incluyendo la intención declarada por el autor; la posición de la obra en el corpus del autor, según el orden adecuado de estudio; su utilidad; su autenticidad, en caso de que hubiese alguna duda; la exposición de su título, sobre todo si éste no coincidía con su contenido; y, finalmente, la indicación de la parte de la filosofía a la que correspondía el tratado (Mansfeld, 1994: 110. Clarke, 1971: 107). Entre estos antecedentes indispensables a la comprensión del libro se encontraba la biografía del filósofo. Ésta fue la razón que llevó a Porfirio a hacer preceder las Eneadas de una vida de Plotino, a Andrónico de Rodas a escribir una biografía de Aristóteles como introducción a su edición de las obras del estagirita el año 70 a.C., y lo que probablemente había motivado a Arriano a escribir una biografía de Epicteto, de la que sabemos únicamente por el reporte hecho por Simplicio.
Para producir una imagen adecuada, la biografía debe cumplir ciertos objetivos pedagógicos y memorísticos, el primero de los cuales es que de esa masa de actos minúsculos y de las palabras cotidianas, debe surgir algún principio generalizable. Naturalmente, el relato puede contener situaciones y dichos extraordinarios, pero en principio la imagen del filósofo es un compuesto de la coyuntura del instante y de la máxima universalizable, de la palabra pronunciada y del axioma general que expresa. Al filósofo de la antigüedad no se le percibe únicamente por lo que escribe –y en realidad muchos de ellos tomaron la decisión de no escribir-, sino también por lo que hace y dice en determinada circunstancia. Ahora bien, puesto que se trata de una imagen en principio contrastable con otros modelos similares, una serie de circunstancias típicas se convirtieron en lugares comunes a todas las biografías de esos sabios: ¿Es conveniente casarse?, ¿Cómo debe comportarse el filósofo ante los tiranos?, ¿Cuál debe ser su actitud ante la muerte?, ¿Cuántos homónimos tuvo? En el libro de Diógenes Laercio las opiniones que han sido conservadas de esos pensadores suelen agruparse en torno a esos temas comunes. El resultado es una serie de instantáneas, cada una de las cuales aspira, por sí misma y por su comparación con otras similares, a una cierta permanencia doctrinal.
Pero esta permanencia no se logra sino a condición de que la unidad del instante y su significado general se instalen en lo memorable. Por tal razón las biografías de Laercio se proponen, en segundo lugar, asegurar la permanencia de la lección a través de hacer recordable al filósofo, cosa que se logra con más eficacia mediante el relato de hechos y dichos. Esto último obedece a un principio mnemotécnico muy sencillo: la memoria suele ser hostil a la preservación de enunciados referidos a entidades abstractas del tipo: “la suma de los cuadrados de un triángulo es igual al cuadrado de la hipotenusa”; y, por el contrario, la memoria acepta agradecida que el mensaje incluya escenas vívidas, llenas de colorido, que afecten a la imaginación y de ese modo se hagan imborrables. La importancia de la biografía y sus procedimientos dice mucho acerca de los objetivos que persigue el libro de Diógenes Laercio: su contenido memorable no está destinado a permanecer en el texto, sino en la parte afectiva del alma del lector, en forma tal que ese contenido pueda ser reanimado en cualquier instante. El Laercio espera que su libro será recordable, contribuyendo de ese modo a la formación espiritual de su lector, sin limitarse a ofrecer a éste una masa inerte de formación doctrinal.
Algunas circunstancias manifiestan mejor que otras la indisociable unidad de la coyuntura del instante y el valor del ejemplo: éste es el caso de la manera en que el filósofo enfrenta en momento final de su existencia. En este punto, Diógenes Laercio es un caso particular porque en sus biografías introduce un gran número de poemas conmemorativos, 52 epigramas, la mayor parte de los cuales se refieren a la muerte de los filósofos. En general, él ofrece un epigrama a cada filósofo, pero dedica dos a Jenofonte, Platón y Aristóteles, y a Pitágoras cuatro. En la tradición helenística la muerte era un motivo importante dentro del género biográfico, pero la notable frecuencia con la que hace uso del tema parece indicar que el Laercio desea expresar, a través de ella, su concepción personal de la vida y de la religión. Los epigramas funcionan como conclusión y como síntesis rememorativa: en algunos casos ofrecen un resumen de las convicciones del biografiado; en otros, recogen la lección postrera que el filósofo dispensa en sus últimos minutos (Diogenes Laertius, 1995: X,16):
Adiós y recordaos de mis dogmas
eso dijo Epicuro a sus amigos
en su postrer aliento
metióse luego en el caliente labro,
sorbió un poco de vino y detrás de éste
sorbió las frías aguas del Leteo.
Aunque recurre a la forma versificada, el objetivo del epigrama no es puramente estético. Aparentemente, Diógenes no era poeta, aunque era un buen conocedor de las técnicas de la versificación: él mismo menciona un libro suyo de poesía, Pammetos, hoy perdido, en el que ejercitaba diversos procedimientos métricos, en algunos de los cuales él es el único practicante conocido (Goulet, 1994: 832). Es razonable creer que con sus epigramas Diógenes tiene el propósito adicional de ofrecer una imagen memorable de la vida y de las doctrinas de los filósofos. Por eso sigue de cerca la tradición helenística en torno a la muerte, sus figuras, sus imágenes y sus metáforas. La animación de la escena y su patetismo, la forma métrica y la sonoridad del mensaje son dispositivos orientados a favorecer la retención en la memoria. Los epigramas no son el sustituto de un epitafio, sino una pequeña pieza de recordación que gusta de escenas inauditas, de asociaciones inesperadas, de situaciones extremas. Puesto que su propósito es crear escenarios indelebles, el procedimiento no duda en admitir fabricaciones dudosas; por ejemplo, una de tantas anécdotas en torno a la muerte de Diógenes el cínico, apodado “el perro”, es recogida en un epigrama por el Laercio:
¡Oh! Diógenes dime, ¿qué destino te llevó al hades?
El diente rabioso de un perro, respondió.
