Hegel: su doctrina de la acción moral
Comentario a los parágrafos §105 - §141 de los Principios de la Filosofía del Derecho o Derecho natural y Ciencia Política
Si fuera preciso establecer en el pensamiento de Hegel un rasgo general que definiera la humanidad del hombre, este sería probablemente que los seres humanos son, ante todo, acción de negar lo inmediato. Ante el mundo, los seres humanos nunca permanecen inertes y por su pensamiento y por su trabajo ellos “niegan” esa inmediatez y la transforman en algo “suyo”. Ellos son pues, “negatividad” incesante ante lo dado. Esto es lo que narra la Fenomenología como experiencia de la conciencia y la Lógica, como experiencia del pensamiento. De modo que la filosofía de Hegel es simplemente la explicitación de la acción humana en los diversos registros de la vida efectiva. Sin embargo hay un dominio de la acción que le merece un tratamiento específico, contenido en la Filosofía del Derecho: es la acción moral del sujeto autónomo. Hay diversas razones para ello, pero quizá la más relevante es que esta acción moral es un problema de la modernidad, surgido en el momento en que el sujeto ejerce su recién reconocida autonomía. Sólo que esta vez, la acción del hombre no se refiere a un objeto externo para transformarlo, sino que se realiza sobre sí mismo, para transformar-se, para auto-otorgarse un concepto de vida moral. Su desarrollo se localiza en la sección llamada “moralidad”, que es el preámbulo de la eticidad , porque este es el único lugar en que la acción moral cobra significado.
En la Filosofía del Derecho, la doctrina de la acción moral se inicia en el momento del pasaje del derecho abstracto (primera sección del libro) a la moralidad (segunda sección). Puesto que la vida en sociedad y en el estado es para Hegel obra de la voluntad humana, la acción moral es igualmente una de las muchas obras de la voluntad. Esta, la voluntad, es el agente de la Filosofía del Derecho. El colocar a la voluntad –y no al Logos, a la manera de la filosofía griega- como principio activo de la sociedad y del estado, hace de la doctrina de Hegel una filosofía política propia de la modernidad. Pero en la vida social la voluntad tiene diversos dominios de acción. El que nos interesa se encuentra en el tránsito de la categoría de “persona” (que es la entidad característica del derecho abstracto) a la categoría de “sujeto” (entidad propia de la moralidad). Como es sabido, en el derecho abstracto, la persona vive respetando las prescripciones dictadas por la ley, pero el sujeto de la moralidad “quiere la ley”, es decir se cuestiona por el origen y validez de esta, y con ello compromete su voluntad en un proceso que le plantea problemas nuevos.
Para comprender cabalmente lo que significa “querer la ley”, conviene iniciar con la descripción del entorno en que se realiza ese tránsito de la “persona” al “sujeto”. En efecto, los Principios de la Filosofía del Derecho son, como sucede siempre con Hegel, un análisis de nuestro presente, en este caso de lo que significa para la voluntad pertenecer a un estado y una sociedad moderna. Y lo primero que hay que comprender es que el individuo de la modernidad tiene una compleja participación en el estado y por ello las experiencias de su voluntad son igualmente complejas. Hegel reconoce diversos momentos de esta inserción del individuo y su voluntad en la sociedad moderna: primero, como “persona”, es decir como agente del orden jurídico; luego, como “sujeto”, es decir como agente de la vida moral y finalmente como “miembro de una familia”, como “trabajador” y como “ciudadano”, es decir partícipe de las formas de la vida colectiva, de la eticidad. Todas estas formas de la experiencia están vinculadas entre sí por una necesidad lógica interna y el individuo no puede evadir, como un simple rebelde, ninguna de ellas. ¿Por qué se presenta la necesidad lógica de pasar de “persona” a “sujeto” moral? Desde el punto de vista lógico, la participación como “persona” es la determinación más “abstracta” posible de la voluntad. Hegel la llama “abstracta” porque la determinación jurídica de ser una “persona” se aplica a todos y cada uno sin distinción y por tanto, no señala específicamente a ningún individuo concreto. Es una determinación sumamente universal y por tanto, “abstracta”. Ser una “persona” no es desde luego poca cosa: significa reconocer-se y ser reconocido por los demás como poseedor del derecho de ser propietario de bienes externos. Es ya un dominio de la vida en común cuya figura jurídica central es el contrato que, respetado por todos, permite a cada uno ser legítimo propietario.
Aunque muy importante, este dominio jurídico compartido está afectado por una seria limitación: el acuerdo entre personas, el contrato, es una relación “externa” a cada uno en la medida en que el reconocimiento mutuo se limita a los derechos de propiedad de los bienes externos y por ello, ese reconocimiento es contingente, puede (o no) ser, es arbitrario. Este carácter inestable del contrato se muestra abiertamente cuando el acuerdo es roto de manera unilateral por algún participante, introduciendo la injusticia. Es sin duda una ruptura, una violencia, pero perfectamente compatible con la libertad arbitraria de cada uno. Existen para Hegel diversos estratos de gravedad de la injusticia; la injusticia de buena fe, el fraude y finalmente el delito, pero en todos los casos, la acción libre del que rompe unilateralmente el acuerdo convierte al derecho, que rige las relaciones comunes, en una simple apariencia.
La más grave de las formas de injusticia es el crimen, porque el que lo comete declara nulo el régimen de derecho. Es preciso restablecer este régimen pero ¿cuál es la retribución justa que conviene imponer al criminal? Para la víctima, su derecho violentado exige una reparación y es comprensible que como persona, desee obtenerla por sí mismo bajo la simple norma de “ojo por ojo y diente por diente”. Su primer impulso pues será la venganza. La limitación del derecho abstracto se revela en esta motivación de aquellos que se proponen una venganza, que buscan simplemente resarcirse, reclamar el honor de su familia o que simplemente buscan no la justicia, sino su satisfacción. ¿Puede una sociedad sin embargo librarse a la venganza y a la cadena inevitable de revanchas que se desataría? Dejar a cada uno la libertad de resarcirse no conduce más que a la hostilidad permanente. Pero evitar este conflicto perpetuo implica retirar a todos la libertad de vengarse, es decir exige cambiar para cada uno de perspectiva, renunciar a algo para construir otra cosa. Todo sería perfecto en el régimen del derecho si no fuese porque, en ejercicio de su libertad, algunos introducen la injusticia. Esta, la injusticia, es solo una posibilidad, pero está inscrita en la libertad de la “persona”. La injusticia, a su vez, introduce una contradicción cuya solución no se encuentra en los límites del derecho abstracto: para que el crimen sea castigado es preciso que se busque no una justicia vengativa, sino una justicia punitiva y esto requiere una transformación, un abandono del estado primitivo de la voluntad de la “persona”: “se tiene aquí, en primer lugar -escribe Hegel-, la exigencia de una voluntad que, en cuanto voluntad subjetiva particular, quiere lo universal como tal”.