El epigrama, en verso proseleusmático se sirve, para hacerse memorable, del hecho insólito de que Diógenes murió debido a la mordida de uno de sus congéneres. El tema retórico del sabio puesto en problemas por sus propias enseñanzas debió ser un procedimiento usual de rememoración: en la biografía de Pitágoras se relata cómo éste, que había prohibido explícitamente dañar siquiera una habichuela, es alcanzado por sus asesinos por el hecho de negarse a atravesar en su huida un campo de habichuelas. La conclusión métrica del epigrama es utilizada con diversos fines, todos ellos con valor de ejemplo: algunas veces los filósofos dan lecciones de impasibilidad; otras, de renuncia voluntaria a la vida. El instante final también es, sin embargo, un momento de reprobación; por ejemplo, en el epigrama dedicado a Bión de Borístenes, Diógenes Laercio se permite criticar duramente al filósofo debido a que, por temor a la proximidad de la muerte, renegó de lo que había dicho sobre los dioses toda su vida, y se entregó a prácticas supersticiosas: encantos, amuletos y exorcismos ridículos.
La obra del Laercio se inserta en una larga tradición acerca de las vidas de los filósofos cuyos antecedentes pueden remontarse hasta el fundador de la escuela peripatética. En efecto, Aristóteles parece haber llegado a pensar que la recolección de anécdotas de hechos auténticos de determinados individuos podía contribuir a la mejor comprensión de sus teorías éticas, poéticas y políticas. Aristóteles mismo no escribió ninguna biografía pero dejó como legado a los peripatéticos el hábito de ilustrar sus monografías acerca de las cualidades humanas, especialmente en torno a las virtudes y los vicios, mediante anécdotas individuales. Los peripatéticos tenían una razón adicional: ellos estaban interesados en describir primero y valorar después a las diversas escuelas de filosofía, y para ello estaban obligados a referirse a las trayectorias de los filósofos individuales. Resultaba pues normal que el género de “vidas de filósofos” tuviese un particular desarrollo en los medios próximos a Aristóteles. Quizá fueron Clearco y Dicearco quienes se aproximaron primero al género con su obra Peri bion, “acerca de algunas vidas”, pero en la tradición del Liceo abundan nombres de aquellos interesados en la biografía: Hermipo, quien como se ha visto se valía de un estilo sensacionalista para atraer lectores; Sátiro (circa 200 a.C.) quien tuvo la notable característica de escribir sus biografías en forma de diálogo, un estilo que alcanzaría su florecimiento más tarde, en la época helenística; Demetrio de Falero a quien se atribuye una biografía de Demóstenes; y por último, Aristón de Quíos a quien se asignan biografías de Heráclito, Sócrates y Epicuro. Sin embargo, la consolidación del género biográfico, con el agregado de la expresión directa de las preferencias filosóficas, no se debe a ninguno de ellos, sino a un peripatético heterodoxo, que quizá provenía originalmente de la escuela pitagórica: Aristoxeno de Tarento (354 a.C.). A pesar de que en algún momento estuvo a punto de ser nombrado escolarca del perípatos, Aristoxeno mantuvo siempre un interés particular por las primeras enseñanzas recibidas, interés que se reflejaba en sus biografías dedicadas a Arquitas y Pitágoras. Por el contrario, Aristoxeno manifestaba una profunda antipatía por Platón, a quien acusaba de plagiar a Pitágoras y por Sócrates a quien en su biografía cubrió de invectivas tales como que era iracundo e incontrolable cuando era presa de la ira, inmoderado en los placeres venéreos, astuto para evitar el uso de su propio dinero y finalmente, bígamo.
Diógenes Laercio conocía directamente la obra de muchos de ellos, incluido Aristoxeno, como lo muestran sus numerosas referencias, pero además de la tradición peripatética, aquél hacía uso de muchos otros biógrafos: Antígono de Caristo (circa 240 a.C.) de quien quizá retuvo la idea de que la biografía no involucra la evaluación teórica de los sistemas filosóficos, sino simplemente el retrato de las vidas de esos seres humanos, aunque a los filósofos les fuera exigible un alto grado de coherencia entre su doctrina y su vida práctica. Otros biógrafos mencionados por el Laercio son: Hipóboto (circa 100 a.C.), Diocles de Magnesia y Filodemo de Gadara (circa 80 a.C.) quien fue un antecedente importante, especialmente para la redacción del libro X de las Vidas…, dedicado a Epicuro. Algunas veces, Diógenes Laercio se limita a recoger esta tradición mediante la simple reunión de fragmentos extraídos de las obras originales. En casos como en las vidas de Demócrito, de Heráclito o de Aristóteles, él acumula información bajo la forma de extractos encadenados en un largo relato que no equivale una biografía continua, sino a una sucesión ininterrumpida que pasa de un fragmento a otro. La razón se encuentra en los métodos de composición de la obra que Diógenes comparte con muchos otros intelectuales de la antigüedad: por un lado, él compone su libro dejándose llevar por la memoria, de modo que por momentos prevalecen las asociaciones y las analogías por las cuales un detalle hace brotar en su espíritu un recuerdo similar, una anécdota, otro detalle o un poema que, sin dudar, Diógenes registra por escrito; por otro lado, una vez compuesta y transcrita al papiro, a medida que sus lecturas progresan, el autor anota al margen cuestiones adicionales a un punto ya tratado. El Laercio parece haber dejado su obra sin una revisión final; es probable que ciertos desvíos y rodeos poco congruentes en el libro se deban a la intervención infortunada de copistas posteriores.
Diógenes Laercio acumula extractos obtenidos de Favorino, Hermipo, Trásilo, Atenodoro o Timoteo de Atenas , sin darles necesariamente otro orden que el de la simple secuencia. Es preciso considerar, en su descargo, que el género biográfico no alcanzó nunca en la antigüedad una formulación técnica rigurosa. Las gentes cultivadas se interesaban en la vida de los hombres ilustres y los biógrafos intentaban satisfacer esa demanda: si ellos no poseían informaciones directas, éstas se suplían por conjeturas, e incluso, algunos autores poco escrupulosos inventaban una parte, o sencillamente incluían maledicencias. La veracidad de la información no era un muchos casos el objetivo principal de esos relatos. Adicionalmente, la información que llegaba a manos del Laercio no provenía necesariamente de “biografías”, sino de recopilaciones hechas con otros fines tales como describir las virtudes y amonestar los vicios, refutar una doctrina o ejemplificar un carácter. Pero aún esto no bastaba para descalificar a la biografía. El procedimiento que encadenaba hechos verídicos y rumores tenía sentido porque del conjunto se desprendía un ethos, a la vez que se extraían una serie de máximas para orientar la vida. Es en este contexto donde la vida del filósofo y su doctrina intercambiaban lugares. El estatuto de tales biografías puede parecernos ambiguo porque descansa en dos presupuestos que hoy resultan inaceptables: primero, que hay un vínculo directo entre el carácter de un individuo y su obra, y luego, que pueden ser admitidos elementos poco verosímiles. Pero así fueron hechas en la antigüedad las biografías de los eruditos, incluso en el período más floreciente: se trataba de reunir inferencias a partir de obras y poemas, información proveniente de crónicas anteriores, de la tradición oral y de la imaginación (Momigliano, 1986: 128) Naturalmente, este recurso, que era utilizado en el caso de autores que ofrecían un legado textual importante como el de Aristóteles, se intensificaba en aquellos casos en los que, por no dejar nada o muy poco escrito, convertían a la tradición oral en predominante. No es de ningún modo casual que aquellos que dominan la tradición biográfica más antigua sean Sócrates y Diógenes de Sínope, el primero agrafo y el segundo con una producción escrita sujeta a discusión.
Para los filósofos con escasa o nula producción escrita, la biografía era parte de la doctrina. Parece arbitrario, pero cabe recordar que en el caso de los filósofos esto descansaba en la convicción de que tenía que haber una concordancia entre los principios proclamados y los actos ejecutados. La creencia en tal conformidad es una constante de la antigüedad: por ejemplo, en el decreto con que Atenas decidió honrar a Zenón, el fundador de la Stoa, se dice: “ (Zenón) ha sido hasta el final un hombre de bien, que ha incitado a los jóvenes a la virtud y la moderación, y que ha ofrecido su propia vida como ejemplo para todos, en concordancia con sus doctrinas” (Diogenes Laertius, 1995: VII,10) Del mismo modo, Estobeo, citando a Polianeo, un epicúreo de la primera generación afirmaba: “cuando la prueba de las acciones es consistente con la solemnidad de las teorías, podemos hablar de la doctrina de un filósofo” (citado en Mansfeld, 1994: 185). La vida de aquel que estaba comprometido teóricamente con la virtud debía estar en acuerdo con esos principios, correspondencia que debía manifestarse no únicamente en los actos excepcionales, sino también en los contextos más insignificantes: como lo había escrito un célebre biógrafo, Plutarco, a propósito de Alejandro el Grande, el carácter de un hombre no se muestra únicamente en las batallas en las que mueren millares de combatientes, sino también en el hecho de un momento, en un dicho oportuno o en una niñería. Ahora bien, el espacio natural donde se acumulan y se conservan esas minucias es la tradición oral; en efecto, dentro de la biografía se encontraba un género cuyas raíces son esencialmente verbales y memorísticas: es la anécdota, chría, a la que debe orientarse ahora nuestra atención.
La palabra griega chría ha probado ser de difícil traducción a otras lenguas. Etimológicamente está asociada a la utilización de un lugar verbal común, a la “palabra que es útil”. Quizá el término que más se aproxima a su sentido original sea el de “anécdota”, con el inconveniente de suscitar en exceso un aspecto humorístico y por el contrario, no introducir suficientemente el aspecto didáctico que la antigüedad concedía a la chría. En un sentido más preciso, la anécdota-chría es una rememoración verbal, humorística o dramática, pero que siempre posee valor de ejemplo, referida a una situación o un incidente acaecido en la vida de un filósofo o cualquier otro personaje prominente. He aquí un ejemplo referido a Diógenes de Sínope: “Durante un banquete unos comensales lanzaban huesos a Diógenes como a un perro; la respuesta de éste fue ir a orinar sobre ellos, como un perro” (Diogenes Laertius, 1995: VI,46) El incidente, extravagante, estaba destinado a probar la impasibilidad del filósofo, su inteligencia, y la respuesta desafiante y anti-convencional que un cínico debía dar ante las reacciones adversas provocadas por su modo de vida.
La anécdota no era, desde luego, el único género que buscaba desencadenar, por medios lingüísticos, una remembranza: ella compartía ese propósito con otros procedimientos: la sentencia (gnome) la máxima (aphothegma), la reminiscencia (apomnemoneuma). Los rétores de la antigüedad hicieron esfuerzos por diferenciar analíticamente estos géneros, pero resultaba difícil porque las relaciones entre la palabra, la lección moral y la memoria son intrincadas: según Teón de Alejandría (siglo I a.C.) la anécdota se distingue de la máxima porque ésta última es siempre universal, mientras que la primera puede ser universal o particular, además, la anécdota es a veces graciosa sin aportar nada útil, mientras la máxima es invariablemente útil, finalmente, mientras la anécdota puede referirse a un dicho o a un acto, la máxima es sólo de dicho (Teón, Hermógenes, Aftonio, 1991: 106) Resultaba aún más difícil diferenciar una anécdota de una reminiscencia y, de hecho, algunas compilaciones de anécdotas recibieron el título de “reminiscencias”, como las colecciones hechas por Zenón o Calístenes.