Es muy importante insistir en la naturaleza de esta transformación de la voluntad: nadie puede, ni debe, renunciar a su voluntad subjetiva, pero únicamente puede participar en un mundo humanizado aquel que logra en sí mismo una voluntad que, esta vez, “quiere lo universal”. “Querer la ley” puede significar desear que un tercero, un juez, se encargue de impartir la justicia punitiva, pero también significa “interiorizar la ley”, hacerla suya mediante una modificación de la voluntad. En el derecho abstracto, la “persona” no tenía necesidad de “querer la ley”, sino sólo de respetarla. Mas la injusticia, irresoluble mediante esta motivación abstracta de la persona, exige un movimiento inédito, porque obliga al sujeto a interrogarse por el origen de la ley y su relación con esta, las razones que lo mueven a aceptarla, la manera en que establece (o no) su apego a la norma. En el momento en que el individuo se plantea la cuestión de su relación con la ley que guía su conducta, toma su voluntad como objeto de interrogación, es decir se ha convertido en “sujeto” moral. La moralidad es entonces “lógicamente necesaria” porque irrumpe obligada por las insuficiencias del punto de vista de la persona, por la contradicción irresuelta introducida por la injusticia: “En el derecho abstracto, la voluntad solo existía como personalidad; de ahora en adelante tiene (esa voluntad) como objeto propio. La subjetividad de la libertad que es de esta manera por sí infinita, constituye el punto de vista moral”.
En la filosofía de Hegel esta cuestión es crucial: para ser agente moral no basta con vivir bajo la ley, en la legalidad, sino “querer la ley” (y no que cada uno quiera su ley). El individuo sólo es agente moral mediante esta reflexión acerca de la ley, reflexión que no se limita a la obediencia, sino que exige auto-determinación, auto-configuración de la voluntad. Si el proceso es exitoso, en el agente moral no puede existir conflicto entre la legalidad y la moralidad (como lo creían Kant y Fichte). Pero sobre todo esta transformación es simultáneamente una nueva experiencia de la libertad. Desde luego, el sujeto actúa libremente, pues libre ha sido siempre, aun en lo arbitrario, pero esta vez su acción es verdaderamente libre porque establece una relación con un Otro, con la ley y consigo mismo. El sujeto moral no es realmente libre cuando se entrega a su arbitrio o a su razón solitaria, sino cuando logra la legislación de sí mismo en relación con su Otro, elaboración que lo obliga a modelar racionalmente su voluntad. Esta experiencia nueva de la libertad puede parecer restrictiva únicamente para aquellos que creen que la libertad significa liberación irrefrenable de los impulsos o para los que piensan que el orden jurídico únicamente sirve para legitimar dicha liberación. Para Hegel, por el contrario, una libertad que está en el papel y sólo sirve para justificar el libre arbitrio es una libertad arbitraria. Para él, la libertad no es algo decretado “allá afuera” sino un motivo consciente de la acción humana y sólo así es real y eficaz. La cuestión central en la moralidad es entonces ¿cómo una voluntad, siendo subjetiva, puede querer lo universal, adoptar y guiar su conducta de acuerdo a principios aplicables a todos los que comparten un mundo humano? La doctrina de Hegel no se propone describir las causas de la acción moral, sino responder a la cuestión ¿qué puede ser una acción efectiva para un sujeto que es a la vez libre y moral? El problema original del castigo a la injusticia se ha convertido en el problema de la libertad del sujeto moral.
La voluntad el individuo aislado es libre en sí, pero al querer lo universal se reconcilia con su Otro, es para sí. La voluntad en y para sí tiende a borrar entonces la separación de origen, de dos maneras: le quita a la ley su carácter externo, interioriza la ley, e igualmente realiza un progreso en la determinación de la voluntad pues esta ya “quiere algo”, se “hace objetiva” tomándose como objeto, reflejándose en sí misma a través de su Otro y haciéndose idéntica a sí misma: es ahora “subjetividad” y no solo “personalidad”. Por eso, mientras en el derecho abstracto la motivación no tiene relevancia en relación con la obediencia ante la ley, en la moralidad son determinantes tanto la motivación del sujeto moral, como el hecho de que la voluntad examine su libertad en relación con su Otro, con algo externo a sí misma. A fin de comprender esta originalidad de Hegel quizá conviene tener presente al menos una versión esquemática de la filosofía práctica de Kant. En Kant, la autonomía moral del sujeto significa al menos dos cosas: una, que pare ser agente moral es preciso renunciar a toda prescripción externa ofrecida al individuo: “autonomía” significa rechazo a cualquier autoridad externa, e interrogación de la propia razón. Segundo, “autonomía” significa además que en la consideración del valor del acto moral no deben tomarse en cuenta las consecuencias que resulten, pues este resultado puede hacer más brillante aquel valor intrínseco, pero no le agrega nada. Para interrogar a la razón, debe dejarse de lado todo impulso que no provenga de la razón misma, toda heteronomía previa o posterior a la elección de la ley. En breve, para cualquier dilema de la vida moral basta recurrir a los recursos formales de la razón práctica y, piensa Kant, estos son suficientes para guiar la acción moral. ¿Son suficientes? Hegel estima que no. Por el contrario, para que una acción sea moral es crucial la motivación del agente: sus propósitos, su intención, pero también su resultado objetivo, las consecuencias de dicha acción. Para Hegel, la moralidad no es una relación de la razón individual con la ley formal, por ello propone examinar de manera simultánea la subjetividad de la voluntad –cómo se construyen los propósitos y las intenciones-, y la objetividad de la voluntad –cómo se actualiza esa voluntad en la vida pública-. Únicamente de este modo dejan de ser “abstractas”, porque una voluntad y una libertad que no tienen más relación que consigo mismas, no son aún reales.
Es así como entramos propiamente al territorio de la moralidad (§ 105 y siguientes). La moralidad es, repitámoslo, el momento en que la voluntad se toma a sí misma como objeto, vuelve sobre sí. Es necesario tener presente lo que Hegel entiende por la “vuelta reflexiva sobre sí a través de su Otro”. Primero, “volver hacia sí” significa que la voluntad reconoce su valor infinito y aprende que su desafío no consiste en dominar a las cosas externas sino dominarse a sí misma: es su propia subjetividad la que tiene valor, la fuente autónoma de la ley moral. Luego, “volver hacia sí” significa que al querer la ley, la voluntad se determina y determinándose se otorga un contenido, se hace concreta, se hace real. Querer la ley significa para la voluntad salir de sí para darse una existencia, una presencia real, mediante la unidad de lo particular de su querer con lo universal de la norma. Hegel llama Concepto a esta unidad que se manifiesta en la existencia: “la subjetividad constituye la existencia del Concepto” . Hegel concede así a la subjetividad el valor más alto: es la presencia del concepto en lo existente, la unión encarnada de la voluntad individual y la ley universal. La subjetividad es el gran principio moral de los tiempos modernos. Lo que impulsa al movimiento del agente moral es su propia acción sobre sí y puesto que elige “algo”, se determina, se hace voluntad “subjetiva” y no sólo voluntad “arbitraria”. Ejecuta una acción, pero acción sobre sí. A la subjetividad ya no le es impuesto nada como le sucede al hombre primitivo o al hombre inculto.