Debido a su importancia en los ejercicios retóricos y en la biografía, un buen número de rétores como Quintiliano, Teón, Aftonio de Antioquía o Nicolás de Mira elaboraron definiciones de la anécdota-chría. Una de ellas, proveniente de Hermógenes de Tarso, tiene el mérito de la claridad: “Una chría es la mención de un dicho o acción, o una combinación de ambos, que tiene una exposición concisa y que generalmente tiende a algo útil” (Teón, Hermógenes, Aftonio, 1991: 179).Se trata pues de una reminiscencia verbal de ciertos actos o palabras presentada en forma breve, con frecuencia en una sola frase, cuyo propósito era ofrecer un modelo de conducta, una guía práctica para la acción moral. Aunque podía ser referida simplemente a una situación, sin atribución específica, normalmente era asignada a un “carácter”, a un individuo conocido, porque para la memoria era bienvenida la correspondencia entre un personaje y el mensaje contenido en la anécdota. Los personajes de las anécdotas podían ser reyes, generales, cortesanas o simples parásitos sociales, pero los filósofos ocupaban un lugar de excepción por varias razones: primero, el público sabía de los filósofos como gente que pretendía enseñar el arte de vivir correctamente y esto sugería la necesidad de confrontar sus afirmaciones contra sus historias individuales. Luego, desde Sócrates se había presentado una demanda de información acerca de las vidas de los filósofos, a la que algunos como Jenofonte o Platón intentaron responder. Esta información, que originalmente circulaba al interior de las escuelas filosóficas, durante la época helenística se propagó extensamente fuera de ellas. Por último, ciertos filósofos, como los cínicos, hacían uso frecuente de la anécdota porque ésta era un método muy eficaz de propagación de la doctrina y de su preservación en la memoria. En un momento en que la cultura grecolatina permanecía impregnada de tradiciones orales, cualquiera que deseara publicidad y permanencia inmediata para sus enseñanzas tenía interés en recurrir a las anécdotas. Éstas presentaban al filósofo en situaciones características, en el momento en que amonestaba o exhortaba a sus discípulos, mientras debatía con un adversario, o como en el caso de Diógenes, mientras desafiaba las convicciones sociales más difundidas.
El libro de Diógenes Laercio es la prueba de que la anécdota podía referirse a cualquier filósofo, pero tenía una relación privilegiada con algunos de ellos. Se trataba, naturalmente, de aquellos filósofos cuyas huellas habían quedado preservadas en palabras y en actos, más que en escritos. Destacaban entre éstos Diógenes de Sínope y sus seguidores, los filósofos cínicos. Varias razones confluían en ello: ante todo, que los filósofos cínicos estaban decididos a seguir la consigna de su fundador: “falsificar la moneda”, es decir subvertir todos los valores consagrados, fuesen éstos morales, religiosos o sociales, y la mejor manera de hacerlo no era escribiendo complejas teorías sino probando, mediante ejemplos deslumbrantes, lo irrisorio que resultan esas convenciones. Es innegable que las convicciones humanas pueden cambiar gradualmente mediante la asidua lectura de textos, pero además de que su público no estaba en condiciones de hacerlo, los cínicos preferían una transformación instantánea. Esta era la razón por la que se les podía encontrar ofreciendo sus lecciones en las situaciones más insólitas: comiendo, masturbándose, defecando o haciendo el amor en la plaza pública, aplicando de manera práctica un correctivo a la hipocresía general. Estos actos, literalmente caninos, no son indicativos de un pobre concepto de humanidad; por el contrario, el concepto cínico de lo que es un verdadero hombre obligaba a Diógenes, según una anécdota, a pasearse en pleno día por Atenas, con la candela encendida, buscando un ejemplar de hombre.
En segundo lugar, el cinismo se presentaba como una vía corta a la virtud. Colocado en el extremo opuesto del intelectualismo socrático, el cinismo deseaba evitar el largo proceso de formación espiritual a través del diálogo, la conversación y la lectura que proponían otras escuelas filosóficas. Todo lo que se requería para llegar a la virtud era decisión, una voluntad inquebrantable de mantener un ascetismo espiritual y físico capaz de soportar una vida de renuncia permanente. De ahí proviene el profundo anti-intelectualismo característico de este modo de vida. Antístenes, quien merece si duda el título de ancestro espiritual del cinismo afirmaba, por ejemplo, que los sabios no deben aprender a leer con el fin de evitar que sean pervertidos por los escritos de los otros (Diogenes Laertius, 1995: VI, 103). En el mismo tono, una anécdota retrata a Diógenes el perro en el momento en que le mostraban un progreso técnico, la clepsidra, el reloj griego antiguo; el filósofo afirmó que era un magnífico instrumento, para no llegar tarde a la hora de comer (Diogenes Laertius, 1995: 104). Como consecuencia de este rechazo a cualquier forma de vida intelectual, la filosofía cínica adoptó una pedagogía cuyo centro era una ética práctica que todos estaban en condiciones de imitar. Se trataba de una filosofía del ejemplo concreto y vivido. Quizá lo habían aprendido del mismo Antístenes quien había afirmado que la excelencia, areté, es algo que se refiere a los actos, erga, y no a los discursos, logoi, o al conocimiento, mathemata (Diogenes Laertius, 1995: VI, 11). Por lo tanto, los principios que guiaban la vida de un filósofo cínico no se expresaban en largos discursos sino en actos y éstos, a su vez, se dejan describir mejor en anécdotas que funcionan como instantáneas de un aspecto particular que así resulta resaltado. Adicionalmente, cabe tener presente que el público de los cínicos estaba reclutado mayoritariamente entre la masa iletrada de la población la cual recibía el mensaje a través de la boca y el oído: mediante el rumor, escuchando la ejecución verbal o atendiendo a la lectura de un escrito. La filosofía cínica estaba obligada entonces a adoptar los medios y los dispositivos de la educación oral tradicional; la presencia permanente de la anécdota en esas biografías es una consecuencia de que el cinismo es, con mucho, la más oral de las tradiciones filosóficas de la antigüedad.
Tratándose de otras doctrinas filosóficas la anécdota puede obstaculizar la comprensión, pero en el caso de los cínicos la enseñanza transita por la palabra deslumbrante y el ejemplo chocante. Éstos estaban convencidos de que los hombres son superficiales y aceptan sin chistar hábitos y convenciones que los humillan y los degradan. Para volverlos a la razón era preciso conmoverlos sometiendo a la provocación sus convicciones más queridas. Esto era exactamente filosofar. Aunque los cínicos consideraban benéficas estas lecciones, sus contemporáneos las soportaban mal y solían reaccionar irritados, por eso Diógenes, entre los muchos reproches que le dirige a Platón se pregunta: ¿Para qué sirve un hombre que ha dedicado toda su vida a la filosofía, sin haber jamás irritado a nadie? (citado en Paquet, Leonce, 1992: 74). Según Fedón de Elis, citado por Séneca, tales provocaciones conservadas en la memoria tienen en el auditorio el mismo efecto que una picadura de insecto: imperceptibles al inicio, pero violentamente irritantes después (Séneca, 1993: 94, 41). Las anécdotas se multiplican, además, porque las convenciones sociales que Diógenes buscaba demoler se encuentran por todas partes, están dispersas y deben ser atacadas una a una. Por la misma razón él se veía obligado a improvisar, y en la improvisación acababa por convertirse en objeto de mostración y de espectáculo. El de Sínope no parece haber tenido seguidores directos, pero a cambio él mismo se ofrecía a la vista de todos sus auditores como en una vitrina pública (Branham, 1996: 88). Si tiene un sistema filosófico, él mismo lo personifica. Diógenes comparte con muchos otros filósofos antiguos este aspecto teatral de la vida; y no cabe duda de que la mejor manera de preservar esas exhibiciones en público era la anécdota: por su naturaleza, ésta relata un incidente, una palabra astuta, una respuesta ingeniosa, cuestiones todas en las que el de Sínope era invencible. De hecho, su biografía contenida en el libro de Diógenes Laercio es una serie ininterrumpida de unas 150 anécdotas en las que el filósofo cínico aparece como un satírico provocador, un moralista sumamente heterodoxo y a veces como un bufón que alcanza los extremos, pero siempre como un ejemplo de la concordancia perfecta entre ciertos principios y un modo de vida.
Quizá resulte ahora redundante informar que Diógenes de Sínope fue objeto de numerosas biografías que debieron estar repletas de anécdotas. La primera de que se tiene noticia es la de Sátiro el peripatético, a finales del siglo III a.C., y aunque el Laercio sólo menciona a Diocles de Magnesia como un segundo biógrafo, es posible que el de Sínope apareciera en las obras de Hermipo de Esmirna, también peripatético del siglo III a.C., lo mismo que en numerosas sucesiones como las de Soción o Sosícrates de Rodas. Si las biografías debieron ser frecuentes, las anécdotas son sumamente numerosas porque aparecían lo mismo en colecciones cínicas que en compilaciones hechas por los estoicos, algunos de los cuales sentían honda simpatía por el modo de vida cínico. Debe agregarse a Teofrasto, el sucesor de Aristóteles en la dirección del perípatos quien reunió unos Diogénous synagogé, pero probablemente se trataba de una colección de dichos del de Sínope. Las fuentes de tales anécdotas mencionadas por Diógenes Laercio incluyen a Hecatón, Eubulo, Metrocles el cínico y cierto Zoilo de Pergé, pero deben haber existido algunas más. Aunque el de Sínope sea el paradigma viviente de la anécdota, los filósofos cínicos, en general, mantenían una estrecha relación con el género, al grado que llegaron a ser considerados sus inventores. No era así, pero si no fueron los creadores, en cambio se encontraron entre sus más entusiastas promotores: el primer coleccionista de anécdotas por escrito conocido es Metrocles de Meronea (siglo III a.C.), y se debe a otro cínico, Bión de Borístenes, haber otorgado a la anécdota un lugar privilegiado en un género de su invención que habría de conocer una gran fortuna: la diatriba.
Ejemplarizante, instantánea, pragmática, la anécdota se ajustaba perfectamente al modelo de vida propuesto por el de Sínope y sus seguidores, sin limitarse a ellos. Sin embargo, desde el punto de vista de la veracidad histórica, la anécdota sólo acarreaba daños a la biografía. Ciertamente permitía a los autores la descripción inmediata de un carácter, pero debido a su origen oral tradicional la anécdota transfiguraba la imagen mediante la intervención de toda clase de atribuciones más o menos verídicas, inexactitudes y ciertamente falsedades. Ella es responsable de un gran número de relatos de vidas inverosímiles que pueblan la tradición antigua. Esto se debe a que los autores se servían de la biografía de los filósofos para diversos fines tales como hacer el encomio o lanzar invectivas a sus personajes: por ejemplo, algunas veces introducían anécdotas con el fin de denunciar los absurdos que resultarían si se aplicaran rigurosamente los preceptos que los filósofos defendían. Así, una variante de la muerte de Diógenes el cínico que intentaba destacar los riesgos de la proximidad del mundo canino, afirmaba que el filósofo había sido mordido en el tendón en el momento en que compartía con los perros su alimento: un pulpo (Diogenes Laertius, 1995: VI, 77). Los biógrafos podían obtener su material de anécdotas que se encontraban ya en circulación, pero también podían extraerlo de poemas satíricos, de los sarcasmos contenidos en las comedias o de las cartas que habían sido imputadas a sus biografiados. Una forma frecuente de enaltecer a sus personajes consistía en afirmar que había tenido encuentros con personas muy influyentes, así fueran entrevistas históricamente imposibles; de este recurso provienen las anécdotas que relacionan a Diógenes de Sínope con Alejandro magno, incluido aquel célebre encuentro en el que a la demanda del conquistador de pedir todo lo que deseara, Diógenes habría respondido: “deja de hacerme sombra con tu cuerpo” (Diogenes Laertius, 1995: VI, 38). La conclusión es clara: el filósofo no necesita nada, ni del hombre más poderoso y, en cambio, es capaz de hablar sinceramente, así sea con el gran rey. Una forma adicional de engrandecer a los biografiados consistía en hacerlos discípulos de un gran hombre: de este modo, una anécdota relaciona directamente al de Sínope con Antístenes: éste, que rechazaba la presencia cercana de todo discípulo, amenazó a Diógenes con su bastón, a lo que éste respondió: “golpea, porque no encontrarás madera suficientemente dura para alejarme de ti mientras considere que tienes cosas importantes que decirme” (Diogenes Laertius, 1995: VI, 21). La crítica moderna considera inviable este encuentro por razones cronológicas, destinado quizá a otorgar a la escuela cínica una ascendencia directa con Sócrates, a través de Antístenes. A la inversa, uno de los métodos más frecuentes de la invectiva consistía en relatar relaciones inmorales o dudosas, ocurridas durante la juventud de los filósofos.