La moralidad es justamente “la figura del derecho de la voluntad subjetiva. Según este derecho, la voluntad es y reconoce únicamente lo que es suyo…” Una acción no puede ser buena o mala en sí, porque primero tiene que ser una acción “humana”, es decir ser conocida y querida por un agente. El sujeto tiene que “estar” en lo que hace, él debe actuar y esa acción debe ser su acción: “lo que entra en cuestión en la moralidad es el interés propio del hombre y su elevado valor consiste en que se sabe a sí mismo y se determina” . Este es el aspecto positivo de la acción subjetiva. No obstante, esta voluntad es aún “subjetiva”, es decir está recluida en el polo del sujeto que tiene frente a sí el polo objetivo. El ser del sujeto es aún diferente de lo que le sujeto debe moralmente ser y por ello, la ley se le muestra como una obligación: “…el punto de vista moral es el punto de vista de la relación y del “deber ser” o de la exigencia” . En la moralidad, la integración de lo particular y lo universal es aún imperfecta y por ello es una “relación”, lo que quiere decir “encuentro entre dos”. Como normalmente hay una diferencia entre lo que el sujeto es y lo que debe ser, la acción del sujeto moral consiste justamente en tratar de borrar esta diferencia, diferencia que existe porque estamos ante alguien que quiere ser subjetivo y moral, a la vez. Como puede verse desde ahora, la acción de la subjetividad moral, si es extremadamente importante, no puede ser la última realidad de la acción humana, porque ella resiente esta diferencia entre ser y deber ser, y enfrenta lo substancial del Concepto como lo existente exterior. El parágrafo § 109 expone de manera muy general el proceso por el cual la subjetividad busca superar esta diferencia, auto-determinándose por una parte y objetivándose por la otra, mediante tres momentos: primero, al auto-otorgarse un contenido, la voluntad se particulariza, pero este contenido, este “ser puesto por ella misma” es un límite; luego, su actividad consiste en superar este límite que ella misma ha impuesto, es decir busca que su contenido pase al mundo objetivo, adquiera existencia; finalmente, si logra esa objetivación de su contenido, el resultado debe ser idéntico a su motivación: es el fin concreto que persigue. La acción moral se muestra entonces teleológica: el sujeto quiere actuar, su propósito es la acción, quiere realizar su subjetividad, manifestar-se.
Los parágrafos siguientes § 110-112 desarrollan estos tres momentos de manera más detallada y de este modo preparan el terreno para una definición de la acción moral. En primer lugar es preciso que, aunque el contenido de la voluntad pase a tener una existencia objetiva, conserve un rastro de la subjetividad que lo originó: una acción moral, aún después de realizada, debe ser mi acción: “El hecho sólo tiene validez en la medida en que está determinado interiormente por mí, en que era mi propósito, mi finalidad”. Cada uno de mis actos altera de algún modo el entorno en que me encuentro, pero sólo tienen validez aquellos en que es reconocible mi propósito, algún fin mío. En segundo lugar, al actuar el agente moral se encuentra en un mundo objetivo, compuesto de múltiples determinaciones y por tanto el fin que se ha propuesto está sujeto a la contingencia, ajeno a su control y por tanto su acción puede o no corresponder al concepto que persigue. Por ello, el sujeto moral exige que su acción no sea valorada simplemente como algo acontecido, sino por su intención, aunque debe reconocer que existe igualmente un criterio de evaluación objetivo, externo, algo que él no ha puesto. Es debido a que, en tercer lugar, al objetivarse abandona su subjetividad para encontrarse con la subjetividad de otros y por ello, “la realización de mi fin, aún si tiene un origen interno, tiene una relación positiva (es decir real y no sólo ideal) con la voluntad de los demás”. Estamos ya muy lejos de una moralidad de la pura intención y de la buena voluntad. La moral no es la ciencia del “bien” que existiría a priori y aparte del mal. La subjetividad actúa y persigue una finalidad, pero si esta acción corresponde o no su concepto, incluso si no puede asegurar esta correspondencia, no es algo indiferente para él. El moralista es aquel que cree que ya tiene, que por la fuerza de la razón siempre tiene, una idea clara del deber ser (aunque resulte con frecuencia frustrado con el ser real). El agente moral hegeliano, además de involucrar su propósito, debe evaluar la acción que va a ejecutar en una exterioridad que no es idéntica a su interioridad, algo fuera de sí que es la voluntad de los demás.
Ahora resulta comprensible la definición de “acción moral” que no aparece sino hasta el § 113: “La exteriorización de la voluntad como voluntad subjetiva o moral, es la acción”. En el derecho abstracto, la ley no puede expresarse sino como prohibición, ante la cual la persona simplemente acata; en la moralidad, por el contrario, el sujeto no quiere simplemente obedecer sino que se quiere agente activo de su conducta, teniendo la iniciativa de una acción que además no carece de normatividad externa. Lo que hace que una acción sea moral es justamente su intento por unificar la voluntad subjetiva con la universalidad de la ley. La suya es acción que busca superar esta separación, negar esta diferencia. Es por eso que la acción moral se compone de diversos momentos que son intentos por superar esta diferencia, pero que abren simultáneamente posibilidades de fracaso, de ruptura. Es porque tal diferencia entre la voluntad subjetiva y la universalidad de la ley es real. En efecto, (a) “toda acción, para ser moral debe en primer lugar concordar con mi propósito”. Pero este propósito puede estrellarse ante lo existente. En un segundo momento (b) es preciso preguntarse por la intención de mi acción, es decir, por el valor relativo de la acción en referencia a mí, a mi bienestar”. Pero aún puede haber una ruptura “entre lo que está efectivamente como voluntad universal y la particular determinación interior que yo le doy”. Por ello el tercer momento (c), ya no se refiere al valor relativo de mi bienestar, sino al valor absoluto de la acción, al “bien” (que es un patrimonio común). Pero tampoco hay ninguna garantía de que “mí acción sea idéntica al contenido universal”. Puesto que el sujeto es activo, se abren ante él las posibilidades de éxito y de fracaso, el bien y el mal. Desde luego, esto no es confortable para aquellos que estiman que con la intención moral basta y sobra. Pero Hegel cree que este es el precio que hay que pagar para que la voluntad llegue a la verdadera autonomía, que se realiza necesariamente en un mundo contingente. Dicho en otros términos, la autonomía del sujeto moral, si desea realizarse en el mundo efectivo, plantea dificultades que el agente aislado no puede resolver con los medios a su alcance. La moralidad es un territorio creado por la autonomía del sujeto, pero no es punto terminal de la acción humana, pues las rupturas que ella suscita requieren, para ser resueltas, de la eticidad, de la vida colectiva y compartida.