La anécdota es un dispositivo verbal y memorístico: ella funciona pues mediante asociaciones y analogías. Esta característica permite que una serie de individuos que por algún motivo pueden ser aproximados, se vean atribuir anécdotas similares. Los filósofos cínicos son un caso quizá ejemplar (Fairweather, 1974: 262): el que Diógenes haya afirmado en su obra Pordalos que había “falsificado la moneda” condujo a asegurar que era hijo de Hecesio, un banquero falsificador. Del mismo modo, otro cínico, Mónimo de Siracusa se convirtió en seguidor de Diógenes debido a la feliz coincidencia de haberlo escuchado mientras era sirviente de un banquero de Corinto (Diogenes Laertius, 1995: VI, 82). Ménipo, otro cínico conocido porque escribía libros extremadamente burlescos, habría hecho fortuna como usurero en empresas riesgosas (Diogenes Laertius, 1995: VI, 99). Finalmente, otro filósofo asociado con el cinismo, Bión de Borístenes declaró haber tenido un padre que defraudó al fisco, razón por la cual toda su familia habría sido puesta en venta (Diogenes Laertius, 1995: IV, 46). Un fenómeno adicional se presenta porque entre las características de la anécdota está el convertirse en un emblema moral: en consecuencia, ella es atribuible a diversos modos de vida considerados de igual valor. Un ejemplo interesante son los relatos que asocian la independencia del filósofo al hecho de que lava sus propias legumbres. Diógenes está, por supuesto, presente. Se trata de anécdotas llamadas “refutativas” por la réplica que introducen en el breve diálogo: con ligeras variantes, Diógenes Laercio atribuye esta anécdota primero a Aristipo y Diógenes, luego a Teodoro y Metrocles, y por último a Platón y Diógenes (Diogenes Laertius, 1995: II, 68; II, 102; VI, 58), mientras el llamado Gnomonologio Vaticano la atribuye a Aristipo y Antístenes: “el primer filósofo, mientras lava sus legumbres, dice a otro filósofo que acierta a pasar en ese momento: “si hubieras aprendido a lavar legumbres no tendrías que hacer la corte a los tiranos”, a lo que el segundo filósofo responde: “Si fueses capaz de vivir en compañía de los hombres no tendrías necesidad de lavar esas legumbres”.
La intervención de elementos provenientes de la tradición oral y memorística no contribuye a la veracidad histórica de las biografías porque lo propio de la voz y la memoria es reconstituir el pasado en cada emisión, recubriendo las antiguas expresiones con un nuevo acontecimiento discursivo actualizado. ¿De qué pueden servir entonces esas fabricaciones? La utilidad de esa serie de relatos anecdóticos consiste en que ellos permiten ilustrar una o varias ideas clave de cierta doctrina respecto a la vida filosóficamente entendida; porque además ellos permiten contemplar al filósofo en el contexto del instante y, ¿quién mejor que él para expresar valores como la razón, la independencia, o la autosuficiencia, autárkeia, y para mostrar el completo dominio sobre sus impulsos, encrateia? El relato era el índice de que sólo el filósofo es libre con la libertad verdadera. La anécdota se presta de manera perfecta a esos fines: ella se basta a sí misma y no requiere de explicaciones adicionales; ella es portátil y manejable, como los chistes, y como éstos, siempre está dispuesta a ser contada nuevamente para reaparecer, fresca en cada momento. En breve, la inclusión de anécdotas en las biografías y el uso de estas en la valoración de esas doctrinas no es un “rasgo popular”, porque en la antigüedad, las obras y las teorías eran evaluadas en función de su capacidad de diseñar un modo de vida, de ofrecer modelos de conducta convincentes, y de su facultad para convertirse en fuentes de adoctrinamiento o de confirmación de determinadas actitudes.
Diógenes de Sínope confió en gran medida a los actos y las palabras pronunciadas la imagen que deseaba ofrecer. Sus exhibiciones públicas no son efusiones espontáneas de carácter, sino un proyecto calculado para crear una identidad que puede ser perfectamente comprendida mediante anécdotas. Pero no se conformó con ello y, aparentemente, se expresó también por escrito siguiendo la vocación típicamente cínica de difundir, por todos los medios, su modo de vida. Sin embargo, conviene aproximarse al género de esos escritos para observar que no han perdido su vínculo con la palabra viva y la enseñanza directa. Para ello, remontemos ligeramente atrás, hasta la autenticidad de esos escritos. En efecto, la cuestión de sí el filósofo dejó algo por escrito ha sido objeto de debate. Diógenes Laercio registra dos listas de obras que son atribuidas al de Sínope: la primera incluye 13 diálogos, uno de los cuales lleva como título Politeia, algunas epístolas y siete tragedias; la segunda lista, que quizá tiene un origen estoico, y que el Laercio asegura que ha sido transmitida por Soción, consiste en 12 diálogos, ocho de los cuales están ausentes de la primera lista. En consecuencia, la segunda lista tiene cuatro diálogos en común con la primera, pero niega la autenticidad de una serie de obras, entre ellas la Politeia, y las tragedias (Diogenes Laertius, 1995: VI, 80). Esta situación de incertidumbre se ve acrecentada porque dos autoridades de la época helenística, Sosícrates de Rodas y Sátiro, niegan de manera rotunda que Diógenes haya dejado nada por escrito. En el libro cuarto de su obra Vidas, Sátiro incluso agrega que las “pequeñas tragedias” son obra de Filisco de Egina, hijo de Onesícrito, seguidor de Diógenes, opinión que Juliano comparte, mientras Favorino de Arles pensaba que el autor de esas obras era el hijo de Luciano, Pasifón, quien las habría escrito después de la muerte del de Sínope (Diogenes Laertius, 1995: VI, 73). Otros en cambio aceptaban la autenticidad de esas obras: según Filodemo de Gadara, Cleantes, lo mismo que Crísipo en su libro Sobre el estado y la ley, admitían y admiraban esos escritos como la opinión del fundador del cinismo. Los especialistas se inclinan hoy por admitir la autenticidad de los diálogos que son comunes a ambas listas; agregando la obra llamada