Los parágrafos que inician con el § 115 abren un nuevo apartado en la Filosofía del Derecho y se dedican a examinar aquellos tres momentos de la acción moral, empezando por el propósito y la responsabilidad. En efecto, cualquier acción del ser humano provoca alteraciones en un mundo compuesto por una cadena interminable de circunstancias. ¿Cuáles de esas alteraciones le son imputables? ¿Hasta dónde llega su responsabilidad? El número de circunstancias de cualquier situación concreta parece ilimitado y sin embargo, el pensamiento debe establecer un dominio de la imputabilidad; Hegel propone que el mejor hilo conductor es la relación entre propósito y responsabilidad: “Sólo cabe responsabilidad sobre lo que estaba en mi propósito, que es lo que se tiene especialmente en cuenta en el caso del delito”. Naturalmente, la vida real es más resbaladiza y no es sencillo eliminar la vaguedad que afecta a cualquier principio, sin excluir este. La responsabilidad suele ser más amplia que el propósito y existen cosas de las que puedo ser hecho responsable, aunque no estaban en mi propósito. No es propiamente un acto “mío” el que algunos objetos de mi propiedad causen perjuicios a otros, pero soy de algún modo responsable “pues esos objetos están más o menos a mi cargo en la medida en que se encuentren bajo mi dominio”.
Por ello es preciso establecer un vínculo adicional entre propósito y responsabilidad que se refiere al “saber”. La voluntad que actúa tiene una representación de las circunstancias en las que se encuentra, pero dicha representación es finita y sus límites definen un “derecho de saber” para su acción: “El derecho de la voluntad consiste en que un hecho suyo sólo se reconozca como su acción propia y sólo tenga responsabilidad sobre aquello que sabía en su fin acerca del objeto presupuesto, es decir, lo que estaba en su propósito”. Con el “derecho de saber” se introduce una distinción importante entre un “acto” y un “hecho”: el primero, el acto, es aquel que involucra el propósito del agente; el segundo, el hecho, es aquella alteración concomitante en la acción humana que sobreviene como accidente no deseado, simplemente porque la acción se realiza en un mundo contingente. El “derecho de saber” está pues íntimamente asociado a la libertad: “Yo soy lo que está en referencia a mi libertad…” Parece trivial a nuestro ojos, pero no es así, porque es un derecho de adquisición reciente: por ejemplo, desde nuestro punto de vista, Edipo no es culpable de parricidio, pues no estaba en su propósito ni en su saber matar a su padre. Para la antigüedad, que desconocía la diferencia entre “acto” y “hecho”, Edipo era responsable y susceptible de castigo (incluso divino) como resultado de ese hecho. Este vínculo entre propósito, consecuencia y responsabilidad es un nexo lógico, pues no se ve alterado si en el plano efectivo una gran distancia temporal los separa: las consecuencias pueden dilatar sin que ello altere la imputabilidad de la acción.
El alcance de la responsabilidad es un problema que se ve agravado además porque la acción moral de despliega en un entorno que posee conexiones múltiples, cuyas consecuencias pueden extenderse mucho más allá del propósito original del agente. ¿Hasta dónde llega entonces la responsabilidad? Aunque Hegel estima que no hay una distinción tajante entre ellas, conviene distinguir entre consecuencias necesarias y consecuencias contingentes. Ciertamente, todas las consecuencias pertenecen a la acción, pero no todas ellas remontan al propósito del agente, quien tiene derecho a no reconocer como suyas todas las consecuencias imaginables, sino únicamente las que pueden ser razonablemente predecibles: “…es asimismo un derecho de la voluntad imputar sólo lo primero, porque es lo único que estaba en su propósito”. En su doctrina, las consecuencias razonablemente predecibles forman parte del acto moral, por eso Hegel deshecha dos teorías éticas alternativas: primero aquellas teorías que desprecian las consecuencias de las acciones, considerando que la buena voluntad tiene un valor intrínseco, sin relación a sus resultados; luego, aquellas teorías éticas que evalúan el acto moral únicamente por sus consecuencias, haciendo de estas el canon de lo bueno y de lo malo. Es probable, aunque no los menciona, que Hegel esté pensando en Kant en el primer caso y en las éticas utilitaristas en el segundo. Para él, las consecuencias forman parte de la acción moral, aún si estas entregan al agente a la contingencia. Es sin duda una situación difícil, pero quien quiere actuar “está obligado a entregarse a esa ley”. La única forma de evitar esa posible contradicción es evitando actuar, preservando la propia pureza mediante el expediente de no hacer nada, es decir no exponiendo la virtud a los asaltos del mundo. El agente moral llegado a la madurez no evade la contingencia; la asume como parte de su propia expresión en tanto que ser activo.
Desde luego, en la contingencia del mundo exterior, el agente se encuentra con lo que, en términos modernos, se llamaría la “suerte moral”. Del mismo modo que la contingencia puede hacer fracasar el paso del propósito a la realización, puede igualmente reducir la responsabilidad de un acto culpable, por ejemplo haciendo que la víctima de un ataque mortal, sobreviva por azar. Pero la contingencia tiene también sus límites y para Hegel el agente es responsable de los actos de negligencia, cuando no ha previsto las consecuencias que razonablemente estaba a su alcance conocer y que se han presentado. En síntesis, la doctrina de la responsabilidad de Hegel es amplia y no es consoladora: hace responsable al agente no únicamente de lo que hizo impulsado por un propósito, sino también por lo que debería saber que ocurriría como consecuencia de sus actos, e incluso por lo que no previó que ocurriría, pero que era previsible que ocurriera, dada una consideración racional del acto a la luz de las circunstancias. Doctrina odiosa para aquellos que permanecen inmóviles en su virtud, e impensable para una ética que, como la antigua, imputaba al agente todas las consecuencias deseadas o imprevisibles, de sus actos.
La acción moral debe reflejar el propósito del agente, cuyo acto afecta siempre algo específico: tal o cual determinación. Pero toda acción, para ser concreta, no es simplemente puntual sino que está asociada a un significado universal. Un saber que no se limita al acto puntual, sino que reconoce su significado universal hace el tránsito del “propósito” a la “intención”. La “intención”, al lado de bienestar forman un apartado propio al interior de la moralidad que se inicia en el parágrafo § 119: “El propósito, en cuanto parte de un ser pensante, contiene no sólo la singularidad, sino esencialmente este lado universal: la intención”. La intención es el aspecto universal, pensante, del propósito. La acción humana no afecta únicamente un punto específico de lo real porque en todo lo que está vivo, cada singularidad es parte de un todo viviente: por ejemplo, el criminal puede argumentar que su propósito de limitaba a golpear la cabeza de su víctima, pero debido a su significado universal, la intención de ese acto puntual recibe el nombre de “homicidio”. La intención introduce una mayor precisión en la atribución de responsabilidad moral: es un “derecho de la intención” el que el agente sea responsabilizado únicamente de aquella parte sabida o prevista por su intención: “El derecho de la intención es que la cualidad universal de la acción sea no sólo en sí sino además sabida por el agente y por tanto, puesta en su voluntad subjetiva”. Sin embargo, la intención es un móvil interno y por tanto, al alcance en principio del agente mismo; ¿puede entonces fingir a propósito de su intención con el fin de evadir su responsabilidad? Aquí aparece un elemento universal que indica la presencia de un exterior a la subjetividad moral. En efecto, el acto moral será necesariamente interpretado en un contexto compartido por otras voluntades y otras libertades. Entre estas existe una racionalidad compartida que es la que, a fin de cuentas, determina el significado universal de la acción, significado que no pertenece al agente mismo. En su acción el sujeto moral debe tener presente que su intención será interpretada en este marco racional compartido: el criminal no podrá argumentar que no tenía la intención de quitarle la vida a su víctima, golpeándole bruscamente la cabeza. La razón es que el sujeto moral es un ser pensante, racional, que actúa en un mundo que también posee una racionalidad de la acción. Nadie piensa en la soledad, porque para todos se piensa en lo universal. Por ello al criminal se le imputa una responsabilidad de la que sólo están exentos los niños o los desviados mentales. Haciéndolo responsable de sus actos y sancionándosele por estos, se le está pues honrando como un ser pensante y una voluntad activa.
Hasta aquí Hegel ha examinado el primer momento del acto moral: la relación (y el eventual fracaso) entre el propósito, la intención y lo existente. Pero ya nos había prevenido que para que un acto sea adecuado a la voluntad del agente libre, tal acción debe tener un valor para esa subjetividad: “El hecho de que en la acción esté contenido y realizado ese momento de la particularidad del agente constituye la libertad subjetiva en su determinación más concreta, el derecho del sujeto a encontrar la satisfacción en la acción”. Es imposible – asegura Hegel- que el sujeto actúe moralmente manteniendo sin embargo una neutralidad respecto a su satisfacción. El ser humano actúa siempre impulsado por un móvil interno y este es decididamente un factor moral: particular en la intención (pues es mío), universal en el significado (pues se hace objetivo). Lo que hace agente moral a un sujeto, no es el dejar de lado sus móviles individuales, sino hacer coincidir lo bueno y lo justo con aquello que su racionalidad y su volición persiguen. Involucrar los móviles en un acto moral, no lo destruye. No es un atentado a la libertad darle como contenido la búsqueda de esa misma libertad acompañado de sus intenciones. Encontrar la satisfacción personal debido a que se persigue lo bueno y lo justo no es en detrimento del valor de la acción moral: “por esta particularidad, la acción tiene un valor subjetivo, un interés para mí”. El problema de “querer la ley” es hacer de esa ley “mi querer”.
Hegel inicia aquí un debate cuyo telón de fondo es la filosofía práctica de Kant. ¿Es degradante para el agente moral ser un individuo real, dotado de pasiones, impulsos y motivaciones? Según la razón práctica el verdadero valor moral consiste en separar el respeto al deber de toda heteronomía y actuar sólo por el deber mismo. Sucede sin embargo que en cualquier acción moral efectiva resulta muy difícil (y aun imposible) reconocer la presencia incondicionada, impoluta, del deber. Según Hegel esta imposibilidad es indicativa de que se promueve una idea equivocada del agente moral, colocándolo en esa dimensión que, de apariencia gloriosa, no corresponde a su humanidad. El ser humano es un ser finito, viviente, y pedirle que actúe como si no lo fuese, es despreciarlo: “no hay nada degradante en el hecho de vivir y frente al hombre no puede existir una espiritualidad más elevada”. Como ser viviente, el ser humano actúa si puede promover de algún modo su interés y sólo puede promover su interés actuando como lo que es: una existencia subjetiva singular con sus impulsos, sus opiniones y sus ocurrencias. En breve, él vive pensando y actuando para alcanzar su bienestar: esto, en cuanto subjetividad activa; luego, sólo será moral si logra que su bienestar coincida con el bien reconocible para las otras voluntades.
En la realización de fines válidos en y para sí el sujeto encuentra su satisfacción propia y ello “incluye la gloria y el honor terrenales”. Es un entendimiento vacío el que espera que todo ello sea dejado de lado. Por el contrario, para Hegel la acción moral hace coincidir el interior y el exterior del sujeto dejando ver en sus actos su verdadero carácter moral. Este derecho del sujeto a particularizarse en sus actos, de llevarse a sí mismo en sus acciones externas, es el gran principio de la época moderna y a él corresponden los más altos ideales de la acción humana en nuestros días, desde la ciencia hasta la política, desde el arte hasta la filosofía. La agencia moral no puede consistir en rechazar y frustrar los deseos pues estos no son lo más bajo de la naturaleza humana. Ellos representan más bien la materia prima de la libertad y esta, en y para sí, requiere que tales tendencias se encuentren, no ausentes, sino bajo la reflexión del individuo. Es una perspectiva “abstracta” la que pide a los hombres “hacer con horror lo que el deber ordena” . Nada grande se ha hecho sin pasión –escribió Hegel en su filosofía de la historia-. El entendimiento abstracto cree denigrar a los grandes hombres atribuyéndoles pasiones dudosas e inconfesables y considera que lo demás corre a cargo de la fortuna: es porque abre una distinción radical entre los motivos reales (que cree ocultos) y las razones ostensivas (que cree mendaces). Incapaz de comprender la unidad de lo interior y lo exterior, reduce todo ello a su visión estrecha: “es la visión de los ayudas de cámara para los cuales no hay ningún héroe, pero no porque estos no lo sean, sino porque aquellos sólo son ayudas de cámara”. Una vida moral carente de impulso, de vitalidad y de deseo está condenada a la inactividad. Hay quien encuentra en ello su consuelo pero para Hegel: “Los laureles del mero querer son hojas secas que nunca han reverdecido”.
Para que una acción represente a la voluntad subjetiva libre debe tener un valor para el agente: su bienestar; sin embargo, este valor relativo que existe en sí y es infinito, también está en relación con lo universal, con el bienestar de los otros y entonces de llama “bien”. No es fácil comprender la razón por la cual el bienestar individual conduce de inmediato al bienestar de todos. Aparentemente, Hegel no adopta, como lo hacía la economía clásica, que una “mano invisible” asegura esa coincidencia inmediata; más bien parece sugerir que el interés que cada uno otorga a su bienestar lo lleva a reconocer la existencia del mismo principio referido a los demás. Esto parece confirmarse porque inmediatamente agrega que, debido a que el bienestar de los demás no está aún determinado –pues esto corresponde a la esfera superior de la eticidad que en esta etapa de la Filosofía del derecho no ha sido alcanzada-, “los fines que cada particular adopta pueden ser distintos de él y serle o no adecuados”. La cuestión es de importancia porque si la acción provoca alteraciones objetivas y estas son en cierto modo independientes de las motivaciones del agente, se presenta una nueva posibilidad de ruptura en la moralidad. El agente debe considerar esta dimensión objetiva y no puede refugiarse en la sencilla buena intención como justificación de cualquier acto: “La intención de procurar mi bienestar y el bienestar de los otros –en cuyo caso se llama especialmente intención moral- no puede justificar una acción injusta”. Con frecuencia la buena intención es utilizada como justificación de actos delictivos, bajo el argumento de que estos son justos, racionales y superiores, pues provienen del sentimiento. Para Hegel, esto es una corrupción de la acción moral. Un acto objetivamente malo, desde el punto de vista de la eticidad, no puede redimirse con un impulso subjetivo. La acción individual convertida en acción pública –pues esta vez se sitúa en el plano político- se consume en el simple caldero del corazón. De manera que Hegel no aprueba los actos heroicos que conllevan, a fin de cuentas, un daño colectivo.