Politeia y las tragedias. ¿Cuál es entonces la razón de que la antigüedad les negara su autoría? La situación se explicaría por el escabroso contenido de esos escritos: en efecto, en ellas, Diógenes el cínico parece haber expresado abiertos elogios a la práctica del incesto y al canibalismo. Más grave aún, esas obras parecen haber encontrado seguidores: Zenón, el fundador de la Stoa, mientras fue discípulo de Crates el cínico, compuso también una Politeia en la que, por su cuenta aprobaba las prácticas incestuosas y caníbales. Eran, desde luego, afirmaciones inaceptables. Los estoicos solían disculpar a Zenón apelando a su juventud y aseguraban que no siempre había sido filósofo y que, durante un tiempo, no había sido nadie. Tal excusa no funcionaba en el caso de Diógenes, y por tanto, los estoicos habían ejercido la censura: debido al aprecio que tenían por el de Sínope, todas las obras en las que aparecían esas desafortunadas ideas, incluidas las tragedias Edipo y Tiestes, eran declaradas no suyas y atribuidas a Filisco o a Pasifón. Las obras tenían una innegable tonalidad cínica, la cuestión era determinar al verdadero autor. Juliano, por ejemplo, quien no podía referirse a esas obras sin un genuino disgusto escribió: ¿Qué lector no las aborrece y encuentra en ellas un exceso de infamia que sobrepasa al de las rameras? Juliano consideraba entonces necesario precisar: “Debemos juzgar la actitud de Diógenes hacia los dioses y hacia los hombres no por las tragedias de Filisco –quien al atribuirlas a Diógenes miente bruscamente acerca de esa persona sagrada-, sino por sus actos” (Juliano, 1981: 6-d, 8). La conclusión que adoptan los historiadores contemporáneos es aceptar que dichas obras pertenecen a Diógenes el cínico, pero que habrían sido censuradas y atribuidas a otro, para evitarle la ignominia de haber expresado esas ideas.
Resuelta la cuestión de la atribución, los estudiosos parecen admitir que los fragmentos recogidos en VI,72 de la obra del Laercio corresponden a la Politeia de Diógenes de Sínope. El contenido parece justificar tal afirmación: de esos fragmentos puede extraerse una concepción general de la vida civil desde el punto de vista cínico. En ellos se presentan dos silogismos, uno acerca de la ley y la ciudad, otro acerca de la propiedad privada, y aseveraciones en torno a las relaciones entre los géneros y la adecuada crianza de los niños. Además de su contenido, dichos fragmentos permiten hacer algunas conjeturas acerca del estilo del escrito: en éste, el autor no intenta exponer sus principios de manera abstracta y sistemática sino que parece más bien obedecer a una estrategia de difusión de la doctrina a través de los procedimientos de la palabra y de la memoria que eran habituales en el cínico. Para mostrarlo, consideremos uno de los silogismos mencionados (Diogenes Laertius, 1995: VI, 72):
Todas las cosas pertenecen a los dioses
Los sabios son amigos de los dioses
Los sabios comparten todo
Todas las cosas pertenecen al sabio.
El silogismo parece destinado a legitimar ciertas actividades de los cínicos, los cuales solían vivir de la mendicidad y probablemente de eventuales robos. La primera premisa muestra que para los cínicos esto no es reprobable, pues niegan de manera absoluta cualquier derecho a la propiedad privada: todo pertenece a los dioses. El sabio cínico, que no posee nada, tampoco fija su pertenencia en ningún lugar, es a-topos, y por ello su morada se encuentra en todas partes: es cosmo-polites. Esto lo hace un verdadero compañero de los dioses, que son los únicos con quienes participa de esa visión de la totalidad. Los dioses y los cínicos pueden compartirlo todo, de manera que mendigar o robar no son actos reprobables sino formas de apropiación de algo que, de derecho, le pertenece al cínico.
La utilización del silogismo es destacable porque éste es un modo formal de expresión ajeno a la manera oral de filosofar de Diógenes (Moles, 200: 425). Pero el silogismo mencionado resulta, como se percibe, una parodia de silogismo: en él, la razón imita de manera burlona, sus propios gestos. Es improbable que Diógenes pretendiera haber demostrado con ello el derecho de los cínicos a apropiarse de cualquier cosa. Resulta más congruente pensar que deseaba hacer mofa de los procedimientos demostrativos a los que otros podían recurrir, ilustrando la técnica cínica de apropiarse de la retórica de sus oponentes para, interpretándola, rechazar los valores en que aquélla se fundamenta, es decir, “falsificando la moneda”. Por un instante, el marginal se ha vestido con el ropaje de la lógica para defender sus actos de provocación. El texto adopta así el estilo serio-burlesco que acabaría por convertirse en la característica de los escritos cínicos. El título mismo de la obra en la está contenido el silogismo, Politeia, puede suscitar la sospecha de una ironía subyacente, porque la exposición de las instituciones de un estado ideal debía ser extraña a la concepción cínica, para la cual la virtud no está de ningún modo asociada al contexto social o político, sino a una decisión estrictamente personal. De manera que en su obra Diógenes no podía describir lo que serían las instituciones perfectas de una polis cínica, sino simplemente describir las consecuencias que, de seguirse los preceptos cínicos, conducirían a cierta polis social y moral. Así se explica que Diógenes se permita hacer un uso paradójico sus razonamientos (Moles, 2000: 426). En el segundo silogismo, por ejemplo, se opone a aquellos que simpatizan con su aversión a la polis, adoptando un punto de vista que toda su doctrina había rechazado: el que la regla, que es una convención humana y no es naturaleza, resulta indispensable. En un razonamiento adicional, Diógenes retorna a la “ortodoxia”: defiende que las mujeres deben ser patrimonio común, exento de cualquier institución matrimonial, proponiendo que el hombre que logra persuadir tiene derecho a yacer con la mujer que ha sido seducida y que, en consecuencia, también los niños deben ser un patrimonio colectivo.