Con todo, hay un principio que está claramente por encima del derecho abstracto: es la vida, en la que se resume la particularidad de la voluntad natural. En un peligro extremo –una hambruna, por ejemplo- la vida tiene derecho de emergencia y está justificado robar para comer, pues lo que está en juego es “una lesión infinita a la existencia”, la vida misma mientras del otro lado es lesionada “una existencia singular limitada de la identidad” es decir el derecho del propietario de esos bienes. La vida, cree Hegel, “por ser la totalidad de los fines…tiene derecho ante el derecho abstracto”. “Pues lo necesario es vivir ahora; el futuro no es absoluto y queda librado a la contingencia. Por eso la necesidad del presente inmediato puede justificar una acción injusta, pues con su omisión se comete tal vez una injusticia, y en realidad la mayor injusticia, la total negación de la existencia de la libertad”. Las anteriores situaciones de emergencia, miseria o buenas intenciones traducidas en malas acciones tienen en común dejar al descubierto que, entre lo universal del derecho abstracto y lo particular del bienestar individual, no hay aún una unidad absoluta, sino un vínculo que, siendo real, es contingente, inseguro. En el itinerario que conduce a que se integren de manera más concreta lo particular y lo universal, deben aparecer todavía dos categorías adicionales: por un lado el “bien”, que es ya la universalidad realizada, y por el otro la “conciencia moral” que es la subjetividad pero ya “consciente del hecho de que ella determina su contenido y su interioridad”.
Hegel dedica un largo desarrollo en la Filosofía del Derecho al bien y a la conciencia moral (§ 129-141) que es ya el umbral del tránsito de la moralidad a la eticidad. Normalmente los comentaristas detienen la doctrina de la acción en este punto, pero desde la óptica que nosotros hemos elegido es importante proseguir porque esta sección representa la acción plenamente realizada, aunque deja de ser propiamente acción subjetiva. Es nuestra tesis que la doctrina de la acción debe mostrar la inmensa novedad histórica de la moralidad, pero también el hecho de que los problemas que ella suscita no pueden resolverse dentro de sus propios límites y por tanto, su solución lógica inevitable es la presencia de la eticidad, del dominio público y político de la acción.
En efecto, el bien es la “unidad del Concepto de voluntad y de la voluntad particular”. A esta unidad entre lo particular y su Concepto, Hegel lo llama “Idea”. En Hegel, la categoría de Idea significa siempre unión de la existencia y de la esencia, del ser y del pensamiento sobre ese ser. En la Idea, el bienestar particular y lo universal del derecho existen pero ya no como dos entidades separadas sino como momentos de la Idea, es decir cada uno tiene presencia, pero ambos están subsumidos, contenidos y conservados, en una unidad superior: el bien. Dicho de otro modo, la voluntad particular y el derecho se han presentado hasta ahora como si fueran dos entidades existentes por sí mismas que luego fuesen unidas para lograr el bien en la vida humana. En realidad es la inversa. Lo que es lógicamente primero es su unidad en la Idea del bien, la exigencia de cualquier comunidad moderna de asegurar un reino común en el que cada ciudadano sea una subjetividad libre. Por ello Hegel afirma que la Idea de libertad realizada (la libertad individual pero también el bien colectivo), “es el absoluto fin último del mundo”. La Idea se realiza, está presente pues en tanto que categoría, incluye su existencia. Quiere decir que, para Hegel, la libertad ya está presente en la vida cotidiana, haciéndose real cada día en las expectativas de la voluntad individual libre y de la voluntad colectiva libre. La libertad como Idea es lo verdadero porque impide que se vean separados lo particular y lo universal: “El bienestar no es un bien sin el derecho. Del mismo modo, el derecho no es un bien sin el bienestar”. Ciertamente, en las sociedades de nuestros días se ha alcanzado una determinada presencia de la Idea de libertad: cierta libertad individual existe y una cierta del bien colectivo existe igualmente. Pero todos coincidiremos que no podemos sentirnos muy satisfechos. La unidad de lo particular y lo universal entre nosotros está muy lejos de la Idea, porque esta implica que el bien de todos prevalezca sobre el bienestar particular de unos pocos. Y esto es lo que ciertos liberalismos no perdonan a Hegel. No es el derecho abstracto, ni las normas constitucionales que protegen la libertad individual, la última palabra de la eticidad. El objetivo de todo ello debe ser el bien (otros lo llamarán “justicia”) que es lógicamente primero y al que deben plegarse tanto el derecho, como el bienestar particular: “El bien tiene un derecho absoluto frente al derecho abstracto de la propiedad y a los fines particulares del bienestar”. Si juzgamos a nuestras sociedades desde la perspectiva del bien, sin negar las libertades alcanzadas, estará claro el por qué de nuestra insatisfacción y el que aún queda un largo trecho político por recorrer. Colocar al bien en este lugar de privilegio no significa subyugar a la voluntad subjetiva sino crear una nueva voluntad individual que, mediante el trabajo sobre sí misma, haga suya la Idea del bien (y no su idea del bienestar privado).
Hegel ha introducido la Idea de bien, pero advierte que en el dominio de la moralidad en que nos encontramos persiste la separación entre lo particular y lo universal y aun cuando el bien es la sustancia y la esencia del concepto de voluntad, la voluntad subjetiva aún no puede reconocerlo. Los parágrafos siguientes se dedican a desplegar las consecuencias de esta separación persistente: La primera de estas es “el derecho de la voluntad subjetiva que aquello que deba reconocer como válido sea considerado como bueno”. El bien no es, según Hegel, una mera figuración ideal de la conciencia, sino que es conocimiento, es reconocible y está presente en la existencia bajo la forma de normas, leyes e instituciones: “El bien es algo para mí y lo sé…” La segunda consecuencia es que, debido a la particularidad de la voluntad, el conocimiento que esta tiene de lo universal es meramente “formal”, pues no ha experimentado su presencia, y por ello “su apreciación puede ser tanto verdadera, como una mera opinión o error”. ¿Qué significa esto para la acción? Ante todo que la acción moral se realiza en la objetividad de esas leyes y normas y será imputada como justa o injusta al agente en base al conocimiento del valor que dicha acción tiene respecto a esa objetividad. A ello, Hegel lo llama, en una curiosa expresión, el “derecho de la objetividad”, para subrayar la realidad de sus consecuencias. La imagen que la voluntad particular se haga de su acción en nada altera este derecho de objetividad y aquella será juzgada por su validez en este mundo. Quien quiera actuar en la realidad tiene pues que formarse una representación de las leyes existentes. Aún si la voluntad subjetiva pretende recluirse en sí misma, para cualquier acción requiere de ese marco de racionalidad compartida donde su acto tiene significado. La conciencia moral tiene la idea errónea de ser meramente subjetiva: “su naturaleza es, por el contrario, ser universal y no un ser abstracto y momentáneo, ligado sólo erráticamente al saber”. Y esto vale tanto para el caso que su apreciación de lo universal sea verdadera, como que sea falsa: el incendiario que prende fuego a un pedazo de madera tiene que representarse claramente que con ello pone en riesgo la casa entera y quizá al vecindario. La separación entre lo particular y lo universal existe, pero no significa indiferencia entre ellos y el bien objetivo hace valer sus derechos ante la conciencia moral rebelde: “El delincuente debe representarse claramente su injusticia y su punibilidad” . Aquel que no reconoce lo universal de su acción es un loco o un idiota y a estos no se les concede un derecho, sino una gracia.
Puesto que el bien está materializado en normas y leyes existentes, a la voluntad particular individual se le presenta como “obligación”, y quien dice obligación, dice “deber”. Desde el punto de vista de la voluntad subjetiva, el bien se presenta como lo Otro, como “esencialidad universal abstracta” y a causa de esta, su forma primitiva, “se debe cumplir con el deber por el deber mismo”. Así concebida, esta es una “mera abstracción”, pero es real. Es el gran mérito de la filosofía de Kant haber “puesto de relieve este alto significado del deber”. Su gran limitación, en cambio, es haber sometido al deber a un formalismo vacío, a la prueba formal que las máximas deben realizar respecto al imperativo categórico. Permanecer en el punto de vista moral subjetivo, es decir, determinar el deber por la pura relación del sujeto con los medios de su razón, sin pasar por ningún contenido proveniente de la objetividad del bien, “convierte ese gran mérito en un simple formalismo y a la ciencia moral en “una retórica del deber por el deber mismo”. No nos detendremos aquí a examinar la acusación de “formalismo vacío” que Hegel hace a la filosofía práctica porque este debate, interminable, requiere un largo desarrollo. Lo que nos interesa es más bien destacar con nitidez la alternativa de Hegel: el bien no es un ideal más allá de las fuerzas de la mayoría de los individuos: el bien es efectivo y se encuentra ya inscrito, como logro de la voluntad universal, en las leyes, las prácticas, las instituciones vigentes. Esto no significa que estén santificadas, sino que son obra de la voluntad general, hasta el punto a que esta ha alcanzado. Desde luego, en su acción en este mundo de normas y leyes, la voluntad compara lo que existe con su concepto, con la Idea que ha guiado la constitución de esas normas y leyes, y encuentra aquí una contradicción real, vivida, que la obliga a transformarlas. No puede haber contradicción entre un ideal formal y lo que existe, pues “ideal formal” significa justamente “que no existe”. La contradicción requiere de un contenido, de determinaciones que se oponen efectivamente: “donde sólo hay un discurso formal sin contenido, es decir donde no hay nada, tampoco puede haber contradicción”.
La voluntad, justo porque todavía es subjetiva y no el “concepto de voluntad”, tiene apenas una representación abstracta del bien. Pero, como ella es además la otra cara de la Idea, responde a la separación con el bien acentuando esa diferencia: “cae en la subjetividad” y se convierte en la conciencia moral. Desde el punto de vista en que nos encontramos, la conciencia moral no es sino la “perfecta certeza pura de sí misma”: la certeza de cada uno de ser este sujeto”. Se abre aquí entonces una posibilidad de ruptura porque la conciencia moral tiende a creer que lo que ella sabe y quiere es en verdad, el derecho y el deber. Lo que constituye el derecho y el deber es lo en y para sí racional de las determinaciones de la voluntad y por ello pertenece a las leyes y principios universales, pero esto la conciencia moral aun no lo reconoce y por ello tiende a disolver toda determinación universal en su propio juicio, desde el cual cree establecer lo que para ella es bueno, mientras lo universal se le presenta enfrente, firme, como deber ser. Es sencillo explicar por qué le sucede este doble problema: primero, porque lo universal, lo que conocemos como derecho y deber objetivos no puede presentársele sino como pensamiento (pues el pensamiento es la facultad de lo universal) y a la vez como algo que debe existir. Por tanto, la conciencia moral cree que este pensamiento es su pensamiento y por ello le retira el carácter absoluto, convirtiéndolo en algo limitado o nulo. Entonces, disuelve lo universal en y para sí en ella. Sin embargo, su pensamiento sigue siendo universal y por ello restituye en el bien, pero desde su perspectiva subjetiva, como su ideal, un ideal que es su obra pensada, un deber ser, es decir algo que nunca es. El doble proceso por el cual la conciencia moral disuelve el bien efectivo y luego lo recrea como su ideal se hace más evidente en los momentos en que la realidad se ha convertido en una vacía existencia y el sujeto huye de ella, refugiándose en sí mismo, en las quimeras tranquilizantes de su fuero interior. Este es, de acuerdo con Hegel, “el mal de nuestra época”.
Sin embargo, el efecto más llamativo de esta tendencia de la conciencia moral a convertir lo en y por sí universal en obra suya es que ella tiende a imponer su arbitrio, a hacer predominar su particularidad sobre el bien. Hegel llama a esta elección equivocada, el mal. Al actuar de este modo: “la conciencia tiene la posibilidad de ser mala”. La cuestión que se suscita es de gran talla: es el origen del mal en la moralidad. Según Hegel este origen se encuentra en la libertad que tiene la voluntad de elegir, sea lo universal en y para sí, el bien, sea de rechazar este universal reemplazándolo por su subjetividad: el mal. El mal no es entonces más que la otra cara del bien, su Otro inmediato. El problema del mal, piensa Hegel, es enteramente especulativo, porque es lo Otro del bien. El bien es, sin duda, pero no es algo sólo en sí, pues existe por su negación determinada de su otro: el mal. El mal es, sin duda, pero no es algo sólo en sí, pues su existencia se debe a la negación determinada de su Otro: el bien. Y uno y otra se encuentra en constante contradicción en la unidad superior que es la moralidad. El mal no es entonces un cuerpo extraño, un visitante sombrío que viene a enturbiar la vida de suyo buena. Su origen es el mismo que el del bien y se encuentra “en el misterio especulativo de la libertad”. Porque es libre, la conciencia moral puede elegir el bien o el mal. El mal no es más que la opción negativa que acompaña inevitablemente el lado positivo, y el ejemplo que Hegel introduce es ilustrativo: si se coloca a Dios en la creación del mundo como lo absolutamente positivo, ¿cómo reconocer lo negativo de la creación? ¿Qué clase de Dios absoluto sería aquel que careciera del mal? (que, admitámoslo, constituye una gran parte de nuestro mundo). Para el entendimiento el mal representa un problema insoluble, que se puede negar (Leibniz) o se puede ocultar, pero nunca responder. La propuesta de Hegel consiste en hacer del mal moral parte de la libertad, incluso si es una parte negativa. En su filosofía no hay pues preeminencia del bien sobre el mal, ni la inversa: no es, primero, la buena voluntad y, luego, por un mecanismo incomprensible, la transgresión, ni tampoco es insociable y luego, por el deber, se socializa. El ser humano no es ni bueno, ni malo: es libre y por ello puede ser uno u otro: “sólo el hombre es bueno precisamente en la medida en que puede ser malo”.