Diógenes no escribe para exponer una teoría sistemática del estado ideal, y tampoco lo hace para explorar un problema filosófico particular, porque desde su punto de vista la adopción del estilo de vida cínico resuelve todos los problemas. Él busca más bien continuar, por escrito, con la difusión de la doctrina: su obra es del mismo tipo que su proselitismo verbal, simplemente por otros medios. Como toda la literatura de los cínicos, la obra de Diógenes es una paradoja, porque el anti-intelectualismo les había llevado a rechazar toda expresión literaria y sin embargo, ellos mostraron una mayor creatividad en la expresión escrita, que cualquier otra escuela filosófica de la antigüedad. La solución resulta de un compromiso: mientras la filosofía escrita es un pobre sustituto del filosofar real, ella puede ser un vehículo necesario para incrementar la propia audiencia. El estilo de esos textos, por su parte, resulta de una triste conclusión, porque aunque aparentemente la primera literatura cínica fue seria, Diógenes pronto descubrió que la multitud sólo se interesa en las cosas importantes cuando son tratadas de manera burlesca (Dudley, 1980: 111). En síntesis, Diógenes no se transmutó súbitamente en un escritor de teorías sistemáticas, sino que hizo de la escritura el registro visible de sus memorables exposiciones.
La palabra escrita está supeditada al mensaje verbal. El escrito es una resonancia, un eco de la actividad oral. Pero esto es enteramente congruente con la decisión adoptada por Diógenes de hacer de su propia vida la lección a transmitir. La imagen del filósofo que nos ha sido transmitida es el resultado calculado de vivir una vida filosófica de un modo determinado. Diógenes aceptó el sobrenombre de “el perro” para mostrar la falta de pudor que es indispensable para desafiar las convenciones sociales, pero simultáneamente eligió que fuese la sucesión de anécdotas quien transmitiera los ecos de sus ladridos a la posteridad. El resultado no es desde luego nada convencional, pero es porque las vidas de los filósofos eran literalmente paradojas: “porque el sentido original de paradoja es para-doxa, es decir contrario a las opiniones comunes. Fueron paradójicas porque estaban diseñadas para confrontar, para intrigar y para socavar el conformismo social” (Long, 1993: 152). Por los objetivos que se propuso, y por los medios que utilizó, la imagen que Diógenes legó a la posteridad quedó preñada de valores extremos: magnífica y absurda. Desde luego, esta identidad como filósofo nos resulta remota y no podemos reaccionar sino con extrañamiento. Es porque representa una concepción de la filosofía entendida esencialmente como un modo de vida. Por eso su biografía es inseparable de su doctrina. En el acuerdo perfecto entre el ejemplo vivo y la doctrina filosófica descansaba por completo la autoridad moral de la que gozó el filósofo. Y sobre esas mismas bases verbales y memorísticas Diógenes el cínico erigió también su inmortalidad.
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Diógenes Laercio tenía el antecedente de Hermipo (mediados del siglo III a.C.) quien además de ser un biógrafo sensacionalista, tenía un marcado interés por lo mórbido. Hermipo también escribió epigramas acerca de la muerte de los filósofos, algunos de los cuales son citados por el mismo Laercio.
Un pie proceleusmático es una serie de cuatro sílabas breves. Cada uno de los dos versos del epigrama tiene tres pies proceleusmáticos seguidos de una serie de tres sílabas breves, un tribraco (Goulet-Cazé, M-O.(ed) 1999: 744).
Aristóteles no fue el creador del género biográfico, pues se le reconocen predecesores, especialmente Isócrates Jenofonte y Platón. El primero escribió, más que una biografía, un panegírico a Evágoras, mientras que al segundo se deben los Memorabilia. En este grupo debe también considerarse a Platón, con su Apología, aunque ésta última se aproxima a una pieza oratoria de defensa que se desinteresa de cualquier consideración cronológica de la vida de Sócrates. Las obras de Platón y Jenofonte son, por tanto, “retratos”, más que “vidas” cronológicamente estructuradas.
Este Timoteo de Atenas es conocido únicamente gracias a las citas que de él hace Diógenes, quien siempre lo trae a cuento a propósito de las características físicas de los filósofos. Es Timoteo quien ha informado que Platón tenía la voz tenue y que Aristóteles tartamudeaba, tenía las piernas delgadas y los ojos pequeños, solía llevar elegantes vestidos y que usaba el pelo corto; finalmente, que Zenón llevaba permanentemente la cabeza inclinada hacia un lado (Diogenes Laertius, 1995: III,5; V,1; VII,1).
Gnome es un dicho breve, expresado en prosa o en verso, de aplicación general que posee intención moral; su equivalente latino es sententia. Aphothegma es un término retórico de escaso uso: se trata de un dicho referido a una situación determinada, pero de alcance universal; su equivalente latino es dictum que corresponde a nuestra “máxima”. Apomnemoneuma es una colección de dichos y hechos atribuidos a un individuo excepcional. (Kindstrandt,1986: 221. Mansfeld,1994: 17)
Ciertos estoicos como Aristón de Quíos manifestaron una completa aceptación al modo de vida cínico, mientras otros como Zenón o Crísipo mantenían una aceptación más limitada; otros como Panecio manifestaron un rechazo absoluto y también hubo quienes, como Séneca, tuvieron una actitud fluctuante.
Resulta sin embargo que esta historia podría tener un fundamento verdadero. Según Dudley, quien cita a C.T. Seltman existen monedas falsificadas de Sínope durante los años 350 a 340 a.C. Otras monedas acuñadas el año 360 a-C. Llevan el nombre del funcionario responsable: Hecesio (Dudley, 1980, 54 n.3).
Tiestes, según la tragedia, había comido la carne de sus hijos engañado por su hermano Atreo, lo que quizá había dado a Diógenes la oportunidad de expresarse acerca del canibalismo.
El cinismo no rechaza totalmente la vida civil, pero sólo reconoce aquella norma que coincide con la naturaleza, lo que desde luego, reduce notablemente las normas juzgadas aceptables.
“Un día, Diógenes hablaba con mucha seriedad y nadie se aproximaba; por tanto, se puso a silbar. Enseguida, la gente se reunió y el filósofo comenzó a reprocharles la rapidez con la que se precipitaban a escuchar tonterías, mientras que eran por completo indiferentes a las cosas serias (Diogenes Laertius, 1995: VI: 27).