La decisión del agente toma proviene de su autonomía y le permite inclinarse por el bien o por el mal, e incorporar alguno de estos a su subjetividad: la voluntad puede elegir el concepto de voluntad e integrarse a la eticidad, o convertir su contenido particular en principio de su acción y realizarlo. En ambos casos, el agente crea esa división entre lo bueno y lo malo. Todo comienza por la acción de una conciencia moral que quiere ser certeza absoluta de sí. Ella resiente, por tanto una doble amenaza proveniente de su momento como voluntad natural y de su momento como voluntad universal. De ahí que pueda llegar al mal por dos caminos. Primero, porque quiere distanciarse de su forma natural, de su contenido empírico y entonces comenzará a discriminar entre sus diversos impulsos, emociones y motivaciones: unos serán buenos y otros malos. En sí mismos esos impulsos no son ni buenos ni malos y no hay nada intrínseco a ellos que los discrimine, pero esta vez son tomados por la voluntad subjetiva como contingentes y algunos son designados como negativos. Es la voluntad subjetiva libre la que de este modo designa lo que considera malo, pues estima que su naturaleza no es una ayuda, sino un obstáculo a su libertad y en consecuencia desecha como “malos” algunos de sus componentes. En segundo lugar, esta certeza de sí llevada al extremo tampoco admite lo universal en y para sí pues piensa que lo verdadero no es lo objetivo, sino aquello que ella sabe mediante su singularidad. Elige por ende en función de esta subjetividad libre y abre la posibilidad de elegir mal. El mal existe pues como posibilidad permanente de elección de la libertad debido a que, en su acción efectiva, la buena voluntad debe pasar por su contrario para determinarse: “El hombre es por consiguiente malo, tanto en sí o por naturaleza, como por su reflexión sobre sí, pero ni la naturaleza como tal…ni la reflexión que vuelve sobre sí son, por si, lo malo”.
De esta concepción se derivan algunas consecuencias importantes. Primero, para Hegel, la agencia moral descansa en esta existencia necesaria del mal y no en una supuesta “buena voluntad”, ni en una “mala naturaleza”. Como posibilidad permanente, el mal ya no puede ser visto a la manera de Kant como una subversión contra la razón: el mal debe ser pensado como perteneciente a la reflexión de la razón; el mal es el mal de la subjetividad. Por lo mismo, la noción de “bien moral” pierde así su carácter sustancial propio, su “existencia en sí que le permitiría servir de canon, de medida intrínseca del bien y del mal. El hombre no es en sí, ni bueno ni malo, pero se hace a sí mismo uno u otro en la acción de elegir, y previo a esta elección no hay nada: “está en la naturaleza del mal que el hombre pueda quererlo, pero no está en su necesidad quererlo”. En la filosofía de Hegel, el hombre finito, devenido completamente autónomo, se hace también responsable de toda su realidad, porque no nada en él que preexista a su propia decisión: “El sujeto individual es por lo tanto, responsable de su mal”.
La moralidad es una buena muestra de la finitud del hombre. Lo positivo y lo negativo son inseparables en él, porque “finitud” quiere decir justamente “unidad de los contrarios”, “diferenciación en sí mismo”. Puesto que es un ser finito, tiene que buscar (y en ello puede fracasar) su unidad con lo infinito. La subjetividad moral es finita en el sentido en que dentro de ella existe una diferencia, una escisión, una incapacidad de incompletitud aislada y es en esta brecha donde se desliza el mal. Ser malo es no aceptar como válida la trama de valores de la eticidad, la vida real con otros, manteniendo antagónica la bandera de la propia convicción. Para dejar de ser malo, el sujeto no debe buscar convertirse en una “buena naturaleza”, porque no hay ninguna verdad en el subjetivismo como tal. Cuando el sujeto rechaza un mundo devenido malo, lo que lo hace moral no es su subjetividad, sino su rechazo. Como se ha visto, no hay nada en la esencia misma de la conciencia moral que le impediría hacer el mal. Para ser agente moral, se dejará de hablar de “convicción moral”, se dejará de ser “conciencia juzgante” para hacerse activa, para obrar, para formar una comunidad, pues sin esta participación en la eticidad no hay definición verdadera del bien y del mal.
Esta es a nuestro juicio la tesis más importante de Hegel en torno a la acción de la voluntad libre. Esta surge del proceso por el cual el ser humano se ha hecho autónomo y por ello es un logro reciente. En la modernidad, la voluntad subjetiva quiere desplazar a la voluntad divina y a la tradición como guías morales. Esto la honra, pero le impone obligaciones nuevas. Según Hegel, por el hecho de que ella actúa en un contexto universal, en la eticidad, los problemas que esto plantea no pueden ser resueltos con los medios de que dispone la conciencia moral: la acción lograda no es necesariamente idéntica a lo que el agente se había propuesto; además, la intención del sujeto no coincide obligatoriamente con lo que los otros aprueban como bien; en tercer lugar, lo que la voluntad subjetiva considera como el bien es las más de las veces diferente del verdadero bien; finalmente, el punto extremo es que la conciencia moral, como certeza de sí misma “consiste precisamente en estar siempre a punto de convertirse en el mal”. Para Hegel, es esta certeza de sí, verdadera, pero llevada al paroxismo, lo que hace que los logros de la subjetividad moderna se conviertan en los desastres del subjetivismo. La sección de la moralidad se cierra entonces examinando algunos de estos desastres: la hipocresía, el probabilismo, la buena intención, la ética de la convicción y la ironía. Lo mismo que la esfera del derecho abstracto se cerraba con un borde infranqueable para este, que era la injusticia, el dominio de la moralidad se cierra con un borde que, en términos de la conciencia moral es insuperable: el mal. Los problemas que la acción de la voluntad autónoma ha planteado exigen la introducción de la vida en sociedad, de la eticidad, pues solo ahí tiene solución el problema del bien: en la totalidad de reglas, valores e instituciones en las que el hombre forma su universo de cultura y de civilización. Los hombres tienen derecho al bien y lo abrazan, pero este bien solo es real en el dominio de la razón vuelta efectividad: en una comunidad organizada. La eticidad es lógicamente necesaria porque el ser humano es universal y real, y debe encontrase en ambos dominios: como pensamiento y como acción. Sólo así, el Bien deja de ser una quimera inalcanzable.
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